Hoy vuelvo a escuchar el alboroto de los niños a primera hora en el autobús. Algún pequeño va llorando y algún preadolescente refunfuñando, pero la mayoría tiene ganas de reencontrarse con sus amigos, que es lo que en realidad significa para ellos el regreso a clases. Los veo abrazarse, reír, contarse las vacaciones en décimas de segundo y presumir sus novedades con sencillez a la par que convicción. Cargados con sus mochilas se arremolinan en las puertas de los colegios dispuestos a afrontar un nuevo curso y lo que vendrá. Y no puedo no sentir algo de envidia…
Envidia al verlos tan aliviados portando nada más que libros en esas mochilas, asumiendo lo que toca y viviendo el presente. Conformistas, tranquilos, optimistas. Inocentes al fin y al cabo. Mientras en el otro lado del autobús y en la acera de enfrente siguen los gestos mustios de cada mañana, los enfados, la impaciencia, el desencanto, la tristeza. La rutina que mortifica y la responsabilidad que cae sobre los hombros. La vida adulta en realidad.
Esa vida que a veces pesa tanto que nos acoge en la nostalgia de aquellos años, cuando éramos nosotros los que con incertidumbre e ilusión guardábamos los lápices de colores y los cuadernos, hojeábamos los libros de texto esperando no tener demasiado que estudiar, y aguardábamos con ganas esos ratos de recreo.
Y parece que fue ayer cuando conocí a mis amigas del alma. Parece que fue ayer cuando nos copiábamos los deberes o hacíamos campana. Cuando jugábamos a hacer «bultos» en el patio portando el agua para mojar la tierra en la boca, haciendo mil trayectos porque la risa nos impedía retenerla. Jugando a papás y a mamás, inventando casitas y tiendas. Suplicando a nuestras madres quedarnos en casa de unas y de otras por la tarde y a dormir. Despertándonos de madrugada a los 6 años para jugar a las muñecas, poniéndonos enfermas a la vez, inventándonos apodos que perduran. Parece que fue ayer cuando la cándida adolescencia nos hizo rebeldes y confidentes en todos los sentidos. Cuando decidimos gestionar las habilidades de cada una para trabajar en equipo: ahorro de tiempo, esfuerzo compartido. Cuando los profesores nos tenían manía, cuando estudiábamos el último día porque podíamos hacerlo, cuando pasábamos horas dibujando, escribiendo o deliberando nuestros problemas de amor. Sí, de amor. De los primeros amores, de las primeras lágrimas. De lo que entonces creíamos que era amar a aquel niño guapo del colegio de al lado, ése que nos cortaba la respiración y nos ponía nerviosas en la escuela de inglés. Parece que fue ayer cuando recorríamos las calles riendo y pavoneándonos, comprando cigarrillos a escondidas que teminábamos tirando. Cuando empezamos a salir a las discotecas de tarde y de noche, con hora de llegada y complots varios. Parece que fue ayer cuando nos dábamos consejos de moda o nos escribíamos notitas en clase y postales durante las vacaciones.
Pero no, no fue ayer. Mis amigas del alma lo son desde hace 25 años, que se dice pronto. Y ahí seguimos estando cada una con nuestra mochila, más vacía ahora de libros pero mucho más pesada. Cargada de triunfos y fracasos, de miedos, ilusiones, sueños, arrebatos, decepciones, consejos, lágrimas, viajes, distancias, reencuentros, secretos y miles de emociones. Mochilas simplemente compartidas en amistad y repletas de vida que estoy convencida de que siempre seguiremos llenando.
Tienes el don de emocionar al que te lee. Al menos a mi.
Consigues siempre llegar al corazón.
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