Aquella noche mexicana.

Sonaba de fondo la melodía de un mariachi y algo en mi interior bailaba al compás de la música. Con el vello de punta sentí cómo el corazón se me aceleraba con cada nuevo acorde hasta que brincó con el estallido de aquel grito tan profundo como conmovedor: «¡Viva México!», corearon tres veces. Y yo susurré un tímido «viva».

Fue la primera vez que me emocioné celebrando una patria que no es la mía, y me sentí curiosamente extraña. Extraña de ver la pasión con la que todos a una cantaban con ardor su himno y ondeaban la misma bandera. Extraña de sentirme parte de eso, de ellos, y de aquel momento tan especial como simbólico. Aquella noche bailé al son de la banda y me eché unos cuantos tequilas. Aquella noche fue mi primera noche realmente mexicana.

Me volví niña y recordé esas Mañanitas que mi padre me dedicó siempre cada veinticuatro de julio. Lo escuché entonando versos como «me cansé de rogarle, me cansé de decirle…» y lo imaginé tarareando a su manera los clásicos de Pedro Infante, Jorge Negrete o José Alfredo Jiménez. Aquella noche tan mexicana pensé en mi padre y deseé que estuviera allí conmigo. Pero la distancia es caprichosa y él, que tanto sabe de Guadalajara en un llano y México en una laguna, en realidad nunca ha pisado tierra azteca.

En cambio allí estaba yo, viviendo la experiencia que quería vivir, sintiéndome tan afortunada. Visitando los lugares que un día con 10 años y de forma voluntaria plasmé en un trabajo escolar, disfrutando de las mismas aventuras que en algún libro de historia leí, conociendo una nueva cultura tan distinta y tan semejante a la vez, escuchando los consejos de unos y otros con un tremendo afán por conocer.

Aprendí que el valor está en el agradecimiento y que la fuerza proviene del perdón. Entendí que hay pueblos desgarrados pero unidos y que los países los construyen las personas. Conocí más de cerca lo bueno y lo malo de una tierra tan volcánica como sus habitantes. Disculpé las incomodidades del tráfico, del transporte y de todos los servicios que tan bien acostumbrada me tenían en casa y me aferré a mis ganas por integrarme. Cambié vocablos y adopté cierto acento, fui buena amante gastronómica y ralenticé mi propio ritmo europeo. Llegué incluso a amar la lluvia de cada tarde.

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Fui aprendiendo más con el paso del tiempo y el sabor de cada vivencia, pero aquel 15 de septiembre ebria de sensaciones miré a mi alrededor y supe que una parte de mí siempre había pertenecido a ese lugar, sin tan siquiera saberlo. No era ni de lejos el mejor del mundo y muy probablemente nadie podía entender esa confusa sensación de pertenencia que me enraizaba. Pero nunca me importó, ni me importa todavía, causar controversia con ello. Decidí tatuarme sin tinta la tricolor y grabé para siempre el olor de México en mi piel.

Porque aquella noche yo también fui mexicana, susurré un tímido «viva» y luego, lloré.

¡Me encanta ser tía!

Recuerdo perfectamente el momento en el que supe que iba a ser tía. Recuerdo que fue una tarde de otoño en la que mi hermana y mi cuñado se dejaron caer por mi casa para hacernos una visita más. Mi madre sacó unas bebidas y algo para picar pero no dio tiempo a que diéramos el primer bocado cuando mi hermana anunció su embarazo ecografía en mano. La emoción de aquel momento fue insuperable: mi primer sobrino estaba en camino. O sobrina. Qué más daba, que viniera bien es lo importante, como se suele pedir en estos casos. Mi madre, que un par de semanas antes en otra visita me comentó que pensaba que mi hermana estaba embarazada, «por la mirada, no sé, algo hay que se lo noto», tuvo razón y acertó. Era noviembre y todavía faltaban muchos meses hasta junio, pero desde ese instante yo empecé a querer a aquella personita que crecía en la barriga de mi hermana.

¡Y crecía y crecía a pasos agigantados! Viví el descubrimiento de un embarazo en un cuerpo ajeno, asombrándome con sus antojos, asistiendo a las luchas por el nombre del que ahora ya sí sabíamos que era un niño, sintiendo sus pataditas y emocionándome con cada nueva ecografía tratando de vislumbrar parecidos. Hasta que una mañana espléndida de domingo, antes de las 7, sonó el teléfono. Había llegado el día.

Cuando tuve en brazos por primera vez a ese bebé regordete y sonrosado comprendí qué significa amar a alguien sin condición, porque no hay amor más sincero que el que ofrece y debe recibir un niño. Él fue el primero, el del desconcierto y el entusiasmo de la novedad, con él aprendí a dar biberones y a cambiar pañales, pero tras él llegaron otros siete para graduarme con honores en mis funciones de tía.

Y cada uno de ellos es distinto, y a todos se les quiere por igual. Cuando sólo hay uno te parece que no puedes querer a nadie como a él. Pero luego nace tu sobrina, y es exactamente el mismo sentimiento. Y luego tu hermano anuncia que él también se estrena con una niña y la quieres desde ese instante, y al que le sigue. Y tu hermana, que ya tiene dos, va por el tercero. Y de repente tienes cinco sobrinos preciosos pero tu otro hermano, el que faltaba, te da la sorpresa. Y como en esta familia somos numerosos, tu hermano también quiere tres, y como también somos rápidos, el otro va por el segundo. Y así, en estos diez años desde mi estreno, contabilizo ocho grandes amores en mi vida.

Ocho niños que me enseñan cada día que si quieres algo te tienes que arriesgar y ensuciar las manos. Que las manchas se quitan y las heridas se curan, que lo que importa es la emoción de descubrir cosas nuevas. Que cada reto es una experiencia, que se llora pero también se ríe. Que los dibujos surrealistas son lo máximo y las palabras inventadas deberían colarse en la RAE. Que los primeros pasos son los más difíciles pero cuando tomas carrerilla no hay quien te pare. Que desde los árboles las vistas son mejores y que soñar es lícito. Que las peleas no duran más de cinco minutos y los berrinches no siempre funcionan. Que la persistencia es lo que vale y que una sonrisa lo perdona todo. Que las conversaciones más divertidas suceden en la infancia y que la ilusión va de la mano de la felicidad. Que los abrazos al cuello no se pagan con nada y que el brillo en los ojos no se puede falsificar.

Y me siento tremendamente afortunada por haberme convertido en la tía que se revuelca por el suelo para jugar, que se llena de arena haciendo castillos en la playa o de chocolate cuando meriendan. Afortunada de tener dos sobrinas que me inventan peinados nuevos cada vez que me ven, y de batallar con seis futbolistas y luchadores. Agradecida a la vida que me ha permitido ser hoy la tía que ellos me permiten ser: a veces amiga, a veces hermana, a veces mamá.

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Con todo el amor incondicional que les tengo, mi texto de hoy es para ellos, por orden de llegada a mi vida y sin orden de emplazamiento en mi corazón:

Alex, Mireia, María, Javier, Eric, Alejandro, Pablo y Carlos.

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