Una mujer sola

—¿Sola? —me pregunta el camarero con cara de asombro cuando pido una mesa para sentarme a comer.

—Sí, sola —le respondo. Noto en esa décima de segundo su extrañeza seguida de su compasión. Pobre chica sola…

Me consigue la peor mesa, la más fea, la menos ubicada, porque claro eso de ir sola no merece más. Cuando me ofrece la carta me advierte de que la primera página la tengo vetada:

—Son platos para compartir y…, ejem, claro…

—Claro, vengo sola —termino yo por él con una sonrisa que lo incomoda.

Las pizzas son buenas en este lugar. Sin embargo, decido pedir una ensalada para que a lo de sola no pueda añadirme también un gorda. Eso sería ya el remate final.

Mientras espero desde mi lugar privilegiado me doy cuenta de la cantidad de miradas que estoy suscitando. Miradas curiosas, extrañas, compasivas… ¿Por qué me miran tanto? ¿Tan raro es ver a una mujer llegar sola a un restaurante? ¿Es que no tenemos las mismas necesidades vitales? No soy la única persona que está comiendo aquí sin compañía, hay por lo menos tres hombres más en la misma situación, pero no veo que nadie se fije en ellos ni que ningún camarero les compadezca su soledad. Seguramente porque son hombres de negocios.

La ensalada llega rápido y, cuando me dispongo a empezar, algo me retumba.

Come, pero no tanto. Abstente del postre, por supuesto. ¿Te lo vas a acabar? Ponte a dieta, cuida esa celulitis, embadúrnate en cremas. ¡Estás esquelética! Pareces demacrada, ¿te pasa algo? A los hombres les gustan con un poco de carne. O ya no. O tal vez sí. Haz deporte, pero no te pases o parecerás masculina. Cuida la apariencia. Presume tus curvas. ¡No tantas curvas! Arréglate, que se note que te quieres. ¿Ya no lo haces? Inténtalo. ¿A dónde vas tan maquillada? Viste bien, sé elegante. ¡Anda, si te has subido en los tacones!, ¿es que tienes una cita? Sé natural, ellos las prefieren así. Pero cúbrete las manchas, las estrías y las cicatrices. ¡No te da vergüenza! Mantente bronceada, pon color en tus mejillas, sonrójate como una niña. Blanquéate los dientes. Alisa las arrugas. Lucha contra el envejecimiento. Por favor, acepta la edad que tienes. Presume tus canas, pero así no, con más gracia. Córtate el pelo. No te lo cortes, no se ve femenino. Muéstrate joven. ¿Y esa ropa? ¡Vas haciendo el ridículo!

—¿Todo bien, señora? ¿Señorita? —El camarero me saca de mis pensamientos.

—Sí, gracias… —respondo algo desconcertada.

De pronto, no estoy a gusto. Retomo la ensalada sintiendo un peso extraño sobre mis hombros. Ya ni siquiera tengo ganas de comer. Algo en mi interior me empuja con rabia, me enfada. Pero…

¡No! No seas borde. Y ahora, ¿qué te pasa? Estás en esos días, ¿verdad? Otra vez los cambios de humor. Sonríe más, que estás más bonita. ¿Por qué le sonríes tanto? ¿Acaso estás coqueteando? ¡Tú siempre igual! No des el primer paso. Sí, atrévete, sé una chica moderna, no te quedes esperando. Pero espera, mujer, no vayas a parecer necesitada. Muéstrate sexy, sensual. Sorpréndelos. Mímalos. Deséchalos. Ten experiencia, aunque no mucha, a ver qué van a pensar… Sé inocente. Dulce. Y provoca. Eso les gusta. Acorta la falda, aumenta el escote. ¡Cuidado! No enseñes tanto, no digas tanto, no des tanto, no esperes tanto. Así nunca te querrán para nada serio. ¿Qué pretendes? ¡Te lo estás buscando! No juegues con fuego. Arde. ¿Mucho sexo? Puta. ¿Tan poco? Menuda mojigata. Sé divertida. Desinhibida. Modosita también. No bebas demasiado. Pierde el control. Pero no se lo hagas perder. O será tu culpa lo que pase.

Un nudo en la garganta me impide seguir probando bocado. Aparto la ensalada y espero a que el camarero, que no me ha quitado ojo de encima en todo este rato, se acerque de nuevo. Sin embargo, no lo hace, a pesar de sostenerme la mirada. Le indico con un gesto que me traiga la cuenta, por favor. Asiente satisfecho, no sé por qué. Y eso me molesta.

Me invaden unas terribles ganas de llorar. Sí, hoy estoy sensible. Y cansada. De parecer demasiado, o muy poco. De no saber qué ser, ni quién. Agotada de cada prejuicio que se va inmiscuyendo entre las rendijas de nuestro ser, sibilino. Del estereotipo, de la pretensión, de lo esperado, de lo políticamente correcto, de la justificación. ¿Por qué?

Pago la cuenta y salgo del restaurante sin demora. Me estoy ahogando. El aire frío me azota en la cara y lo agradezco aliviada. Cierro los ojos y respiro hondo algo parecido a la libertad.

Libertad… Claro, ¡eso es!

Entonces sonrío. Y levanto la cabeza y piso fuerte mi camino. Yo no soy una mujer sola en un restaurante tratando de encajar en los interrogantes de alguien más. No soy lo que ven ni lo que imaginan. No soy nada de lo que piensan. Yo soy muchas mujeres a la vez, cada una diferente, en constante evolución. Como tú. Como todas. Como siempre deberíamos ser: libres de etiquetas, moldes y corsés.

Sí. El próximo día me pediré la mejor pizza, postre incluido y café.

Los viejos

Fue un hombre joven. En algún tiempo que quizá él ya ni recuerda, lo fue. Ahora sorbe medio ausente y con dificultades una taza de café mientras sus hijos comparten trivialidades ajenos a su presencia.

Lo observo con ternura, aunque se me inundan los ojos de lágrimas al pensar en lo que conlleva la vejez. Esa vejez torpe y temblorosa que se convierte en invisible para el resto y solitaria para quien la vive. La vejez que se deja a un lado de la mesa y de la conversación. Como si no existiera más allá de ese tintineo tembloroso que de vez en cuando él hace sonar con la cucharilla. A mí me parece que es una forma de reclamo, en cambio los hijos no se percatan.

Me cuesta calcularle la edad, pero más de 80 lo curvan seguro. Esa década que, una vez alcanzada, se transforma en una prórroga donde salir victorioso es la excepción a la norma. Unos años en los que parece que ya está todo hecho y no queda más que esperar… Como quien asume una gran verdad sin cuestionarla. Sin embargo, yo me pregunto si, llegados a ese punto, los viejos se sienten realmente así en su fuero interno o es la sociedad la que los empuja a verse de tal manera: inútiles, inservibles, como un estorbo con fecha de caducidad.

Es verdad que las capacidades, todas, van menguando con más o menos prisa. Que se pierden reflejos, movilidad, rapidez, agilidad en general. Eso en el mejor de los casos. Hay quienes pierden hasta la memoria y con ella a sí mismos. ¿No deberíamos, entonces, seguir estando ahí para tratar de recordarles quiénes son? ¿Quiénes fueron? Cuando el ser se reduce a un solo sentir.

—¡Mira la que has liado! —le recrimina uno de los hijos al tener que limpiar con una servilleta los restos del café derramado sobre la mesa.

Me imagino cuántas veces él le dijo lo mismo siendo niño y arregló cada uno de sus desastres con paciencia infinita… Adivino un punto de tristeza en su mirada cuando la recorre con lentitud por el local tratando de evitar la de su propia familia. La de cualquiera que solamente vea en él a un viejo al que ahora toca regañar.

—Venga, papá, vámonos, que a al final a tu paso también llegaremos tarde y no puedo perder toda la mañana contigo —apremia el segundo hijo, y a mí se me retuerce esa última palabra en el alma.

Le cuesta ponerse en pie, pero noto el esfuerzo que hace agarrado a la silla para sostenerse sin ayuda. Como si la dignidad que le han arrebatado estuviera ahí mismo, en su capacidad para levantarse. Uno de los hijos se ha acercado a la barra para pagar, tiene prisa. El otro le sacude a su padre las migas del cruasán que como arañitas se le han quedado enredadas en la lana del jersey. Él balbucea molesto algunas palabras que no alcanzo a entender. Su hijo le ayuda a ponerse el abrigo y respiro la desesperación que emana cuando tropieza con los dedos trémulos de su padre que batalla con la cremallera.

—¿Ya o qué? Va, hombre, va…

Me da un poco de rabia escucharlo resoplar así y encaminarse hacia la puerta dejando a su padre atrás. ¿Haría yo lo mismo? Un nudo en la garganta me aprieta, pero la conciencia me susurra tranquila. El primero aguarda fumando en la puerta. Los cigarrillos tampoco pueden esperar.

Lo veo alejarse con pasos cortos y el cuerpo echado hacia adelante, cansado. Todo lo que abulta es por la ropa, no obstante, sé que en otro tiempo donde hoy bailan pellejos se apretaron impetuosos los músculos. La juventud. La vida. Esa vida que a los viejos ya no les permitimos tener.

Y, lentamente, se va.

Adiós, 2022

Le digo adiós a un año que empezó de la peor manera posible: arrebatándome a mi padre en la que para mí había sido siempre la noche más mágica de todas. La noche de Reyes. Aquel día todavía llegaban a mi móvil mensajes cargados de buenos deseos y esperanza. La resaca típica de estas fiestas, rebosante de amor y fraternidad, a mí me quebró en dos. Supe en ese instante que, por mucho que lo intentara, no podría tener un año feliz. Apenas había echado a andar y ya quise que se terminara. Que todo se apagara. Incluida yo.

No ha sido fácil. No lo es. 2022 ha sido muy duro, triste y doloroso. Me ha obligado a verme a mí misma de una forma distinta, hasta ahora desconocida. Me ha enfrentado sin compasión a una pérdida para la que no estaba preparada y para las consecuencias que vinieron después: la falta de energía, de ilusión, de ganas. La pérdida de mi propia identidad, aferrada a una mitad que ya no seguirá sumando, pero que me lo dio todo. Esa parte de mí que era mi padre. Mi raíz, que siempre será.

2022 ha sido cruel en el silencio y la ausencia. Me ha colmado de lágrimas muchas madrugadas y también a plena luz del sol, buscando un horizonte borroso en cualquier playa. Me ha sacudido todos los recuerdos, incluso aquellos que de tan dormidos pareciera que nunca existieron. Cada instante vivido ha resurgido de una forma extraña, a veces grandioso, otras salvajemente despiadado. He tenido que ir acomodando cada emoción según nacía, para no morir asfixiada por todas ellas. Ese ha sido un valioso aprendizaje, sin duda.

Porque sí, este 2022 de oscuridad y desaliento me ha dejado unas cuantas lecciones en la retaguardia. Que estamos de paso, por ejemplo. Y que cada momento cuenta, por insignificante que parezca. Cada risa, cada detalle, cada palabra, cada gesto, cada caricia. Al final, solo queda lo bueno y es el amor lo que de verdad perdura. El amor cotidiano, ese que se escurre entre las pequeñas cosas. El amor que no se ve de tan ligero, pero que va fortaleciendo suavemente el alma como una inversión a futuro. Porque cuando el corazón se rompe, el amor que nos queda y el recuerdo del que fue, lo hilvana otra vez.

He aprendido lo que es la resiliencia sin alardes ni charlatanería de gurús motivacionales. Cuando no tienes fuerzas para levantarte una mañana, cuando quisieras acurrucarte bajo tu edredón durante horas, cuando sientes que tu mente ya no rinde, que tu capacidad está al límite y que te has convertido en una bomba a punto de estallar en cualquier momento… Te dejas llevar y sucumbes, con rabia o con llanto. Entonces te liberas un poco y das otro paso más. Y así, despacio, como puedes, vas encajando tu vida a las nuevas circunstancias, tambaleándote por ponerte en pie.

Este año también me ha enseñado a vivir. Aunque sea con el alma rota en mil pedazos, con lágrimas velando los ojos o con muecas tristes simulando sonrisas. Me ha regalado momentos felices, quizá los más felices ahora que sé lo que esconde la otra cara de la moneda. Ese dolor tan profundo que se filtra por cada poro, para siempre. Por eso puedo decir que lo que he disfrutado en estos meses lo he hecho con toda la intensidad posible. Viajes, detalles, abrazos, visitas, momentos, personas… Y familia, siempre la familia. Mi red de supervivencia, mi ejemplo a seguir.

Hoy, a unas horas de finalizar mi peor año, agradezco a todos los que han transitado, y lo siguen haciendo, este arduo camino conmigo. Sé que no ha sido fácil subirse a mi montaña rusa, pero este proceso me está mostrando la importancia de ser y a valorar a quienes están. Lo reconfortante de un mensaje inesperado preguntando qué tal, de una llamada lejana que se siente aquí al lado, de un mail extenso cargado de emociones, de un par de palabras apretadas, de una noche de besos y cervezas, de un café improvisado. Gracias a quienes aun sin formar parte activa de lo cotidiano, me han demostrado todo su cariño. También a los que han llegado a mi vida en un momento tan complicado como este, en el que a veces siento que no soy yo misma, y apuestan por quedarse ofreciéndome una mano amiga. A quienes estuvieron y siguen estando, pacientes e incondicionales. Y a los que pensé que me agarrarían fuerte y, sin embargo, me han soltado, gracias por aligerar mi equipaje de afectos que no eran reales.

Sé que un mal año no termina cuando le arrancamos la última hoja al calendario y soy consciente de que este 2023 que asoma no será piadoso conmigo en sus inicios. Pero mientras los latidos nos lo permitan, caray, vamos a vivirlo.

¡FELIZ AÑO NUEVO!

Tijeretazo

—¿Estás segura?

—Sí, hazlo.

Le sonrío con una mirada de aprobación frente al espejo. Me devuelve un gesto de asentimiento. Allá vamos.

La tijera se cuela entre mis cabellos, tímida primero, intrépida después. Los mechones comienzan a caer al suelo en un baile suave que me reconforta. Algunos me rozan los brazos con su cosquilleo, como queriendo acariciarme en última instancia, retenerse en mí seductores. Los aparto con cuidado, los dejo ir. Me observo la cabeza en su proceso, a medias entre el pasado y el futuro, sintiéndome como una niña aimara en su fiesta de la Rutucha, donde se les corta el cabello por primera vez simbolizando así su presentación en sociedad.

El ritual del corte del cabello no es exclusivo de las culturas indígenas de muchas regiones del mundo que lo toman como un acontecimiento sagrado desde hace milenios. El símbolo ha llegado hasta nuestros días modernos y occidentales como la materialización de un cambio, la necesidad de romper con la dinámica establecida y de dar paso a nuevas oportunidades, a lo que esté por llegar. Quizá por eso hoy pido una revolución entre tijeretazo y tijeretazo mientras divago.

Con mi melena dejo ir también las malas vibras, los sinsabores, las lágrimas, las cadenas que me atan no sé muy bien a qué ni a quién. Ya no más. Desecho los momentos amargos que no merecen la pena, todo aquello que no construye ni aporta. Rompo con quien ya ha roto conmigo con su actitud, agotada de remendar los lazos de los desplantes, del egoísmo, de la indiferencia y el desinterés. Cansada de sacrificar mis sueños, mis planes, mis deseos, y de tener que guardarlos en un cajón hasta que alguien más se decida a abrirlo cuando le convenga. Muy harta de anteponer a quien no me antepone y de verme relegada a esos rincones oscuros y callados que no merezco. Sé que una visita a la peluquería no solucionará mágicamente mis problemas, ni mis miedos ni mis dudas, pero ¿no puede ser esta una manera de representar el desencadenante de lo que durante meses se ha ido gestando en mí en silencio? Como la última gota que, aunque sea ligera y para otros carezca de importancia, es capaz de colmar un vaso al límite del aguante y el desbordamiento.

El pelo revuelto por el secador, mucho más corto ahora yendo de un lado para otro, me alivia. Me siento más guapa, segura y fortalecida, al contrario de lo que le ocurría a Sansón con sus siete trenzas. Salgo a la calle y me fundo con el sol, con los colores y el gentío. Todo me parece más brillante, más vivo. Incluso yo misma me percibo con una nueva luz. El aire fresco me sopla en la nuca, recordándome que la llevo al descubierto, desnuda. Me gusta la sensación de libertad que me recorre por la columna, bajando por todo mi cuerpo hasta mis pies, que caminan sin rumbo fijo pero decididos a cerrar un ciclo tristemente desgastado, mientras mi alma se abre valiente a todo lo nuevo que está por suceder.

Una mujer que se corta el cabello está a punto de cambiar su vida —Coco Chanel.

El abuelo Lucas

Lucas era un cabrón. Pero un cabrón de los buenos, eso sí. Al menos es lo que decía su mujer, que lo amaba por encima de todas las cosas y de todas las ausencias.

Se dedicaba al comercio de mercancías, sin especificar de qué tipo. Podían ser frutas y verduras, carnes o pescados, conservas. También productos para la industria, como a él le gustaba llamarlos aunque fueran simples clavos y tornillos. Un poco de todo, incluso lo que se salía de los documentos oficiales. Él no tenía problemas con la ley, aseguraba. Siempre fue un conquistador a todos los niveles y un inconsciente con suerte.

Conoció a su esposa en uno de esos bailes que se celebraban en la época del cine mudo y el blanco y negro, cuando eran jóvenes y tenían toda una vida por delante. Al verla, tan coqueta y bronceada, tan distinta a las demás, supo que iba a ser suya.

—¿Baila usted, señorita?

Ella no pudo resistirse al uniforme de la Marina que lo engalanaba ni a los hoyuelos de sus mejillas, así que al poco ya estaban saliendo por la puerta del Sagrado Corazón con una alianza reluciente en el dedo anular y un aura de amor ingenuo en el rostro. Porque sí, Lucas era un cabrón, pero fiel devoto y señor.

Su servicio en la Marina terminó y en un intento por contentar a su mujer, a sus padres, a los vecinos y a cualquiera menos a sí mismo, aceptó abrir un colmado no lejos de su casa. Los hijos no tardaron en llegar para alegría de todos, aunque lo cierto es que conforme ellos llegaban, más atrincherado se sentía él entre el mostrador y la despensa. Fue entonces cuando se las ingenió para que un proveedor le permitiera pasarse al mundo del transporte marítimo.

Al principio la idea no le sentó del todo bien a su esposa, que debía encargarse ahora de la tienda, la casa y los niños. Luego comprendió que era la oportunidad de ganar más dinero y, como todo lo que Lucas proponía con esa sonrisa arrebatadora, lo acató. No supo entonces que aquello significaría un salvoconducto de libertad para él y una condena de incertidumbre para ella.

La primera vez que el barco regresó sin Lucas se temió lo peor. Habló con los compañeros, con el capitán, hasta con el naviero. Nada. Para ellos solo era una mujer más preguntando por un marido cabrón que vete tú a saber. No, su Lucas sería muchas cosas, pero no la iba a abandonar así, algo le tenía que haber ocurrido. Le lloró todas las noches al vacío de la almohada, enjugándose siempre las lágrimas antes del amanecer. A los niños, cuando preguntaban, les tejía historias de aventuras exóticas y correrías de héroes que bien sabía no eran ciertas, pero que los conformaban en la espera. Quizá también a ella.

—Morena, ¿qué hay hoy para comer?

Le dio un vuelco el corazón y se le cayó la olla al suelo. El gazpachuelo recién hecho se desparramó por la cocina provocando un estropicio. No le importó. Se refugió en sus brazos, en su olor, en sus besos. Se amaban, esa es la verdad. Los días siguientes fueron un bálsamo de felicidad, la mayor que recordaban. Hasta que Lucas volvió a partir y el tiempo se tornó denso.

De esta manera fueron alternando las idas repentinas y los regresos sin anunciar, las emociones exaltadas, las ganas locas de tenerse. Ella trataba de domar su intranquilidad evitando esos pensamientos mezquinos que solo desatan temores, celos, inseguridad y dolor. Él nunca contaba nada de sus largos viajes ni de todos los puertos que visitaba sin género para comerciar, y ella pronto se dio cuenta de que era mejor así. Algo en su fuero interno le gritaba que, en cualquier momento, al volver a casa del mercado, de la tienda o del colegio, inevitablemente él ya no estaría. No es que se acostumbrara a las ausencias, eso no, pero con los años aprendió a convivir con ellas. A veces se conformaba pensando que ese era el secreto de su amor: echarse de menos. Será que la memoria es traicionera y la nostalgia vuelve más verdes los campos.

Los hijos crecieron a la sombra de un padre díscolo que iba y venía, pero nunca le mostraron rencor por ello, eran otros tiempos. Lucas se definía como un buen tipo de espíritu libre. Sin embargo, ¿no era eso una forma de egoísmo por su parte? Su esposa lo resumía bien en una sola palabra cuando lo increpaba molesta, harta de silencios y misterios. Aunque en realidad sabía que un cabrón no podía acariciar con aquella ternura el cabello de sus hijos cuando estaban dormidos, ni se emocionaría con los boleros de Antonio Machín cuando se quedaba a solas escuchando la radio hasta altas horas de la madrugada.

Una tarde llegó malo. Un dolor profundo le azotaba el pecho al respirar. Sentía que le faltaba el aire. Los médicos le recomendaron reposo y buenos alimentos, pero no mejoró. A las pocas semanas empezó a toser sangre y supo que sus días se agotaban. Reunió a su familia para despedirse, por primera vez en su vida.

—No, cariño mío, no digas eso, te vas a poner bien, ya lo verás.

—Ay, mi morena…

Lucas sonrió con cansancio mientras su esposa le apretaba las manos conteniendo un sollozo y sus hijos observaban casi como espectadores el final de un padre del que en realidad conocían poco.

—Shhh, no digas nada, descansa… Cuándo te has despedido tú, ¿eh? —le reprochaba ella con ternura—. Tú nunca lo haces, no lo hagas ahora, por favor.

—Porque entonces sabía que siempre volvería a ti. A vosotros…

El sonido de la bocina de un barco a punto de abandonar el puerto se coló por las ventanas abiertas de la habitación justo cuando Lucas, aquel cabrón que vivió como quiso, exhaló su último aliento y zarpó con él.

Una mujer desconocida

—Si tú no crees que es prioritario estar al lado de tu padre en el hospital en estos momentos entonces no sé qué clase de hijo he criado.

La mujer cortó la comunicación con rabia y guardó el móvil en el bolso, que apretó contra su pecho. Vi su rostro reflejado en la ventana del autobús, envuelto en un halo de nostalgia por la luz del ocaso. Cerró los ojos y respiró profundamente, dejándose caer en el asiento como si quisiera desaparecer. La rabia era ahora pesadumbre. Qué pena tan intensa emanaba de toda ella que no pude dejar de observarla.

Una melodía comenzó a sonar repetitiva desde las tripas del bolso al que se aferraba. Se revolvió incómoda, mirando nerviosa a su alrededor. No contestó. Algunos le devolvieron una mueca molesta por no haber tenido la decencia de silenciar el móvil en el transporte público. Pero decencia era lo que le faltaba a su hijo y no el sonido de su teléfono, pensaba yo.

Por sus manos calculé que tendría poco más de setenta años. El cabello castaño arreglado en una melena corta le daba un aspecto juvenil. Sin embargo, una corona de raíces canosas adornaba su frente como cuando no tienes ni tiempo de renovar el tinte en su fecha. Vestía un abrigo color café que no se había quitado durante el trayecto, quizá porque el aire que se colaba por las ventanas abiertas era realmente frío, o porque el frío lo sentía ella en su alma. Los ojos claros resaltaban luminosos sobre el horizonte que le enmarcaba la mascarilla ajustada por encima de la nariz. No podía ver el rictus dibujado en sus labios, aunque lo imaginaba. El brillo de sus pupilas no delataba felicidad sino lágrimas estancadas.

El trasiego de gente en cada una de las paradas no parecía perturbarla. Lo cierto es que a mí tampoco. Era como si el tiempo se hubiera detenido y el mundo vaciado, dejando a aquella mujer sola frente a su abismo de dolor y a mí frente a ella. Rebuscó en las profundidades de su bolso. Sabía bien quién la había llamado, yo también podía adivinarlo. Sus dedos temblorosos reseguían el nombre de su hijo en la pantalla. ¿Volverlo a intentar? ¿Cómo es posible que no salga de él? Por Dios, ¡es su padre! ¿Qué puede haber ahora más importante? Pueden ser sus últimos días, sus únicas horas… Hice míos sus pensamientos, pude palparlos a través de sus gestos, de sus ojos cansados. Quise decirle que tenía razón y que su hijo era un egoísta, pero en realidad no puedes decirle eso a una madre, aunque ella también sepa que es la verdad.

La melodía rompió de nuevo el silencio que, extraño, se había impuesto a los murmullos ajenos. La mujer dio un respingo y me miró durante unos segundos como quien busca aprobación y coraje a partes iguales. Asentí con mi sonrisa velada bajo la tela en un intento por infundirle lo que fuera que necesitara, y contuve las ganas de agarrarle las manos.

—Dime, hijo… No, no me han dicho nada más, que tenemos que esperar… Mal… Voy ahora para allá… ¿Cuándo?… Ah, entonces ahí te veo… Vale, hijo. 

Brotaron sus lágrimas como torrentes cargados de miedo, incertidumbre y tristeza. Cierto alivio también. Pensé en su hijo, incapaz de ver el desgarro de una pérdida inminente reflejado en su madre, deshilada por los recuerdos de lo que ya nunca sería. Puede que uno no vea lo que no quiere ver. El autobús se detuvo y abrió sus puertas dando paso a un aire gélido que revitalizó mis sentidos. Me despedí deseándole una pronta recuperación al amor de una mujer desconocida que en realidad encarnaba a todos aquellos que se apagaron en esos días de caos y terror. No sé si me escuchó, pero me pareció ver un destello de esperanza en sus ojos antes de decir adiós.

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