La tarde en la que se lo llevó la ambulancia fue cuando se sintió el frío. No un frío de aquel que cala los huesos y te hace temblar, aquel que apacigua el abrigo y la bufanda, no. Era un frío mucho más profundo. Un frío que dejaba la piel yerma y el alma vacía. Era un frío premonitorio.
Habían pasado cuatro años desde aquel primer aviso. Por la mañana, a eso de las 6.30 cuando los tenues rayos de sol se cuelan por las rendijas, le dio el primer ataque. Sin saber qué hacer, Asun marcó el número de la policía, el único que se sabía de memoria. Tras explicarle atropelladamente a la señorita al otro lado de la línea que su marido estaba convulsionando le pidieron calma y le aseguraron que pronto llegaría una patrulla. No, una ambulancia. ¡Un maldito equipo de emergencias es lo que necesito! ¿Calma? Que me calme, dice.
Soltó el teléfono sin colgar y volvió junto a su marido para intentar hacer algo que le funcionara. ¿Le levanto la cabeza? ¿Las piernas? ¿Cómo lo sujeto? Parece que esté en otro mundo, los ojos en blanco y gotas de sudor en la frente. Al menos no le sale espuma por la boca como a los que se vuelven locos, ¿no? Eso pensó. Eso y si había sacado la merluza del congelador la noche anterior. ¡Qué despropósito!
Poco a poco las convulsiones fueron menguando aunque Asun no podía saber si aquello era mejor o peor. Dios mío, ¿por qué tardan tanto? Se sintió de repente tremendamente sola, incapaz de volver al teléfono para avisar a sus hijos de lo que pasaba porque ni siquiera sabía qué estaba pasando si diez minutos antes dormían tan a gusto los dos. ¿Sería una pesadilla? Pero entonces oyó la sirena de una ambulancia que se aproximaba, que se detenía cerca. De repente, silencio. Ya está, ya llegan, no pasa nada. Si se lo decía a él o a ella misma qué más daba. El timbrazo resonó en sus oídos más que nunca y descalza corrió a abrirle la puerta a tres chicos jóvenes que pidieron paso hasta la habitación. Asun permaneció inmóvil en el umbral de la puerta mientras uno de ellos, qué serán éstos, enfermeros, médicos, le tomaba la presión a su marido, que en su inconsciencia algo balbuceaba, porque éste callado nunca está, pensaba ella. Cuando le comunicaron que debían llevarlo al hospital, Asun se dio cuenta de que en camisón no podía ir a ningún lado y con más prisa que intención se puso la ropa que el día anterior había dejado sobre la silla. No se maquilló, pues no estaba la mañana para andarse con remilgos, y simplemente se acomodó la melena con las manos y poco más. Salieron de casa los cinco: Paco en la camilla con la máscara de oxígeno, Asun a su lado aferrada a su bolso como a la vida, y los tres chicos jóvenes, tan guapos y tan amables, uno al volante, otro de copiloto y el último pendiente de las respiraciones del matrimonio en aquel cubículo médico ambulante.
El ingreso en la UCI fue rápido, pues como son estas cosas, y a Asun le tocó aguardar en una sala con más personas como ella: pálidas, desconcertadas, llorosas. Gente que no sabe bien bien qué hace aquí, gente como yo que hace un rato dormía tan tranquila. Ay, ¡la merluza se echará a perder! Eran casi las 8 de la mañana, buen momento para llamar a los hijos y darles los buenos días, los pobres. Marcó el número de la mayor, pues para eso es una la mayor, y con una inusual calma, o quizá era desconocimiento, le relató con pelos y señales lo ocurrido desde que oye estaban durmiendo y que tu padre empieza a hacer cosas raras y aquí estamos. Se supone que la mayor avisó a los otros dos, o eso le pidió Asun que hiciera, que no tenía ganas de contar la misma historia tantas veces y que los médicos en cualquier momento la iban a llamar.
Las horas que pasaron no lo recuerda, pero que el día se le hizo largo, sí. Debían ser eso de las 12 cuando un médico salió para decirles, estaban ya sus tres hijos con ella, que su padre estaba estable, fuera de peligro, que lo habían cogido a tiempo y que no se preocuparan. Fueron a tomar un café aguado con un cruasán embadurnado en mantequilla, qué angustia, para matar el tiempo y el gusanillo porque hambre, lo que se dice hambre ninguno tenía. Y así fue transcurriendo el día, entre partes médicos y rezos a ese Dios que una no sabe si está o no pero en estos casos pues bueno, no está de más pedirle que todo pase y que pase bien. Por la tarde les comunicaron muy formalmente que el paciente entraba en vigilancia intensiva, donde permanecería toda la noche para tenerlo más controlado, pero que al día siguiente subiría a planta. Que todo iba bien.
Y dos días después, todo fue bien. Salieron del hospital con esa paz que te da superar estos sustos pero con ese miedo callado a que vuelva a ocurrir. Ya lo sabes, Paco, nada de sal y nada de fumar y nada de beber y nada… Calla, mujer, que no es para tanto. Discutiendo iban en el taxi a casa, y en casa, y cuatro años después la misma cantinela. Que si ese cigarrito a escondidas que te veo, que si échale algo de sal que esto así no se puede comer, que un vinito es bueno para el corazón, y además ¿cuándo bebo yo? En Navidad y en los cumpleaños. Que no, que no pasa nada, que aquello se superó, que no te preocupes. Y Asun pues qué iba a hacer, pelear y luchar, y mandarlo a la mierda de vez en cuando también porque oye, ¡parece que se quiera matar! Y luego le preparaba sus platos preferidos, condimentados de otra manera para disimular la falta de sal, no lo vaya a notar.
Aquel mediodía fatídico comieron patatas estofadas, un buen plato como Dios y Paco mandan. Pero después de comer, cabeceando la siesta en el sofá, ya no se encontró bien. La sensación fue más intensa, más certera, más real. En la convulsión tiró la lamparita al suelo y el estruendo hizo que Asun dejara los platos a medio lavar para ver qué había sido ese ruido, qué se había caído ahora armando tanto jaleo. Y al ver a su marido así otra vez el recuerdo de hace cuatro años, y otra vez la ambulancia, y otra vez llamar a los hijos.
Las horas en el hospital fueron gélidas, el ambiente cortante, el frío se sentía en las miradas calladas, en los abrazos rígidos, en las lágrimas contenidas. Los cuatro lo sabían y ninguno se atrevía a verbalizarlo. Miraron sus teléfonos cientos de veces, pasearon como leones enjaulados por aquella sala blanca de olor indescriptible. Esperaron noticias. Y las noticias finalmente llegaron. El médico que les dio el pésame era canoso y de ojos muy negros, se acuerda bien Asun. «Hicimos todo lo que pudimos». Maldita muletilla, ¿se la enseñan también en la universidad?
En ese momento un caudal de y sis atropellados invadió la mente de Asun, al tiempo que su corazón se quedaba huérfano para siempre. Ay, Paco, si me hubieras hecho caso alguna vez… Pero de qué servía reclamarle a un muerto, pensaba ella. Celebraron el funeral dos días después, una mañana soleada como las que a él le gustaban. Y Asun sonreía con pesar a cada uno de los asistentes que se habían reunido allí para mostrarle su afecto a la familia. Los rituales estos, ya se sabe, que cuando uno muere todos vienen. La ceremonia fue emotiva pero no empalagosa, no te preocupes Paco, te hubiera gustado. Es curioso cómo la mente se dice esas cosas tan absurdas a veces, cómo le iba a gustar a Paco su maldito entierro. Pero bueno, era el consuelo que Asun se daba sin darse cuenta para paliar el dolor que no dejaba ver por la pérdida de un marido de broncas y risas, de misterios, de secretos, de algún desaire también. Un marido cabezota que la dejaba viuda, jo Paco ¡qué palabra tan fea! Un marido que no fue perfecto, pero qué demonios, fue el suyo. Y ahora esta fría muerte se lo había arrebatado. Y ahora ella tenía que seguir viviendo una nueva vida y seguir queriéndolo, recordándolo.
Lo que acabo de leer es como una novela, esa novela que quiero que hagas y un día sé que lo harás. Me ha llegado al corazon
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Pues bueno, bonita forma pero 0 fondo. ¿Cuál es el nudo del texto? ¿Cuál es el punto de inflexión? Cuando comienzas el párrafo así: “Aquel mediodía fatídico”, ya constaste el final del cuento, con muchas líneas de anticipación. Para dejar paso a la cursilería. En fin, muy buen manejo de los ritmos, ahora espero nos cuentes una historia que supere las anáforas.
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Hola! Creo que es una historia que puede vivirse en muchas familias narrada de una forma igualmente cotidiana, cercana, cuyo fondo es la muerte de un padre, de un esposo. El final del relato se intuye desde el principio, esa es la intención, saber lo que va a pasar pero cómo llegamos hasta ahí. Si te parece cursi lo respeto, igual que lo que comentas de las anáforas… Seguiré escribiendo.
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Pues me pareció maravillosamente bien narrado. Yo soy de los que ha tenido que buscar que coño son las anáforas “con perdón”. Humildemente me conformo con que la escritura fluya y que el texto tenga su ritmo y al final me suene bien. Y tu historia, fluye y suena bien y en efecto resulta una narración, cotidiana, cercana… Lo que me da un poco de rabia es que después de tantas horas la merluza seguro que se debió estropear…
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Muchísimas gracias por tus palabras Ginés! Me alegra que te haya gustado la narración y sí, esa merluza se echó a perder… Saludos!
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