¡Cuídate, cuídanos!

«Al menos hace sol». Esto es lo primero que pienso cuando me asomo a mi ventana esta mañana, más temprano de lo habitual en mí para ser domingo. «Hay mucho silencio, pero al menos hace sol».

Las calles se han vaciado de transeúntes, no se escucha el alboroto habitual de los niños, casi ni hay ruido de tráfico. Se podría decir que estamos en absoluta calma si no fuera porque lo que se respira aquí es de todo menos eso. Estamos confinados. Estamos en estado de alarma.

Hace un par de meses, cuando algo llamado coronavirus comenzó a azotar Wuhan con una inusitada gravedad y se fue extendiendo por otras regiones asiáticas, el resto del mundo lo miramos de lejos con ese aire de superioridad tan propio de quien no se siente amenazado. «El virus es cosa de los chinos que comen de todo y no tienen higiene». Casi casi se lo tenían merecido y, además, son tantos que… El drama humano no nos tocaba. Entonces el coronavirus aterrizó en Italia y ¡ay! Italia ya está más cerca. Relaciones comerciales, afectivas, turísticas… Veíamos a los italianos con más condescendencia: «pobre gente, aunque esto es porque no lo han gestionado bien, ya se sabe que no son muy buenos con las normas». Sí, más tópicos para justificar el avance de un virus que no entiende de razas, fronteras, edad ni clase social. Un virus que ya es pandemia.

«Pero ¿para qué tanta alarma? ¡Si es como una gripe!» nos repetíamos unos a otros hace apenas dos semanas, yo la primera. Estamos tan acostumbrados a que los medios magnifiquen a su antojo, a que las fake news circulen sin contraste, a que todo sea susceptible de ser dimensionado, que cuando pasa algo de verdad ya no nos conmociona. Nos da igual, hasta que, como siempre, empieza a ser demasiado tarde. Se toman medidas drásticas cuando los contagios son miles y los muertos cientos, y nos preguntamos entonces por qué no se tomaron antes. ¿De verdad hubiéramos estado dispuestos a acatarlas días atrás? No lo creo.

Cuando se cerraron las escuelas los niños se redirigieron a los parques. Se cerraron los parques. Cuando las grandes corporaciones instauraron el teletrabajo, las pymes seguían sin tomar medidas preocupadas por proteger antes su economía en el desconcierto de lo imprevisto que a sus empleados. Cuando nos instaban a protegernos, el transporte público seguía abarrotado y las segundas residencias abrieron sin temor sus puertas. Cuando los rumores de propagación se hacían más fuertes, los supermercados sufrieron avalanchas y desabastecimiento (el papel higiénico está viviendo su propio fenómeno). Cuando las informaciones veraces se diluían cada vez más entre los bulos, las farmacias se dedicaron a gestionar las consultas populares en primera instancia. La sociedad se empezaba a agitar, sin embargo, curiosamente, nadie se quedaba en casa. Bajamos el ritmo la última semana, sí, limitamos ese café a media tarde, puede. Dejamos en standby la visita a aquel cliente y pospusimos el cine con aquel amigo, por si acaso. Pero entrábamos y salíamos con libertad, porque podíamos hacerlo.

Hasta hoy.

Hoy la ley nos obliga a quedarnos en casa, con excepciones para hacer la compra (con mesura), acudir a una farmacia, al trabajo si es estrictamente necesario, para cuidar a las personas dependientes y vulnerables, o para pasear rápido a nuestras mascotas. Cualquier movimiento que hagamos debe estar justificado. No, no es ciencia ficción: estamos confinados. No es un capricho ni una recomendación, es una responsabilidad personal y para con la sociedad. Debemos protegernos no solo a nosotros mismos sino a los colectivos de riesgo. Los mayores están muertos de miedo y todavía no nos hemos dado cuenta de cuánto tenemos que cuidarlos, de cuán frágiles son ante el COVID-19. Estremece ese alivio que sentimos cuando en el recuento de los fallecidos la mayoría son personas de la tercera edad con patologías previas, pensando que nosotros como no entramos en ese grupo estamos salvados. Y que, si tenemos la mala suerte de contagiarnos, lo pasaremos y ya está. Pero todos tenemos padres, abuelos, familia en la que pensar y el miedo a la muerte existe, es humano. Y sí, ellos también lo sienten, no por haber vivido más años ya han hecho su campaña y están listos para irse al otro barrio, total, un viejo menos. Ellos merecen dejarnos cuando les llegue su momento y no agonizando en un hospital saturado que por falta de medios tendrá que decidir que sí, por desgracia, este es el momento. Sin despedidas, sin funerales, sin adioses. Porque ya está pasando en Italia, así que, si no te vas a cuidar por ti, hazlo por tu padre, por tu madre, por tus abuelos… Porque la vejez nos llega a todos, deberíamos tenerle mucho más respeto.

«Al menos hace sol». Sigo mirando por la ventana mientras escribo. Un padre ha bajado con sus dos hijos pequeños a la calle, sin alejarse de la puerta de casa, a que les dé el aire cinco minutos. Vuelven a entrar. Dos runners corren en pareja por el paseo, estos todavía no han entendido nada. Una chica paseando con su perro, un señor que viene de comprar el pan. Nadie más. Silencio. Ese silencio que lejos de aliviarte, te incomoda. El típico silencio que a mí me invita a pensar, mi vicio solitario. El que te reformula, te grita, te pregunta, te aconseja. El que te lanza de bruces contra la realidad. El silencio que te acuchilla el espíritu y te redefine los valores. Y pienso, sí. Pienso en mi gente y en lo importantes que son, todos ellos. Y en la impotencia de no poder vernos, de no poder tocarnos, de no poder estar. Es como si la prohibición te sublevara las emociones, como si de repente quisieras impregnarte de ellos un poquito más. Afloran los sentimientos de pertenencia a tu propio clan y la compañía cobra vital relevancia, no nos gusta estar solos ni incomunicados. Pienso en quien quiero tener a mi lado y en la falta que hacen ahora esos abrazos que no nos podemos dar. Pero que volverán. Porque esto que pensamos que nunca viviríamos también pasará. Y saldremos a la calle, y llenaremos los bares y restaurantes, las playas, las montañas. Y retomaremos la rutina, los colegios, las aficiones, los trabajos. Y los niños gritarán, y el tráfico se congestionará, y nos apelotonaremos en el Metro por las mañanas, y reiremos mirándonos de cerca a los ojos, y nos haremos fotos apretujados en la siguiente comida familiar, y nos acariciaremos la piel y el alma, y nos besaremos con furia en el reencuentro, y no nos soltaremos las manos en mucho tiempo, y nuestros mayores también lo contarán.

Nos esperan tiempos muy complicados.

Sé responsable, por ti, por todos.

Quédate en casa. Cuídate. Cuídanos.YOMEQUEDOENCASAP.D.: Gracias a todas las personas que componen los servicios sanitarios, a los empleados de supermercados y farmacias, servicios sociales y a toda esa gente que, por ayudarnos, no puede quedarse también en casa. ¡¡GRACIAS!!

Autor: Cristina CG

(De)formación periodista, me cubro y descubro según las circunstancias. Acumulo vivencias y archivo recuerdos. Tropiezo, caigo, escribo y me levanto. CRISTINA CG.

2 opiniones en “¡Cuídate, cuídanos!”

  1. Una vez más me encanta todo lo que escribes y que llega al corazón. Y cuanta razón llevas deseando que pase todo esto y podamos volver todos a nuestra normalidad.

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