¡Son monstruos, estoy cercado de monstruos! No me devoran. Devoran mi reposo anhelado, me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma, me hacen hombre, monstruo entre monstruos. Hijos de la ira, Dámaso Alonso.
Cuando somos pequeños nos asustan los monstruos, esos seres terroríficos de los que nos tenemos que proteger. Nos amenazan con ellos: «si te portas mal vendrá el Coco». No sabemos quién es el Coco, pero no tiene buena pinta. Aprendemos a portarnos bien porque no queremos que ese tal Coco nos lleve a ninguna parte, a ningún lugar desconocido lejos de nuestra zona de confort y seguridad. Desde pequeños nos acostumbramos a evitar a todos esos monstruos, a tratar de no provocarlos para no sufrir sus consecuencias. Los primeros monstruos…
A lo largo de la vida esos monstruos infantiles empiezan a cambiar: ya no son criaturas fantásticas y desconocidas que nos acechan de noche o aparecen bajo castigo. Ahora son nuestras propias emociones las que nos amenazan. Los miedos son ahora los monstruos. Las palabras que no gritamos, los sentimientos que nos tragamos. El orgullo, el egoísmo, pero también la debilidad, el qué dirán. Todas esas contradicciones que se anidan en nuestro interior son los monstruos que no nos dejan en paz.
Luchamos a diario contra el monstruo que nos impide avanzar, ese que conocemos pero que no queremos verbalizar. Miedo. Miedo a que todo se derrumbe si doy un paso en falso. Miedo a cagarla. Miedo a sentirme egoísta ante la muerte: querer que acabe mi sufrimiento, no el suyo, y a la vez desear que se quede un poco más aunque padezca, por mí. Miedo a esos pensamientos tan irracionales como insanos. Si pudiera… Miedo a perder los papeles y a sentirnos igualmente paralizados. Miedo a las consecuencias de alzar la voz pero también de callarnos. Miedo al abismo de la soledad, a romper con todo y al aguantar por aguantar. Miedo a la crítica y a las piedras que nosotros mismos nos ponemos en el camino. El boicot de nuestros propios monstruos hecho realidad: no puedo, no sé, no valgo para eso.
La batalla constante entre la dualidad personal, entre lo correcto y lo incorrecto, lo que se supone que siento, lo que no tendría que sentir y lo que dicen los demás que no está bien sentir. Las reglas morales que juzgan sin saber y que nos encorsetan la existencia. El ying y el yang, lo que está bien y lo que está mal. Pero ¿quién lo dice? ¿La sociedad? ¿La religión? ¿La ética, quizá? Los monstruos.
Desde que nacemos luchamos contra nosotros mismos por ser lo que dicen que tenemos que ser, por actuar en consecuencia con nuestros ideales desde el respeto y la libertad, sin hacer daño a nadie y menos a quienes queremos más. Pero somos humanos y en esa lucha eterna también fallamos: nos gobiernan las emociones y las sinrazones, incluso a veces nos gana todo lo que los demás dirían que está mal, que no puede ser, cómo es posible que hagas o digas eso. Y ese miedo a que nos crean malas personas por hacerlo, decirlo o sentirlo, a dejarnos llevar por las pasiones más bajas y los instintos más cuestionables hace que nos detengamos ante un muro malsano que acumula y paraliza todo lo demás.
No está mal ser humanos confusos y alterados. No está mal protegerse en defensa propia. No está mal tener pensamientos controvertidos y sentimientos desordenados. No está mal no saber qué queremos, tropezar y estallar, siempre que después tratemos de resolverlo. Todos tenemos nuestro propio bagaje de monstruos más o menos nocivo pero lo que importa es aprender a controlarlo para crecer, aceptar lo que viene y poder avanzar.
Excelente Cristina!!!
Me gustaMe gusta