Por un puñado de duros

Siento que me muero, ahora ya sí. Desde hace meses lucho contra esta agonía que me va apagando poco a poco y aunque todos a mi alrededor me dicen que saldré de ésta, que lo he hecho de otras peores, lo cierto es que voy a cumplir ochenta y seis años y no creo que a la vida le dé por regalarme más prórrogas. No, la vida tiene cosas mejores que hacer que prolongarle los días de pesadumbre a una vieja como yo, aunque sí que me gustaría pedirle un poco más de tiempo. Por lo menos hasta el lunes que, bien mirado, no es tanto. Pero lo necesito. Manuel ha dicho que vendrá. Sin embargo, si soy sincera, hasta que no lo tenga aquí delante de mí, como el hijo con agallas que nunca fue, no lo creeré. Hace treinta y siete años que no lo veo, ¿cómo estará? A punto de jubilarse supongo, y apenas era un joven ambicioso cuando su padre lo echó de casa una fría tarde de noviembre. El portazo resonó tan fuerte que aún hoy, si cierro los ojos, soy capaz de sentirlo estremeciéndome la piel. Aquel portazo me lo dio realmente a mí en el corazón. Y hoy tengo miedo, esa es la verdad, de verlo y también de morir sin poder hacerlo. Hay tantas cuestiones pendientes batallando por ser preguntadas, hay tanto rencor anudado en el alma, tanta furia contenida, tantas lágrimas calladas. Son treinta y siete años de ausencia, de espera, de reproches, de pelea. Una guerra que empezó siendo legal y terminó enquistada en la trinchera emocional, ahí donde más pega, donde más duele.

imagesLo cierto es que Manuel fue un egoísta, y mi Antonio tenía razón. No se portó bien. La ambición que al principio nos parecía adecuada para llevar el hotel que durante décadas había pertenecido a la familia resultó ser desmedida, y cuando nosotros le dimos oportunidades y confianza, él nos respondió con engaños y deshonra. Aquella tarde, sí, la del portazo que desmoronó nuestro mundo, habíamos recibido una notificación del notario, o alguien de leyes, no recuerdo bien, en la que se nos informaba de que el hotel había sido vendido a un grupo inmobiliario por una cifra nada despreciable. Creímos que era un error, claro. Ni Antonio ni yo habíamos dado orden, ni habíamos iniciado trámite alguno, ni teníamos constancia de nada. Sin embargo, Manuel no parecía en absoluto asombrado con la noticia, es más, estaba deseando acabar cuanto antes con aquel asunto de las firmas para largarse. Eso hizo, por supuesto, después de una cruda pelea con su padre que terminó por hacernos añicos a todos.

Han pasado treinta y siete años desde entonces y mi Antonio ya no está. No sé si al final de sus días lo perdonó, pero estoy segura de que murió con la pena de haber perdido a un hijo por el tacto vil del dinero. Y ahora que me enfrento yo al mismo recuento de años y daños, no quiero irme de este mundo con esa carga de sufrimiento que durante tanto tiempo me mantuvo férrea en un hálito de esperanza. No, no puedo más, se me agotan las fuerzas. Necesito tenerlo delante de mí, una vida después, para saber si de verdad le compensó lo que nos hizo y para comprender, si es que se puede, por qué mi hijo fue capaz de robarnos hasta los recuerdos de lo que pudo haber sido por un puñado de duros.

Bueno, ha dicho que vendrá el lunes en un arrebato no sé si de decencia o de compasión. Son solo cuatro días… Le pido a Dios que me dé lucidez en esta espera, y el valor suficiente para poderlo perdonar. Si lo consigo estaré por fin lista para irme en paz.

 

Pecado

Lujuria son tus dedos inquietos, húmedos mis labios.

Es el fuego en tus ojos, reflejo intenso de los míos.

Es la sonrisa que incita, el olor que perdura, el deseo que habita.

Pereza es mi piel cuando queda yerma de tus manos.

Es la desidia en tu ausencia, el lento pasar de los días.

La indolencia al no tenerte, el tic-tac de la apatía.

Gula son mis ansias por tu cuerpo, tu hambre por el mío.

Es el sustento que nos mantiene, la pasión que nos embriaga.

La obsesión por tu calor abriéndome las piernas y el alma.

Ira es el tiempo sin ti, batalla entre la ambición y el ego.

Son los minutos que no te tengo, ese juego donde te pierdo.

Es verte partir, luchar contra los sentimientos, no poder dormir.

Envidia es anhelarte siendo ajeno, tú mi estrella fugaz.

Son los celos del viento que acaricia tu pelo y también quien naufragó antes en mi mar.

Es la utopía que me susurra por dentro que somos nosotros al pasar.

Avaricia es el placer que no se acaba, mágica explosión de los sentidos.

Es la codicia de lo eterno en nuestras manos, los miedos que nunca nos decimos.

Es robarnos el aire con una mirada, es tu aliento sobre el mío.

Soberbia es la adrenalina de lo prohibido, tu boca vanidosa jugueteando en mi ombligo.

Es subirnos juntos al carrusel de la vida y jactarnos así del destino.

Es la rendición de nuestros pecados, el amor que nos ha vencido.

 

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