Indignada.

No sé si solo me pasa a mí o es algo generalizado, pero de un tiempo a esta parte cada vez que veo las noticias me siento profundamente indignada. Me quejo de todo lo que veo y sobre todo, de lo que escucho. ¿Será una moda caprichosa la mía? ¿O será la consecuencia a tanta palabrería? Como fuera, creo que no soy la única.

Lo que me preocupa es que se trate de algo pasajero. Me inquieta que solo cuando nos vemos directamente afectados en algo nos rebelamos contra viento y marea. Es cierto que cada vez hay más movilizaciones ciudadanas masivas, nuevos grupos de afectados por tal o cual cosa, mejor empatía con el sufrimiento ajeno y mayor indomabilidad hacia el poder, el que sea. Es cierto que nos sumamos a causas ya no tan perdidas, que firmamos peticiones de ayuda y hacemos denuncias virtuales. Eso está bien, pero me pregunto por qué lo hacemos. ¿Es altruismo? ¿Solidaridad? ¿Es tiempo libre? ¿O ganas de luchar? ¿Es la necesidad de un cambio? ¿Es conciencia social? ¿O es egoísmo? Egoísmo entendido como un «si no me afecta, no me meto». Y como hoy me afecta, me rebelo, pero cuando yo esté bien, ¿lo dejaré pasar? Ese sentimiento tan humano me indigna.

Igual que me indigna la burocracia, el desempleo, las burbujas económicas, la mala gestión de los jefes, los políticos corruptos, los banqueros sin escrúpulos, los empresarios carroñeros y los yernos ambiciosos. Me indigna encender la televisión, escuchar la radio y leer la prensa. Me indigna una mala noticia, la desilusión y los fracasos. Me indigna la parálisis, el callar y no actuar, el dejarlo estar. Pero también me asquean las revoluciones que pierden el sentido y se convierten en plataforma para grupos radicales y violentos. Los cristales rotos y los contenedores en llamas me indignan.

Me indigna el hambre, la guerra, el terrorismo y la violencia. Me indigna el fanatismo y la intolerancia, la falta de libertad y el exceso de libertinaje. Me indigna presenciar desde mi sofá la matanza de tantos inocentes en nombre de un dios u otro como si estuviera viendo la última de Hollywood, pero también doy gracias por no tener que sufrirlo. Y ese sentimiento de egoísmo tan humano en el fondo me indigna.

Me indigna el narcotráfico, la extorsión y la impunidad. Me indigna el poder del poder, el abuso de la debilidad, la inseguridad en las calles y la falsa estabilidad. La justicia y la injusticia. Me indignan los crímenes pasionales, la violencia de género, las bombas y las desapariciones. La burla del poder ejecutivo, legislativo y judicial. Me indignan las condenas que no se cumplen y la pena de muerte. La benevolencia con el rico y el castigo para el pueblo. Me indignan los tratos de favor, las dobles varas de medir, el dedo que te pone en un lugar y el índice acusador.

Me indigna mi profesión cuando no cumple con las reglas de veracidad, imparcialidad y transparencia que a todos nos enseñaron en la universidad. Me indignan los pseudoperiodistas, los abogados del diablo, los villanos televisivos que emiten juicios de valor sin conciencia ni piedad, aquellos que crean y recrean mentiras para subir audiencia, los que se retroalimentan con sus propias desgracias a golpe de talonario para tener algo que contar. Y ganar. Me indigna el «todo vale» que cada día está más presente en esta sociedad que se desintegra sin prisa pero sin pausa.

También me indigna esperar, contar las horas, ver pasar los días sin nada que desear. La falta de profesionalidad generalizada, la pésima atención al público, la desgana y el hacer por hacer. Me indignan los desamores, los rencores, la desconfianza y la individualidad. Me indigna sobremanera la falta de respeto, la vulgaridad, la gente maleducada, el vecino que nunca saluda. Me indignan los anuncios de colonia, las compras compulsivas, la Navidad adelantada y el Halloween americano. Me indignan las comparaciones, las prisas, la impaciencia y la quietud. La cobardía, los recuerdos que no me dejan dormir, las noches en vela sin ti. Me indigna la distancia, el tiempo y la dependencia emocional. Los celos, las adicciones, los rencores. Me indigna mi móvil en silencio, los mails publicitarios, el photoshop y la letra pequeña.

Entonces freno y me pregunto: ¿es que todo me indigna? Quizá todo puede ser germen de queja y el truco está en saber relativizar las iras domésticas con humor para que no nos salga una úlcera de amargura. Y en cuanto a los grandes lamentos sociales que ahora están tan a flor de piel y nos empujan al movimiento quisiera que fuéramos lo suficientemente atrevidos como para no saltar de la rueda de la protesta en cuanto desaparezcan los números rojos y regresemos a nuestro propio estado del bienestar. Porque seguirá habiendo quejidos y desahucios en aquel barrio de la periferia que nunca pisamos. Seguirá existiendo el terrorismo, el narcotráfico, el machismo degenerado, las lapidaciones, las guerras santas infernales, el hambre, los exiliados, las castas sociales. Porque aunque todo eso no nos quede cerca, simplemente porque hemos nacido en una parte del mundo y no en otra, no hay razón para olvidar que existe una realidad mucho más dura más allá de nuestras fronteras.

Y por olvidarnos siempre de lo que no nos afecta, también me siento indignada.

Birdman, o la desesperada invasión del ego.

Vaya por delante que esto no pretende ser una crítica de la película triunfadora en la gala de los Oscar, porque para empezar no dispongo de los conocimientos suficientes como para erigirme en ese aspecto ni soy lo suficientemente cinéfila como para tener una opinión técnica bien fundamentada al respecto. Pero si me atrevo hoy a hablar de Birdman es porque es una película que me dejó pensando desde que este fin de semana la vi. En otras palabras, me hizo reflexionar.

Reflexionar acerca de la vida, de las cimas y los infiernos, del camino, del éxito efímero o la constancia, de la suerte, del momento adecuado, del lugar correcto. Me hizo pensar acerca de la condición humana y todo lo que ello envuelve. Y pensé en el ego.

El ego que nos salva de tantos batacazos, que nos levanta el ánimo, que nos protege. Y que nos esclaviza. Porque el ego mal gestionado puede ser el peor de tus enemigos. El que te ciega y te agarrota, el que no te deja avanzar. El mismo ego que puede significar seguridad y empuje es todo lo contrario en su exceso. Está bien tener autoestima, saber valorar lo que vales y no olvidar lo que mereces. Es bueno ponerse metas y creérselo. Esa especie de orgullo saludable en su justa medida. Pero qué delgada es la línea que separa lo justo de lo tirano.

Ese ego narcisista, irrespetuoso, déspota. El ego malicioso hijo de la envidia y la inseguridad, del quiero pero no puedo. Esos egos disfrazados de fanfarronería son los más peligrosos. Porque no son egos consecuentes y razonables, sino egos tambaleantes que se nutren de likes y piropos virtuales. De falsedad.

Birdman mantiene una lucha constante con el vacío existencial, con la crisis de la caída, con la necesidad de recuperar la gloria que un día fue. Es la lucha interna del ego en todos sus sentidos. Es la humanidad de la duda, es aferrarse al clavo ardiendo y tirar de ego cuando ya no hay de donde tirar. Es la destrucción y el resurgimiento. Es un constante juego de Ave Fénix mental.

Y si me dejó pensando durante varias horas, más allá de lo mejor o peor ejecutado que esté el film, de si le faltan o le sobran 15 minutos, de si la trama se estanca o es puro movimiento, me quedé pensando que tal y como dijo su director, González Iñárritu, «todos somos Birdman». O por lo menos, todos tenemos algo de él.

Podría.

Podría disimular cuánto te extraño pero nunca fui hábil mintiendo.

Podría admitir que me haces falta alguna noche, y algún día.

Podría dejarme consumir en tu ausencia.

Podría reabrirte mi alma aunque me aterroriza que solo quieras pasearte por ella.

Podría confesarte que moría cuando me negabas y mataba por que me amaras.

Podría implorarte que me enseñaras de nuevo a perder la razón pero no recuerdo si me la devolviste.

Podría suplicarte que me dejaras al fin descubrir tus secretos, porque yo te regalé los míos.

Podría reconocer que te adoré en mis desvelos y mi insomnio respondía en tu nombre.

Podría haberte rogado un minuto más, una caricia nueva, una ilusión certera.

Podría deshacerme en tus brazos sin miedo ni vergüenza.

Podría cruzar los mares para no ahogarme en el mutismo.

Podría seguir disculpándote, protegiéndote y justificándote.

Podría incluso despojarme de mi orgullo si eso te aliviara.

Podría ser tuya sin preguntas ni misterios, sin condición.

Podría entregarte mi vida aunque sin garantías ni fecha de vencimiento.

Podría incluso olvidar que todo eso ya lo hice ¿te acuerdas?

Podría empezar de cero.

Podría, porque ayer pude.

Pero hoy ya no puedo.

El que espera…

Hoy me harté de esperar el ascensor y decidí subir por las escaleras. Tomé una decisión rápida, incluso sana después de todo, producto de la impaciencia. Y eso que impaciente impaciente tampoco soy. Pero hoy me harté de esperar el mismo ascensor de siempre…

Porque nos pasamos la vida esperando. Esperamos los resultados de una entrevista, de una analítica, de un partido. Esperamos que el árbitro pite en el minuto 89 o que añada otros 6. Esperamos el autobús, una llamada telefónica que no se produce, la respuesta a un whatsapp no leído. O sí.

Esperamos un estreno, un concierto, el regreso de aquella serie adictiva. Esperamos ante un semáforo, en la fila del supermercado, en el turno de la panadería. Esperamos en la sala del dentista, esperando que no nos duela. Esperamos viajar mucho más y que no nos pierdan las maletas.

Esperamos un nuevo día solos o en compañía. Esperamos muy buenas noches. Esperamos no llegar tarde a las citas, no queremos hacer esperar. Esperamos los reencuentros y poder recordar. Esperamos nuevos deseos, que nos inunden las emociones, que nos reseteen la vida. Y esperamos que eso, como en el dentista, tampoco nos duela.

Esperamos no ser descubiertos en nuestros pecados, esperamos que se mantengan nuestros secretos. Esperamos confesarnos y recibir confesión. Esperamos ser inolvidables pero también esperamos poder olvidar.

Esperamos un nacimiento, los cumpleaños, las fiestas del calendario. Esperamos que nos toque la lotería, aunque nunca juguemos. Esperamos salir cada fin de semana y seguir aguantando el ritmo, esperamos evitar las resacas. Esperamos tonificar nuestro cuerpo vía espiritual, esperamos levantarnos temprano, comer saludable y adelgazar esos quilos que nunca se van. Esperamos dejar de fumar.

Esperamos cumplir nuestras promesas, firmar un contrato, no faltar a la verdad. Esperamos sentir las riendas reales de nuestra vida, el riesgo, el error, la decisión. Esperamos ser capaces de avanzar a pesar de, y dejar ya de tanto esperar.

Hoy no esperé el ascensor. Hoy todo es movimiento.

Solo espero mañana no volverlo a esperar.

Te amo con cordura.

Dijo Henry Miller que «quien muere por un amor muy grande renace para ya no conocer ni amor ni odio, solo para gozar». Dicen también que el amor, sin locura, no es amor. Pero un tal Nietzsche nos recuerda que en toda locura siempre hay un poco de razón. Y de todo esto no sé quién tenga alguna…

Cuando mueres por un amor muy grande, en realidad no mueres. Porque nadie muere de amor, ¿no? Gritas, lloras, haces drama, renaces, te pierdes en los abismos, caes en picado, te elevas. Pero no mueres. El que muere es el amor, o la ilusión, o el ensueño. Afortunadamente, nosotros resistimos los envites de la tormenta aunque sintamos desfallecer nuestras fuerzas y los motivos para seguir adelante. Pero al final, todo el mundo sale vivo para contarlo.

Entonces, cuando te alejas del ojo del huracán lo ves todo desde otra perspectiva. Y aprendes. Aprendes de tus errores, de tus obsesiones, de tus caprichos. Aprendes a distinguir una cosa de la otra. Aprendes a valorar a las personas un poco más por lo que son y no tanto por lo que te hacen ser. Porque a veces lo que te hacen ser no es nada parecido a tu realidad. A veces, ese amor loco nos ciega de tal manera que perdemos el prisma de lo correcto, de lo incorrecto, de lo tangible. Y aunque en su momento no nos damos cuenta porque simplemente estamos inmersos en esa montaña rusa de insania, un día chocas contra el muro de la verdad. Y descubres que en esa locura, si no hay también algo de cordura, nunca podrá haber nada más.

Y esa cordura es amar al otro a pesar de. Es amarlo conociendo sus miedos e ilusiones. Es alentarlo a mejorar día a día y darle un colchón cuando se caiga. Es dejar que se termine la botella y ya hablaremos mañana. Es procurarle bienestar después de las riñas. Es escuchar lo que tiene que decir, y lo que no. Es mirarlo a los ojos porque no hay un lugar mejor donde mirar. Es el silencio. Es un estallido. Es acariciar su alma y dejar que acaricie la tuya. Es atravesar la coraza más íntima, nuestro búnker secreto. Es arriesgarte a que te hiera. Es tener la certeza de que jamás te va a herir, no al menos de forma deliberada. Es paz, seguridad, aliento. Es defender con uñas y dientes su opinión. Es respeto mutuo, es protección. Y sí, también es pasión, emoción, sexo. Es mucho de todo eso. Pero es sobre todo un vínculo mental. Es amar sin reparos, sin estrategias, sin poses ni jugarretas. Es demostrarlo con detalles insignificantes cargados de significado oculto. Es recordar, reír, avanzar en una misma dirección. Es perderse y reencontrarse en la marea del otro. Es no asustarse de la debilidad, es fortalecerse juntos. Es ayudarse a encontrar el camino de la vida. De su vida. De la tuya. Juntos y por separado. Es desnudarse hasta quedar en carne viva. Es que te vea llorar y te diga lo hermosa que eres aunque el rímel a prueba de agua no sirva de nada. Es que se burle de tus gustos musicales pero no desconecte tu ipod en el coche… a ratos. Es que te muestre su mundo con pasión, y viva el tuyo de igual manera. Es no traicionar nunca su confianza, ni su fe. Es no renunciar a su corazón, ni a su alma, ni a su ser. Es dar siempre un poco más de lo que recibes, porque sabes que mañana recibirás un poco más de lo que das…

Sí, es cierto, todo eso es también locura. Es amar sin medida, objeto ni condición.

Pero por encima de todo, es amar con cordura… Como solo se puede amar a un buen amor.

Ego sum qui sum.

Absurda, tonta, ingenua, soñadora.
Estúpida, inocente, orgullosa, débil.
Creyente, desesperada, ahogada y utilizada.
Loca, fantasiosa, cegada, irresponsable.
Deseosa, imaginativa, insegura, deprimida.
Sola, ausente, ansiosa, celosa.
Angustiada, aprisionada, impaciente, aburrida.
Nerviosa, alterada, encerrada, perdida.
Apática, insolente, rebelde, triste.
Callada, abatida, tocada y hundida.
Plañidera, doliente, caprichosa, desvelada.
Incapaz, derrotada, asustada, temible.

Violenta, arrasada, sentida y olvidada.
Alejada, añorante, esperanzada, vigilante.
Confusa, certera, sigilosa, sincera.
Muda, dócil, vanidosa, inconsciente.
Rabiosa, suave, regia, flexible.
Ardiente, helada, libre y atrapada.
Tímida, olvidada, manejable, poderosa.
Arrogante, cabizbaja, altiva, introvertida.
Irritable, mansa, indomable e insurgente.
Lunática, vulnerable, alocada, errada.
Narcisista, contradictoria, afable, volcánica.
Luchadora, redentora, cándida, calculadora.

Perfectamente imperfecta
Elegantemente astuta.
Temerosamente atrevida.

Encadenada al recuerdo.
Viva de milagro. Muerta de miedo.

Cobarde, sí…

Y tan valiente.

A %d blogueros les gusta esto: