¿Creía en el poder de los sueños? ¿En la intuición? ¿En las premoniciones tal vez? En esa vocecilla que de repente, desde ciertas profundidades y en medio de una reunión con amigos o viendo un atardecer en la playa, sin aparentemente nada en contra, te grita. Y te confunde, y te asusta, y se te agarra a las tripas. Porque siempre, o en la mayoría de los casos, el grito silencioso es devastador. Es una señal de alerta, un no sigas por ahí, un vete corriendo ahora que puedes. Pero, ¿puedes?
Cuántas veces ignoró ese rumor palpitante restándole importancia, queriéndosela restar más bien. O se despertó de una madrugada agitada, sufrida, en la que se sucedieron descaradas las imágenes que no estaba dispuesta a ver porque le dolían, la ahogaban, la martirizaban. Pero es que mientras dormimos cedemos el control de las emociones, las desligamos de nuestro ser. La mente en su libre albedrío bucea por el subconsciente en busca de personas y momentos que entrelaza de manera espontánea, divertida, inaudita, confusa, curiosa, y a veces también cruel.
Aquella noche fue justo lo que pasó. Regresó de un trance que la había lanzado a la primera línea de fuego, tan real que era difícil discernirlo de lo onírico. Despertó sudorosa, con las sábanas revueltas entre sus piernas tras una encarnizada batalla por zafarse de los brazos de Morfeo. El corazón le latía con fuerza, capaz de seguir sintiendo el temor y la angustia como si todavía se moviera entre las arenas movedizas de lo surreal. Trató de calmarse sintiéndose absurda: ya está, tonta… los sueños, sueños son.
Esbozó una leve sonrisa y por la inercia de la costumbre se acomodó en su cama para repasar Instagram, Facebook, Whatsapp… Chivatos del siglo XXI. Y ahí lo tenía hecho pesadilla, hecho una realidad. ¿Seguía durmiendo? No, ya no. Todo había cobrado vida a su alrededor, como cada mañana. El murmullo de la ciudad le llegaba algo amortiguado, pero la claridad de un nuevo día ya penetraba por las rendijas de la persiana y le dibujaba formas etéreas en la piel. Su cuarto seguía dolorosamente intacto, mientras su sueño era ahora una verdad escupiéndole en la cara.
La intuición, ese pitido constante que te ensimisma sin pretenderlo, había decidido colarse mientras dormía para mostrarle lo que en estado consciente renegaba. Quizá era la única forma de hacerle comprender las señales que de otra manera no hacía más que interceptar entre vacilaciones. Porque no hay más ciego que el que no quiere ver.
Duele, sí. Le dolió mucho darse cuenta de que la razón era certera, aunque quisiera por todos los medios desdecirse, buscar la excusa perfecta, la ingrata justificación. No hay peor reproche que un te lo dije para ti misma, pensó. Era reincidente, no podía negarlo, siempre le pasaba lo mismo. Y esa sensación de vulnerabilidad se le clavó en el alma como una puñalada por la que ni siquiera pudo permitirse sangrar, porque debía haberla previsto, haberle puesto remedio mucho antes de que le estallara el corazón en mil pedazos. Lo sabía, su Pepito Grillo lo cantaba, pero no quiso poner atención. Y ahora estaba ahí, frente a una pantalla, leyendo, viendo, escuchando, lo que nunca debió aguantar.
Que bien escribes!!!! Mamá
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