El amor nunca se acaba

Se me rompió el corazón. Lo supe en el mismo instante en que sucedió.

Había sido una mañana más dentro de la normalidad de aquellos últimos días tan poco normales. Trabajé, como hoy, media jornada. A primera hora de la tarde salí a recoger los roscones de Reyes y a comprar un décimo de lotería rozando el larguero, a ver si el sorteo del Niño nos traía suerte. Encuaderné mi recopilación anual de textos para regalártela como de costumbre cada 6 de enero. Envolví los regalos pendientes y me puse a redactar una carta de esperanza a mi rey mago favorito, que no era otro más que tú.

Pero la carta nunca vio la luz.

De repente, un frío intenso me recorrió entera y algo en mi interior me susurró que esas palabras de esperanza ya no tenían razón de ser. Qué extraño, pensé, nunca me había sentido así al escribir. Apagué el portátil y empecé a deambular por la casa. De pronto no me apetecía estar sola. Temblaba y solo quería refugiarme en un abrazo. Tuve miedo de mi instinto, o de lo que fuera aquello que sentí, porque sabía que eras tú.

La luna crecía tímida y anaranjada en el cielo del atardecer. Es curioso, ni siquiera sé por qué la miré, y no se me olvida. De la calle me llegaba el griterío de los niños que correteaban ilusionados rumbo a la cabalgata del barrio, como había hecho yo toda la vida, a pesar de los años cumplidos. Los observé tras los ventanales. Noche de Reyes, papa, qué noche tan mágica. Pero los nervios me impidieron sonreír, y seguí aguardando como leona enjaulada.

Los malos presagios nunca me mienten y la noticia no tardó en llegar. Aún resuena como un eco aquella frase partiéndome en dos, mientras me agarraba con temor y desconcierto a la encimera para no caer. Entonces sentí el crujido seco del alma. Todo lo que había sido seguro, mi vida tal y como la conocía, se desvanecía ahora a mis pies.

Tras el shock inicial que me mantuvo entera para poder soportar el ritual de la despedida y compartir con quienes también te quisieron el homenaje al gran hombre que fuiste, llegó la brutal soledad con el derrumbe de absolutamente todo. Me sentí frágil como un castillo de naipes… y tan distinta. Se abría ante mí un abismo incierto, un nuevo camino en el que tú ya no me acompañarías. No al menos de la manera en la que siempre habías estado. A mi lado.

Comenzaba mi duelo por ti.

El dolor me caló literal hasta los huesos. Lo pude palpar. Lo sentí físicamente en la opresión del pecho, en las cervicales agarrotadas, en la mandíbula apretada, en esa fatiga inexplicable, en las noches de insomnio y en las marcas de la piel. Los suspiros aparecieron como si mis pulmones necesitaran una válvula de escape. Por algo dicen que nacen del aire que nos sobra por la persona que nos falta. Las lágrimas se abrieron paso a través de un sendero tortuoso que no tuve más remedio que comenzar a andar, aun sin saber cómo.

Y ya ha pasado un año. Me parece mentira.

Al principio, la incredulidad me mantuvo resistente a aceptar que te había perdido. Como si de alguna manera esperara despertar de una pesadilla que no cesaba, aferrada a la rabia del porqué. Sin embargo, el pluscuamperfecto no ayuda y poco a poco ese enojo fue dando paso a una tristeza abrumadora. He sentido el silencio de tu voz en las paredes, el vacío de un hogar que a mí me pareció que ya no lo era sin ti. La ausencia me ha apuñalado sin piedad en las reuniones familiares, pero es sobre todo la rutina la que más atormenta.

Estaba tan acostumbrada a nuestro día a día…

Que he descubierto que es justo eso, el recuerdo agradecido de cada momento que me regalaste, lo que me ayuda a salvarme de la pena y el dolor que todavía siento. Porque es mentira que un año baste para sanar un duelo. Pero es verdad que el tiempo ayudará a serenar poco a poco el sufrimiento si nos permitimos sentir, llorar y avanzar. Me atrinchero a menudo en el laberinto de la memoria porque me gusta revivir con alegría tus carcajadas, tus bailes, los chistes, las ideas de bombero, cada anécdota, ese magnífico humor negro… ¡Hay tanto que contar, papa! Que solo puedo dar las gracias por haber sido tú, y no otro, mi padre.

Gracias por los vídeos que grabaste en mi infancia y que ahora son mi mayor tesoro. Por hacer que me desternillara de risa con cada cuento inventado antes de dormir. Por llevarme a hombros, en brazos y de la mano. Por las fiestas de cumpleaños y Las Mañanitas que solo me entonabas a mí. Por transmitirme la ilusión de la incertidumbre ante cada regalo. Por las noches de Reyes que hiciste mágicas y que quisiera poder seguir conservando, a pesar de todo. Por los veranos en la playa de mi vida. Por llevarme por cada rincón de tu Melilla e impregnar el poso de la tierra en mí.

Gracias por dejarme ser en la adolescencia y aceptar que te saliera rebelde y del Real Madrid. Por presumir cada uno de mis logros sin habérmelos impuesto ni exigido. Por hacerme sentir valiosa pero no presuntuosa, sin alardes. Por todas las historias que me repetiste y las que seguro te guardaste. Por tu capacidad de estar en la retaguardia. Por no buscar nunca el conflicto, por permitirme volar a mi aire, aunque quizá a veces te costara. Por hacerme reír hasta las lágrimas y por sacarme de quicio con tu cabezonería. Por confiar en mi talento y animarme a seguir siempre para adelante. «Porque vendrán tiempos mejores», aseguraste en la misma UCI…

Gracias por haberme dado tanto y seguir dándomelo, ahora de una forma distinta. Si alguien sabía disfrutar al máximo y contagiarnos optimismo, ese eras tú. Y, ¿sabes?, creo que en realidad eso es lo importante, lo que queda. Somos los momentos que luego se convierten en memorias. Si además hay amor de por medio, entonces nos volvemos inmortales. Porque el amor, como sentenció ayer uno de tus nietos, es lo único en esta vida que nunca se acaba.

Por eso yo siempre seré tu Tinita, y tú nunca me abandonarás.

Gracias por esta vida juntos, papa. Te quiero por toda la eternidad.

P.D. Sé que te gustaría saber que 2022 se llevó, entre tantos otros, a Paco Gento, a Olivia Newton-John, a Pablo Milanés, a Javier Marías, a Gorbachov, a la Reina de Inglaterra, al Papa emérito y a Pelé. Gente destacada, ya lo ves. Además, Putin invadió Ucrania desencadenando una guerra que perdura; la inflación alcanzó los dos dígitos y mantiene los precios disparados; el calor batió récords en verano y el COVID sigue entre nosotros, aunque ya no le hacemos tanto caso. En lo futbolístico, Argentina ganó el Mundial y por fin Messi pudo levantar el trofeo que le faltaba. Sé que te hubieras alegrado. No tanto con nuestro desempeño, caímos contra Marruecos en octavos. Y tu Barça… pues no ganó nada, pero ese desastre tú ya lo venías anunciando…

Vértigo

Qué vértigo el tiempo que transcurre tan rápido. Ahora entiendo aquello de que no espera a nadie. Cuánta razón. El tiempo no concede prórrogas ni treguas. Ni siquiera ese que a veces pretendemos detener, ni tampoco el que por miedo no vivimos. Ningún tiempo regresa.

Qué vértigo pensar que quizá ese mismo tiempo viene acompañado de un silencio que no pretendo. Qué miedo asomarme al abismo en el que puede que un día empiece a olvidar las pequeñas cosas que lo fueron todo. No quiero concederle al cruel vacío de la memoria un solo detalle.

Qué vértigo que me miren con ojos compasivos cuando te menciono con la tristeza que acarrea tu ausencia y piensen «pobre, es que no lo supera». Que crean que recordarte hasta en el más pequeño detalle es un lastre que me impide avanzar, mientras para mí es una forma mágica de vivirte. De tenerte.

Qué vértigo que se atrevan a juzgar el pesar que debería o no sentir a estas alturas y que lo comparen con otros duelos menos intensos, como si por ello fueran más inteligentes, capaces o adecuados. Yo no sé de tiempos idóneos ni de fórmulas perfectas, solo conozco la profundidad de la herida que supuro desde tu partida.

Qué vértigo cuando interpretan mis lágrimas como la debilidad que no es, incapaces de comprender que las necesito para dejar salir todas las emociones que se acumulan en cada poro de mi piel hasta que no puedo más. No soy frágil por llorar como tampoco sería fuerte por contenerme. Simplemente estoy tratando de sanar mi alma astillada.

Qué vértigo sentir todavía ese instante de irrealidad, cuando me parece que nada de lo vivido en los últimos meses es cierto. Si aún espero en una décima de segundo poder despertar de todo esto y volverte a abrazar. Qué locura, ¿no? Luego la verdad asoma y se ata a mi conciencia, mientras mi corazón acomoda en cada hueco tu recuerdo. Y entonces, todos esos miedos, esos dichosos vértigos, dejan de tener importancia para mí. Porque sé que mientras yo esté viva, tú también lo estás.

Un 21 de octubre

«Para el mejor papá».

Hace un año adelanté la Navidad un par de meses para regalarte, entre otras cosas, el mensaje que rezaba en aquella tableta de turrón Suchard. Una Navidad que luego no lo fue, las burlas del destino.

Hace un año la vida era vida y, como solía decir, cada 21 de octubre era también una fiesta en la que celebraba tenerte a mi lado otro ratito más. Sin embargo, hoy nada tiene que ver con la felicidad que sentía mientras soplabas tus velas, sin saber ninguno de nosotros que aquellas serían las últimas. Una nunca sabe nada. Tampoco se parece a la emoción contenida al verte abrir cada regalo con una parsimonia no apta para impacientes, no sin antes tratar de adivinar qué podía ser. A ti te gustaba tomarte tu tiempo y saborear cada instante. Siempre fuiste enemigo de las prisas.

En otras circunstancias, las únicas que yo conocía, hoy me hubiera despertado con cierta ilusión infantil, como me ocurre ante los cumpleaños de quienes más quiero. Desde varios días atrás ya tendría todo pensado para ti: el regalo en mayúsculas, los detalles divertidos, la decoración necesaria y una nueva tarta para sorprenderte. Habríamos iniciado la cuenta atrás como de costumbre, para darle más emoción y bombo, que es lo que nos gusta. Hubiera contado las horas en la oficina para poder llegar a casa, pasar el resto de la tarde juntos, comer algo especial y brindar por el futuro, aunque el homenaje oficial se reservara para el fin de semana con la familia al completo. «Mejor, así los festejos se alargan más», pensábamos entonces. Que tú eras mucho de reunirte, reír y celebrar.

Sin embargo, hoy no ha sido ese tipo de día. Y cómo cuesta, y cuánto duele estar sin ti, papa.

Cuando salí esta mañana a la calle miré instintivamente al cielo, justo antes de entrar al Metro. Fue un acto reflejo, no porque piense que estás ahí arriba, prefiero creer que estás aquí, a mi lado, en cada paso que doy, incluso mientras escribo estas letras. Pero supongo que mirar al cielo otorga cierta calma. Te permite respirar. Nubes densas lo cubrían casi por completo. Hacía calor y el ambiente lucía plomizo, como si contuviera un agua que no termina de caer. Igual que mi alma.

Las horas han pasado lentas y calladas, como losas, sin ganas. Hoy no ha habido velas ni cumpleaños feliz. Aunque sí muchos recuerdos, con sus lágrimas y alguna sonrisa atravesada. También te hemos llevado flores en una visita al cementerio que me sigue tambaleando y me reconforta a la vez. Qué sensación tan extraña leer tu nombre grabado en la frialdad de un mármol. No me parece real. Cuesta asimilarlo, digerirlo, procesarlo. Me aturden las emociones y los porqués. Quisiera decirte tantas cosas, papa…

Y, en realidad, me sobran todas las palabras, porque lo que más ansío es poder darte un abrazo.

Hoy es 21 de octubre pero no es aquella fiesta que solía ser. Sin embargo, no puedo más que agradecerle no sé si al destino o a la vida, en este y en cada uno de mis días, que tú hayas sido, y seas, mi padre. Hoy comprendo que ese es y siempre fue el verdadero regalo.

Feliz cumpleaños, papa. Te quiero tanto como te extraño.

Abrazo al corazón

No estamos todos los que somos. Ni los que fuimos. Ese es el primer pensamiento que me recorre la espalda al llegar, y me pellizca el estómago vacío. Las caras sonrientes que me reciben, sin embargo, me aligeran un poco el peso de tu ausencia. Me fundo en cada reencuentro con un abrazo que fortalece, formulando preguntas sencillas que encierran respuestas complicadas. No son tiempos fáciles para ninguno de nosotros, por eso estamos aquí. 

Por ti. Por ella.

Cosemos de nuevo los lazos de los afectos en la barra, formando corrillos dispares con sabor a vermú y cervezas. Alguien comenta que parece una boda sin novios. Resuenan las risas. Demasiado coincidir en la tristeza este último año, tantas lágrimas derramadas por el camino. Pero, si del pesar ha nacido este día, vamos a hacerlo bonito.

La mesa del comedor es lo suficientemente larga como para que quepamos todos, que no somos pocos. Los niños alborotan en otra más pequeña cerca de mí. Me gusta escucharlos como al rumor de las olas, con alegría y sin molestias. Al fin y al cabo, ellos son nuestro futuro. Ellos derrochan la vida que nos lleva.

El menú avanza potente, como nuestras conversaciones, planes y chascarrillos. No puedo saber lo que se cuece al otro extremo, en el lado de los hombres, que se han arremolinado juntos. Pero adivino que lo están pasando igual de bien que por el sector femenino, a juzgar por las carcajadas espontáneas que de vez en cuando me llegan. Antes de que sirvan los postres aprovecho para ir al baño. De regreso me detengo un momento en el umbral de la puerta del salón. Los observo a todos amparada por esos metros de distancia y entonces te imagino con nosotros, allí, en una de las sillas convertido en el rey de la fiesta y disfrutando de la mejor manera: esa que tú nos enseñaste.

Los ojos se me humedecen en décimas de segundo, pero sonrío tranquila mientras regreso a mi sitio justo cuando me están sirviendo el coulant.

La tarde discurre entre brindis y proclamas. Entonces me acuerdo también de ella, y no como mi tía, sino como tu hermana y como madre de mis primos, despojados de su último baluarte tres meses atrás. Es curiosa la forma en la que catalogamos a las personas según el vínculo que mantienen con nosotros y olvidamos que esas mismas personas sujetan sus propios vínculos también. Y de esos vínculos estos otros, nacidos de la sangre y los afectos que creamos y heredamos. Y aquí estamos todos, aunque ella no está, ni tú tampoco.

O sí.

Y es que cada vez me convenzo más de tu presencia. Al menos es lo que me dicta el consuelo. No sé de qué manera, si es que hay alguna, y desde luego no como verdaderamente quisiera. Pero siento cómo sigues habitando entre nosotros, cómo fluyes en cada conversación y recuerdo, manteniéndote vivo. Si supieras de qué forma te llevamos siempre presente, papa...

Por eso me invade una extraña felicidad sosegada cuando hablo de ti con quienes te conocieron, con quienes me pueden seguir contando anécdotas, algunas incluso inéditas. Con aquellos que también te quisieron y a los que les regalaste grandes momentos. Porque eso, al fin y al cabo, es lo que somos. Es lo que queda.

Las pérdidas han desencadenado esta reunión y ahora pienso en lo bonito que hubiera sido haberla celebrado antes, cuando estábamos todos los que éramos. Pero la vida es caprichosa y nos hace creer que el tiempo no se agota. Hasta que lo hace. También para este día. Nos despedimos con cierto remoloneo, como quien no quiere que acabe el sabor de un beso, buscando fecha para el próximo encuentro y con una sensación de satisfacción importante.

Porque no hay nada como el calor de una familia que abraza fuerte al corazón.

Despierta, mi bien, despierta…

Salud para los míos. Ni siquiera para mí. Siempre para ellos. Supongo que por eso de saberme joven y creerme indemne. Ese fue mi deseo al soplar las velas en mi último cumpleaños. Aunque no tenía que pensarlo demasiado cuando las llamitas resplandecían temblorosas sobre la tarta y yo cerraba los ojos para parecer concentrada, porque hace años que vengo pidiendo lo mismo. Salud y tiempo de calidad, por encima de todas las cosas.

Aquel fue un día feliz. La familia reunida alrededor de una buena barbacoa al aire libre, apaciguando el sofocante calor entre tintos y cervezas. Nada sorprendente dadas las fechas. Al llegar al postre organizamos una ronda para soplar velas y recuperar así las celebraciones que el COVID, otra vez, no nos había permitido disfrutar. Los niños, encantados con su dosis inesperada de protagonismo, recibieron sus regalos pendientes. Y mi madre y yo los nuestros, el mismo día que compartimos las dos desde que decidí llegar a este mundo justo para felicitarla. La tarde siguió entre chapuzones en la piscina, anécdotas y muchas risas. Todo estaba bien, respirábamos tranquilidad. Aquella noche me acosté con un dígito más y la ilusión desbordándome. Este va a ser un gran año, pensé.

Pero ¿acaso no lo pensaba siempre? La crueldad de las expectativas. 

Las cosas se empezaron a torcer pronto por culpa de algunas promesas rotas y un par de bofetones de realidad que aniquilaron por completo cualquier atisbo de ensoñación que pudiera sostener. Me quedé desnuda y tiritando ante un exceso de futuro que de pronto me carcomía. Sumida en un maremágnum emocional inesperado, junto con la resaca pandémica de los últimos dieciocho meses, de pronto me vi contras las cuerdas de lo que era la ansiedad. Como una funambulista, decidí agarrar mis riendas en la medida de lo posible para tomar algunas decisiones que quería haber tomado tiempo atrás. Vivir sola era un reto en todos los aspectos y claro que daba vértigo. Pero también era uno de los pasos necesarios para acomodar mi propia estabilidad, reconectar conmigo misma y volverme a proyectar. Y sí, eso me ilusionó de nuevo.

Hasta que mi mundo empezó a tambalearse de repente, tras una cena cotidiana. Le siguieron días de incertidumbre salvaje en los que me encomendé a cualquier dios, poder, fuerza sobrenatural o médico que me escuchara. Recé con fervor desconocido en cada iglesia que encontré a mi paso hasta que la esperanza se dejó ver. Me agarré a un hálito de vida sabiendo que se podría, igual que lo hizo él. La remontada fue espectacular, digna del campeón que era. Todo regresaba a su sitio, incluida su tozudez casi infantil y el sonido de su risa. Tejimos planes con la seguridad de cumplirlos y esas infatigables ganas de vivir que lo caracterizaban. Lo malo había pasado. Volvíamos a respirar a las puertas de una Navidad a la que solo le pedíamos paz.

Sin embargo, el destino aguardaba feroz la noche de Reyes, cuando se me desgarró el corazón con el suyo en un instante que jamás olvidaré.

Las cabalgatas teñían de magia las calles mientras yo, aturdida, trataba de procesar la noticia…. ¿Cómo era posible?

No fui capaz de despertar de aquella pesadilla, y parte de mi ser murió también.

No, no ha sido un año fácil desde que lo sumé a mi cuenta particular. Qué va. Ha sido el peor de mi vida y no voy a maquillarlo, por mucho que haya gente que aún se sorprenda. Es cierto que logré el reto que me propuse, aunque no como lo imaginé. También he disfrutado de ratos agradables y sencillos, sin energía para más. Y no me importa. Sé que llegarán días mejores y que conseguiré sacar un importante aprendizaje de todo esto, con el tiempo. Pero aún no es ese tiempo. Todavía estoy tratando de recomponer cada una de las piezas que saltaron por los aires. Paso a paso, por favor. Sigo inmersa en un duelo que me araña el corazón por la ausencia más tremenda que he sentido nunca. Por mi padre que no está.

Porque este veinticuatro de julio, por primera vez en mi vida, él ya no me cantará Las Mañanitas…

Pero yo cerraré los ojos frente a la tarta y con su recuerdo soplaré una vela más.

El día en que tú naciste
nacieron todas la flores,
y en la pila del bautismo
cantaron los ruiseñores…

Estas son Las Mañanitas
que cantaba el rey David,
hoy por ser día de tu santo
te las cantamos aquí…

Despierta, mi bien, despierta
mira que ya amaneció,
ya los pajaritos cantan,
la luna ya se metió…

Al abismo de un latido

Miedo. Aunque no fue lo único que sentí aquella noche, la sensación de miedo es la que más recuerdo, y la que más me atormenta. Miedo y mucho, mucho frío.

Nos miraron con cierta condescendencia y murmuraron un «son ellos» que a ninguno de nosotros se nos escapó. Se acercaron lentamente rompiendo una distancia que a mí se me hizo gélida. Me fijé en sus batas blancas, en lo jóvenes que eran, en sus caras de preocupación y esa típica inseguridad de quien teme anunciar un trago amargo por el que otro tendrá que pasar. Quise despertar en ese momento de aquel terrible mal sueño. Pero no pude.

—¿Son los familiares de…? —Dejaron la frase en el aire ante nuestra necesidad de premura. Claro que éramos nosotros, por increíble que parezca en ese momento en Urgencias no había nadie más.

—¿Están todos? —La pregunta me atravesó la garganta robándome la respiración. Y qué necesitados de oxígeno estábamos esa noche…

Apenas unas horas antes la vida fluía tranquila en su rutina. Había sido un día de lo más normal. Teníamos planes para el día siguiente, y para la próxima semana. Hablamos de temas triviales, comentamos las noticias de las nueve mientras cenamos, reímos por alguna tontería, quizá incluso perdiera un poco la paciencia también. Nada hacía presagiar entonces que un momento después se nos quebraría el corazón.

—Sí, sí, estamos todos… —balbuceamos tras las mascarillas, asintiendo con la cabeza para reforzar la respuesta por si acaso no nos salía la voz. El nudo en el estómago me ahogaba, las rodillas a duras penas me sostenían. Seguía sin poder despertar de aquella pesadilla.

Estado crítico. Ventilación asistida. Sedación. Horas vitales. Gravedad. Haremos todo lo posible. Estén preparados. Oxígeno. Situación muy justa. Riesgo. Hay que esperar…

Palabras que se me clavaban en la sien para volverse luego extrañamente lejanas, como si fuera un rumor entre la niebla amortiguado por mis propios pensamientos queriendo negar la realidad, tratando de entender cómo era posible que estuviéramos allí reunidos a las dos de la madrugada.

Después de cenar lo habíamos oído toser. Una tos tranquila y esporádica, nada que hiciera saltar las alarmas. Sin embargo, preferimos comprobar que todo estaba bien, es lo que tiene preocuparse de alguien a quien quieres. La tos se convirtió en asfixia en cuestión de segundos. Diez minutos después, cuatro médicos trataban de estabilizarlo en su propia cama antes de poder trasladarlo al hospital mientras él, inconsciente, se aferraba a la vida con una fuerza tremenda.

Al caos del principio le siguió una sucesión de horas lentas, eternas y amargas. El frío de los pasillos solitarios me calaba los huesos mientras un sudor extraño me erizaba la piel en cada escalofrío que me recorría el cuerpo, aunque yo creo que más bien eran quejidos del alma. Luché contra todos los pensamientos negativos que se colaban en mi mente, los desterré asustada y rabiosa. No quería pensar en eso, no quería tentar aún más a la suerte ni adelantarme a unos acontecimientos para los que no estaba, ni estoy, preparada. Como si de alguna superstición se tratara, rechacé cualquier pesimismo en una cruenta batalla contra mí misma.

Busqué consuelo en los últimos momentos juntos confiando en todos los que vendrán. Recordé su cumpleaños celebrado solo cinco días antes con toda la familia, y la felicidad que significa verlo sonreír, brindar, contar chistes, desesperarse con el fútbol, disfrutar con una buena mesa, tararear las canciones de siempre, salir a pasear, apuntarse a un bombardeo… Me agarré a la esperanza, que definitivamente es lo último que se pierde, para poder escapar de un laberinto de dolor y ausencia que me mareaba en aquella calma mentirosa. Le rogué a ese Dios que a veces olvido, a la ciencia y al destino, que no me arrebatara esa noche a mi padre.

Y cuando al fin sus latidos se acompasaron de nuevo, sentí que lo hacían también los míos.

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