La mujer adúltera (4)

El día que Tina me contó que estaba viéndose con alguien no me extrañó en absoluto. Desde hacía tiempo la notaba diferente en el trabajo, y si le quería sonsacar algo en la complicidad del vestuario del hospital siempre me rehuía. Era raro, porque somos amigas desde hace quince años y siempre nos lo hemos contado todo, así que cuando empezó a evadir mis preguntas supe que algo estaba pasando.

Llegó aquella fatídica noche totalmente demacrada a casa, con una bolsa de deporte al hombro y lágrimas en los ojos. Me asustó verla así y me asustó aún más que los vecinos se asomaran a cotillear y después especularan sin compasión. La invité a pasar y le serví una tila, estaba desencajada. Se acomodó en el sofá y de repente, sin anestesia ni preámbulos, bebiendo el primer sorbo, me lo soltó: «tengo un amante… Y mi marido lo sabe». Me quedé inmóvil sin saber cómo reaccionar, sobre todo ante la segunda confesión, aunque me tranquilizó saber que «solo» era eso y no alguna desgracia irremediable. La dejé hablar sin interrumpirla: ella necesitaba desahogarse y yo estaba dispuesta a escuchar sus razones sin tratar de juzgarla.

Me dijo que había conocido a ese hombre meses atrás en una exposición de pintura a la que acudió sola porque su marido nunca quería acompañarla a ese tipo de eventos. Lo que comenzó como un juego de miradas divertido dio paso a una invitación casual para tomar un café días después, y así, casi sin tiempo para pensar, se vio envuelta en una pasión desbordada. Aquella tarde, como cada jueves, ella cogió el tren de las 16.07 con su bolsa de deporte al hombro, como quien va al gimnasio. En el trayecto se cambió sus manoletinas por unos zapatos de tacón y se retocó el maquillaje en un claro gesto provocativo. Hacía tiempo que no tenía que cubrir el turno de tarde en el hospital porque yo se lo había cambiado, pero ni su marido ni sus hijos lo sabían. Era el momento que aprovechaba para verse con él sin tener que inventar excusas en casa, pues se suponía que estaba trabajando.

7c8ff743780ba9ded956844deeaffb9f

Sumida como estaba en mis propios pensamientos casi no me di cuenta de que el tren ya se había detenido. Bajé apresurada y me dirigí al mismo edificio de siempre: un pequeño estudio que se convertía en refugio y tormento. Taconeé, nerviosa, mientras acomodaba mis cosas en la entrada y me servía una copa de vino. Sentada sobre la encimera repasé mentalmente el encuentro del jueves pasado en aquel mismo lugar… Demasiado salvaje, demasiado intenso, demasiado doloroso.

Cuando sonó el tintineo inconfundible de sus llaves en la cerradura, un pequeño vuelco en mi corazón me recordó que todavía seguía sintiendo esa llama que empieza en los ojos, recorre las manos y se desboca entre las piernas.

Él entró como de costumbre: con paso seguro y sonrisa maldita. El beso suave que me dio en los labios era el preámbulo de cortesía para una pasión que no conocía límites ni decoro. Tras varias frases galantes y su acostumbrado juego de palabras provocativo, nos enredamos el uno en el otro con prisa por sentirnos la piel. De la encimera al sofá, del sofá a la cama, de la cama a la ducha… Que no queden rincones, le susurraba, ni aquí, ni en ti, ni en mí.

Los jueves por la tarde me acostumbré a quebrar la rutina al compás de un tictac que no quería oír. Vivía en una burbuja de carne trémula sabiendo lo frágil que toda burbuja es, y no me importaba. Hasta que cerraba los ojos y pensaba en mis hijos: siempre el mismo pensamiento después del orgasmo. Como si en vez de traicionar a mi marido, los traicionara a ellos, y entonces un escalofrío de culpa me recorría entera…

Me quedé absorta escuchando su relato, la manera en la que hablaba de él y sobre todo cómo lo hacía de ella misma y de todas esas sensaciones que le provocaba vivir esta aventura sin pudor alguno y a corazón abierto. Se le escapaban las sonrisas aun estando ahogada en lágrimas y, aunque confesaba que a veces esa doble vida la martirizaba, se justificaba alegando que la piel es débil, y que el deseo de sentirse amada, seductora, poderosa y entregada, le pesaba mucho más que la razón.

Tras una tarde de locura se despidió de su amante con mucho mejor humor del que había llegado, prometiéndole volverse a ver el jueves siguiente a la misma hora de siempre. Se dirigió a la estación y tomó el tren de regreso a las 21.34, como de costumbre. Durante el trayecto volvió a cambiarse los zapatos y se recogió el pelo suelto en un moño desmadejado. Me comentó que en esos momentos de calma solía mirar su reflejo en la ventana y que lo que veía era a una mujer normal y corriente, cansada, abatida, que ocultaba en el destello de sus ojos una pasión desbordada, una carga desmedida, un deseo incontrolado, cierta culpa, y mucha adrenalina. Varias veces se había prometido dejar de ver a ese hombre que le había insuflado vida en tantos aspectos, pero en el fondo tampoco quería perder aquello que le hacía sentir tan especial, aunque fuera solo durante unas horas y a escondidas del mundo.

Cuando el tren llegó a su destino y bajó del andén lo último que podía esperar era encontrarse a su marido que, con gesto gélido, le advirtió que no volviera a casa, dejándola sola en la estación. ¿Cómo se enteró? Ésa era la única pregunta que parecía importarle a Tina aquella noche que pasamos en vela. ¿Cómo se había dado cuenta? ¿De qué manera supo dónde encontrarla? Tiempo después fue atando cabos y soltando lastre, pues ella no era la única con historias por esconder. Aquella noche quedó grabada en su recuerdo como la de la vergüenza y el desconsuelo, sin saber entonces que sería la que al final le salvaría la vida.

 

A mi manera

No hace mucho leí en algún lugar una frase que me hizo reflexionar: ojalá vivas todos los días de tu vida. Qué obviedad, ¿no? Vivir todos los días de nuestra vida, por supuesto. Pero detrás de una frase tan simple se esconde algo realmente complejo: vivir. Y no solo eso, sino hacerlo todos los días de nuestra vida. Porque a veces sin darnos cuenta lo único que hacemos con nuestro tiempo es pasar. Pasamos de puntillas por una existencia que vemos de lejos, como espectadores ante una gran pantalla de cine en la que se proyectan secuencias con más o menos acierto pero que no nos llegan ni a rozar.

A veces el destino, las circunstancias, el momento, nos convierte en marionetas de una voluntad ajena de la que parece que no podemos escapar. Es cierto que no todo está en nuestras manos y que la vida trae consigo problemas, sorpresas e imprevistos que debemos aprender a gestionar, pero ¿qué hay de todo lo demás? De todo aquello sobre lo que sí podemos decidir y sobre todo lo que podemos actuar. A veces se nos olvida el control que tenemos sobre nuestro propio camino intentando agradar a los demás.

A mí me gusta ser intensa. Me gusta sentir que lo que hago lo estoy viviendo, lo estoy disfrutando, lo estoy acariciando. No quiero ver pasar mi vida por delante de mí, quiero vivirla, morderla, arañarla. Y quiero hacerlo como protagonista, no como actriz secundaria de un guion escrito por alguien más. Quiero rodearme de gente igualmente intensa, que disfrute de la misma manera de una tarde tranquila tomando café que de vagar sin rumbo por una ciudad desconocida. Gente que se atreva a ir siempre un poco más allá y que te anime también a ello. Gente que sea libre para decidir, que esté donde quiere estar, con quien quiere estar, y que luche por ello. Y no estoy hablando de sueños o imposibles, ni tampoco escapo a las obligaciones que la vida de por sí conlleva. Hablo de estar a gusto con uno mismo y con las circunstancias que le rodean, o al menos de buscar el camino para ello, cual sea, para estar sencillamente en paz.

Algo así tiene que ser la felicidad…

b24e46846a9333

Últimamente siento que tengo prisa por vivir, por no dejar para mañana las pasiones, los viajes, las lecturas, los paseos, las palabras, los momentos. Quiero sumergirme en todo, exprimirlo con mis dedos, sentir que no pierdo el tiempo. Quiero aprender cosas nuevas, conocer a personas distintas, empaparme de vivencias y atesorar más recuerdos. No quiero asfixiarme en la rutina ni convertirme prematuramente en una señora mayor cuando queda aún tantísimo por hacer. No quiero repetir los mismos planes de siempre por miedo a lo desconocido. Estoy cansada. No quiero esperar toda la tarde un mensaje que dé el pistoletazo de salida o que corte las alas. No quiero ver caer la lluvia solamente tras los cristales. No quiero que me cuenten las cosas, quiero saber cómo se sienten. No quiero que me gane la pereza, el conformismo, el sopor. Ni que me lo contagien. No quiero que mi vida se convierta en lo que otros quieren que sea, como sea, donde sea. No quiero ceñirme a la moralidad de otros pensamientos si no van conmigo. No quiero marchitarme eternamente en la misma zona de confort, ¡qué aburrimiento! No quiero ser siempre la que esté dispuesta a renunciar a una sonrisa, ni a dar el paso atrás por el qué dirán, ni a dejarlo estar por el temor a intentarlo.

No quiero vivir la vida de nadie más.

Porque cuando el telón baje y las luces de esta bonita función se apaguen dejándome sola frente a mí misma no quiero caer en el desconsuelo del reproche sintiendo que esto no fue como me hubiera gustado ni lo que un día imaginé. Lo que de verdad quiero es poder sentirme satisfecha por el desempeño realizado sabiendo que cuando tomé las riendas lo hice intensamente, con pasión, con errores, con aciertos, con miedos, con dudas, con coraje. Y que en definitiva logré vivir una vida plena y, como cantaba el gran Sinatra, a mi manera.

 

 

Retales

Tumbada en la cama no sabe cómo acomodarse esta noche, hace demasiado calor. Ni una ligera brisa se cuela por las rendijas de las persianas. Nada. Boca arriba, boca abajo, de lado. Dando mil vueltas sin encontrar la postura que le permita conciliar el sueño, alcanzar la paz.

Hace apenas unas horas ese desasosiego era pura pasión y ese sudor, calentura. Una vez más sumida en el torbellino de las emociones, del sexo, de la adrenalina, del egoísmo y del temor. Pero cómo decirle que no a quien la llena de tanto, aunque luego ese torrente de todo se convierta en un amargo y doloroso vacío. Cómo resistir el envite del placer surcando su piel, de las caricias que le erizan el vello y que hacen temblar los rincones más dormidos de su ser. Cómo negarse a querer sentirse irremediablemente esa mujer.

8-Yaces-sobre-la-cama-Mujer sensual-Desnuda-Erótica-Optimizada-Relatos-EspejoUna mujer poderosa que lo mira a los ojos mientras toma el control bajo sus caderas. Ambiciosa, sabiéndose deseada, buscando mucho más. Seductora, sin complejos, jugando al mismo tiempo a ser niña consentida y femme fatale. Dominante y dominada, fuerte y tan frágil a la vez. Entendiendo que los tiempos tienen límite, que en los juegos también se pierde, que el fuego hasta que no mata igualmente hiere. Pero a ella, sumida en el caos del deseo, poco le importa. Prefiere no pensar en los daños, ni en los riesgos, ni en las mentiras ni en el qué dirán.

Porque cuando el brillo en las pupilas da paso a un roce que suavemente se intensifica, cuando las yemas de los dedos aprietan entre las piernas, cuando los labios trazan caminos surcando el cuello, cuando la columna se arquea y los latidos se aceleran por momentos… De ahí ya no se puede escapar. La razón pasa a ser instinto y el amor una mera ilusión. Cae de pleno en las garras de un hombre que la quiere, es cierto, quizá a veces incluso la ama, pero cómo saberlo. En esos momentos sólo se dejan llevar por la furia y el desenfreno, por el exceso de atrevimiento. Juegan, prueban, tientan y se provocan a partes iguales. Ahora tú, ahora yo, relevando las ganas, explotando el deseo.

Qué calor esta noche. Se levanta para abrir de par en par las ventanas buscando alivio, se le está asfixiando hasta el alma. Ahora que el compás de sus cuerpos ha terminado y sólo el olor impregnado en su piel es testigo de esta locura reaparece el vaivén emocional. El insomnio, la tristeza, el abismo y la incerteza. Ese baile de cadenas que la atan y desatan a un imposible increíblemente tan tangible es demasiado cruel cuando tras poseerlo azota de nuevo la soledad. Acariciar con los dedos su espalda a la par que el cielo, creer que lo efímero de sus ratos a solas un día podrá ser eterno… Y caer de bruces otra vez al verlo marchar.

Le quema en las entrañas una pasión maltrecha mientras anhela ser protagonista de la historia que, bien lo sabe, nunca vivirá. Riegan sus mejillas un par de lágrimas cargadas de celos y rabia mientras por fin una bocanada de aire fresco la ayuda a recomponerse, a respirar. La libertad implica un peaje muy caro que quizá ninguno de los dos está dispuesto a pagar y al final lo que comparten son sólo los retales de una vida hecha jirones que a besos, feroces y desconsolados, tratan de remendar.

 

 

 

 

Cúcara mácara

Escribió James Michener que «si rechazas la comida, ignoras las costumbres, temes la religión y evitas a la gente, mejor quédate en casa». No puedo estar más de acuerdo con sus palabras, sobre todo desde que me enamoré de una tierra que sin ser la mía me empuja hacia ella como un imán.

Una tierra de contrastes y colores que me llena de una manera un tanto difícil de explicar. Tanto, que nunca sé cómo hacerlo. ¿Cómo descifrar el sentido de la atracción hacia un lugar? Supongo que se siente o no se siente, sin definiciones de por medio. Vaya, como todo lo importante en esta vida: sin explicación.

A veces me preguntcan-stock-photo_csp11030226o si es algo innato o si Las Mañanitas en mis cumpleaños tuvieron algo que ver. Quizá sea el haber crecido escuchando a mi padre tararear rancheras, entonando El Rey o reinventando la letra de aquel Fallaste corazón. Nunca lo sabré, como tampoco supe a los 10 años que mi país escogido para un trabajo escolar sería con el tiempo mi país escogido para volar.

Lo que es la vida… Hace cuatro años aterricé por primera vez en México para pasar unas vacaciones inolvidables con la ilusión y el temor a lo desconocido, con unas ganas infinitas de descubrir pero también con la inseguridad de la edad y de las emociones a flor de piel. Desde entonces hasta hoy cuento algunas idas y venidas, y una larga estancia (a la vez tan corta) que me enseñó mucho más que cualquier otra experiencia que haya podido tener. Aquella decisión de hacer las maletas a la aventura me abrió las puertas a un aprendizaje personal imposible de igualar. Y me dio la oportunidad de conocer mejor un país surrealista y bello a la par que singular.

«¿Qué es lo que te gusta de México?», me preguntan. Y nunca sé qué decir. Me gusta México porque huele a guisos y a especias, a tierra mojada en verano y a jacarandas en primavera. Porque sabe a cilantro y a mezcal, y a esos chiles que te arden en la garganta y en el alma cuando te vas. Porque suena a mariachi, alboroto y gentío. Porque se engalana como nadie en cada fiesta popular, porque tiene orgullo y arrojo incluso cuando las cosas salen mal. Me gusta México porque sonríe y es amable, porque desprende calidez en sus palabras y porque mira para adelante sin miedo a equivocarse.

Me gusta México en su mezcla de culturas, historia y razas, con sus propias costumbres y con el testamento de las nuestras a veces adaptadas. Me gustan los puntos en común con mis raíces y me encanta aprender de lo que nos diferencia, que a veces no es tanto como parece. De tin Marín de do pingüé, cúcara mácara títere fue, yo no fui, fue teté, pégale, pégale que ella fue. No, no me he vuelto loca, eso recitan los niños mexicanos mientras en este lado le cantamos a Pito Pito gorgorito dónde vas tú tan bonito. Tradiciones diversas con una base en común que me atrae todavía más en mi afán por saber y aprender de ellos, y de nosotros mismos.

Hoy tengo muchas ganas de volver a sentir ese sol que  allí quema más y esa lluvia vespertina que tanto me costó asimilar. Ganas de seguir rompiendo tópicos, de seguir descubriendo nuevos paisajes y de disfrutar de cada nueva aventura que México siempre me brinda. Tengo muchas ganas de envolverme en ese acento y de perderme en esos abrazos que demuestran que el tiempo no pasa. Que no hace dos años que me fui, y que hay lugares, como personas, a los que siempre necesitamos volver.

 

 

 

 

Aquella noche mexicana.

Sonaba de fondo la melodía de un mariachi y algo en mi interior bailaba al compás de la música. Con el vello de punta sentí cómo el corazón se me aceleraba con cada nuevo acorde hasta que brincó con el estallido de aquel grito tan profundo como conmovedor: «¡Viva México!», corearon tres veces. Y yo susurré un tímido «viva».

Fue la primera vez que me emocioné celebrando una patria que no es la mía, y me sentí curiosamente extraña. Extraña de ver la pasión con la que todos a una cantaban con ardor su himno y ondeaban la misma bandera. Extraña de sentirme parte de eso, de ellos, y de aquel momento tan especial como simbólico. Aquella noche bailé al son de la banda y me eché unos cuantos tequilas. Aquella noche fue mi primera noche realmente mexicana.

Me volví niña y recordé esas Mañanitas que mi padre me dedicó siempre cada veinticuatro de julio. Lo escuché entonando versos como «me cansé de rogarle, me cansé de decirle…» y lo imaginé tarareando a su manera los clásicos de Pedro Infante, Jorge Negrete o José Alfredo Jiménez. Aquella noche tan mexicana pensé en mi padre y deseé que estuviera allí conmigo. Pero la distancia es caprichosa y él, que tanto sabe de Guadalajara en un llano y México en una laguna, en realidad nunca ha pisado tierra azteca.

En cambio allí estaba yo, viviendo la experiencia que quería vivir, sintiéndome tan afortunada. Visitando los lugares que un día con 10 años y de forma voluntaria plasmé en un trabajo escolar, disfrutando de las mismas aventuras que en algún libro de historia leí, conociendo una nueva cultura tan distinta y tan semejante a la vez, escuchando los consejos de unos y otros con un tremendo afán por conocer.

Aprendí que el valor está en el agradecimiento y que la fuerza proviene del perdón. Entendí que hay pueblos desgarrados pero unidos y que los países los construyen las personas. Conocí más de cerca lo bueno y lo malo de una tierra tan volcánica como sus habitantes. Disculpé las incomodidades del tráfico, del transporte y de todos los servicios que tan bien acostumbrada me tenían en casa y me aferré a mis ganas por integrarme. Cambié vocablos y adopté cierto acento, fui buena amante gastronómica y ralenticé mi propio ritmo europeo. Llegué incluso a amar la lluvia de cada tarde.

10606020_10152006744912168_7345666325192955452_n

Fui aprendiendo más con el paso del tiempo y el sabor de cada vivencia, pero aquel 15 de septiembre ebria de sensaciones miré a mi alrededor y supe que una parte de mí siempre había pertenecido a ese lugar, sin tan siquiera saberlo. No era ni de lejos el mejor del mundo y muy probablemente nadie podía entender esa confusa sensación de pertenencia que me enraizaba. Pero nunca me importó, ni me importa todavía, causar controversia con ello. Decidí tatuarme sin tinta la tricolor y grabé para siempre el olor de México en mi piel.

Porque aquella noche yo también fui mexicana, susurré un tímido «viva» y luego, lloré.

Déjame.

Déjame. Deja que lo haga. Deja que lo capte y después me lo cuentas. Deja que te tome una foto, o dos, o tres, o miles. Déjame disfrutar de tus montañas y del mar de mi playa. Deja que viaje con la mente cuando ya no pueda viajar. Déjame siempre volar.

Déjame. Deja que lo viva. Deja de hablar por un instante y mírame, piénsame, deséame. Deja que te retenga. Déjame descubrirlo. Descubrirte. Deja que te pregunte. Y déjame en mis silencios.

Déjame. Deja que juguemos. Deja que bailemos, déjame tropezar. Deja que me ría. Déjame en mis lágrimas. Deja que paguemos las dudas con besos. Deja que acordemos nuevas madrugadas. Deja que te borde la piel, déjame bien cosida el alma.

Déjame. Deja que te busque, déjame encontrarte. Deja que me aleje, que me pierda, que me olvide. Y luego déjame recuperarte. Deja que me vuelva loca, y déjame volverte loco. Deja que me queme. Deja que te sienta. Deja que lo haga. Déjame…

Déjame volver…

Nunca dejes de dejarme.

A %d blogueros les gusta esto: