Estoy en shock. En tres días he asistido en directo a una pedida de mano («te diría que sí un millón de veces más», ¿por qué sobamos tanto las frases??), a unas cuantas vacaciones idílicas, a un par de bodorrios, a cuatro fiestas de cumpleaños y por lo menos a una ruptura tan inesperada como sonada. Y no, no tengo una vida social tan ajetreada ni poseo el don de la ubicuidad. Ni siquiera he tenido que moverme del sofá. Así de fácil, así de accesible, así de aterrador.
Vivimos tan de cara a la galería que asusta. La pose, la pose, la pose. Repetimos la foto hasta conseguir que el brillante luzca en su máximo esplendor, que nuestros pies se enreden en consonancia con los de nuestra pareja en el momento exacto de una puesta de sol, que la risa parezca natural y no forzada, que el viento ondee nuestro cabello queriendo transmitir espontaneidad ante la cámara. Activamos la ubicación en los viajes y en los mejores restaurantes. Presumimos nuestra diversión en fiestas hasta altas horas de la madrugada y luego lo mucho que alguien nos ama llevándonos desayunos bonitos a la cama. Aunque eso no sea más que una invención incómoda y marrana disfrazada de romanticismo.
Convertimos nuestro día a día en una sucesión de selfies y situaciones prefabricadas con el único objetivo de subirlas a una red social y esperar aprobación. Que aprueben nuestra relación, nuestro viaje, nuestra cena saludable, nuestros logros, nuestro new look, nuestro vestido nuevo, nuestra #happy rutina . Y que con todo ello nos aprueben especialmente a nosotros. Porque somos guapos, divertidos, tiernos, aventureros, gourmets, seductores, risueños… Somos todo eso que figuramos ser pero curiosamente necesitamos que un ejército de likes nos lo confirme.
Jugamos peligrosamente una doble vida excedida de ego con la irresponsabilidad de no saberla manejar. Llenamos nuestros perfiles de auténtica pose y de cada vez menos verdad. Inmortalizamos momentos para que combinen con el hashtag y no para el recuerdo. Le ponemos filtro a todo, incluido y sobre todo al amor. Queremos hacerlo tan bonito que lo convertimos inevitablemente en una mentira. Cambiamos la ingenuidad de las emociones por una imagen perfecta dedicada a los demás. Perdemos la franqueza del sentir por la rigidez del aparentar. Entrelazamos nuestros dedos para la foto y nos besamos estratégicamente mientras encuadramos el beso sujetando un palo selfie. Para que todos lo vean. Para que todos nos vean. Ya no anhelamos el escalofrío de unos labios humedecidos sobre los nuestros en un acto de intimidad; ahora nos da más placer cuantificar la repercusión que con ello conseguimos y, al final, la necesidad de vivir para el objetivo nos impide sentir algo tras él. Es la era del #instalove.
Buscamos ser un reflejo de la modelo, del cantante, del futbolista, de la actriz… Una copia adaptada a nuestras posibilidades de lo que ellos hacen y de esta manera nos recreamos posando en la playa como fulanita o conjuntando nuestro atuendo súper fashion con los colores de una fachada californiana, como hizo menganita. Imitamos patrones que creemos de éxito y ansiamos ser protagonistas de la película que viven los demás (o que creemos que viven) sin darnos cuenta de que ya lo somos de una mucho más importante: la nuestra. ¿Y qué aventura puede haber mejor que ésa? Una aventura con sus luces y sus sombras, con toda una maravillosa gama cromática por descubrir y también por qué no, por presumir sin complejos. Una aventura alejada de la frivolidad, de la pose y del qué dirán. Una aventura como la vida misma: real.
Y sin embargo, preferimos caer en la trampa de lo superfluo exponiéndonos completamente al otro. A veces siento que hemos perdido el control cediéndole a los demás el poder de opinar sobre nuestras vidas como si de telespectadores se tratara. Regalamos tanta información sobre lo que hacemos, dónde o con quién, que al final nos volvemos completamente vulnerables a la crítica convirtiéndonos en #instadependientes de aceptación. Y es realmente triste pensar que tras lo que parece un cuento de hadas hay demasiadas tomas falsas, y que tras esa sonrisa perfecta a veces se esconden muchas lágrimas de soledad y de baja autoestima que no conjugan bien con el postureo.
Que no sirva esto como crítica a algo que todos en mayor o menor medida hacemos sino como reflexión de la sociedad que sin darnos cuenta estamos creando: más preocupados de parecer que de ser, de aparentar que de sentir, viviendo la vida mirándonos en los espejos en vez de hacerlo mirándonos a los ojos. No olvidemos que lo mejor está en todo aquello que es tan intenso que ni siquiera nos da tiempo a fotografiar.