Lucas era un cabrón. Pero un cabrón de los buenos, eso sí. Al menos es lo que decía su mujer, que lo amaba por encima de todas las cosas y de todas las ausencias.
Se dedicaba al comercio de mercancías, sin especificar de qué tipo. Podían ser frutas y verduras, carnes o pescados, conservas. También productos para la industria, como a él le gustaba llamarlos aunque fueran simples clavos y tornillos. Un poco de todo, incluso lo que se salía de los documentos oficiales. Él no tenía problemas con la ley, aseguraba. Siempre fue un conquistador a todos los niveles y un inconsciente con suerte.
Conoció a su esposa en uno de esos bailes que se celebraban en la época del cine mudo y el blanco y negro, cuando eran jóvenes y tenían toda una vida por delante. Al verla, tan coqueta y bronceada, tan distinta a las demás, supo que iba a ser suya.
—¿Baila usted, señorita?
Ella no pudo resistirse al uniforme de la Marina que lo engalanaba ni a los hoyuelos de sus mejillas, así que al poco ya estaban saliendo por la puerta del Sagrado Corazón con una alianza reluciente en el dedo anular y un aura de amor ingenuo en el rostro. Porque sí, Lucas era un cabrón, pero fiel devoto y señor.
Su servicio en la Marina terminó y en un intento por contentar a su mujer, a sus padres, a los vecinos y a cualquiera menos a sí mismo, aceptó abrir un colmado no lejos de su casa. Los hijos no tardaron en llegar para alegría de todos, aunque lo cierto es que conforme ellos llegaban, más atrincherado se sentía él entre el mostrador y la despensa. Fue entonces cuando se las ingenió para que un proveedor le permitiera pasarse al mundo del transporte marítimo.
Al principio la idea no le sentó del todo bien a su esposa, que debía encargarse ahora de la tienda, la casa y los niños. Luego comprendió que era la oportunidad de ganar más dinero y, como todo lo que Lucas proponía con esa sonrisa arrebatadora, lo acató. No supo entonces que aquello significaría un salvoconducto de libertad para él y una condena de incertidumbre para ella.
La primera vez que el barco regresó sin Lucas se temió lo peor. Habló con los compañeros, con el capitán, hasta con el naviero. Nada. Para ellos solo era una mujer más preguntando por un marido cabrón que vete tú a saber. No, su Lucas sería muchas cosas, pero no la iba a abandonar así, algo le tenía que haber ocurrido. Le lloró todas las noches al vacío de la almohada, enjugándose siempre las lágrimas antes del amanecer. A los niños, cuando preguntaban, les tejía historias de aventuras exóticas y correrías de héroes que bien sabía no eran ciertas, pero que los conformaban en la espera. Quizá también a ella.
—Morena, ¿qué hay hoy para comer?
Le dio un vuelco el corazón y se le cayó la olla al suelo. El gazpachuelo recién hecho se desparramó por la cocina provocando un estropicio. No le importó. Se refugió en sus brazos, en su olor, en sus besos. Se amaban, esa es la verdad. Los días siguientes fueron un bálsamo de felicidad, la mayor que recordaban. Hasta que Lucas volvió a partir y el tiempo se tornó denso.
De esta manera fueron alternando las idas repentinas y los regresos sin anunciar, las emociones exaltadas, las ganas locas de tenerse. Ella trataba de domar su intranquilidad evitando esos pensamientos mezquinos que solo desatan temores, celos, inseguridad y dolor. Él nunca contaba nada de sus largos viajes ni de todos los puertos que visitaba sin género para comerciar, y ella pronto se dio cuenta de que era mejor así. Algo en su fuero interno le gritaba que, en cualquier momento, al volver a casa del mercado, de la tienda o del colegio, inevitablemente él ya no estaría. No es que se acostumbrara a las ausencias, eso no, pero con los años aprendió a convivir con ellas. A veces se conformaba pensando que ese era el secreto de su amor: echarse de menos. Será que la memoria es traicionera y la nostalgia vuelve más verdes los campos.
Los hijos crecieron a la sombra de un padre díscolo que iba y venía, pero nunca le mostraron rencor por ello, eran otros tiempos. Lucas se definía como un buen tipo de espíritu libre. Sin embargo, ¿no era eso una forma de egoísmo por su parte? Su esposa lo resumía bien en una sola palabra cuando lo increpaba molesta, harta de silencios y misterios. Aunque en realidad sabía que un cabrón no podía acariciar con aquella ternura el cabello de sus hijos cuando estaban dormidos, ni se emocionaría con los boleros de Antonio Machín cuando se quedaba a solas escuchando la radio hasta altas horas de la madrugada.
Una tarde llegó malo. Un dolor profundo le azotaba el pecho al respirar. Sentía que le faltaba el aire. Los médicos le recomendaron reposo y buenos alimentos, pero no mejoró. A las pocas semanas empezó a toser sangre y supo que sus días se agotaban. Reunió a su familia para despedirse, por primera vez en su vida.
—No, cariño mío, no digas eso, te vas a poner bien, ya lo verás.
—Ay, mi morena…
Lucas sonrió con cansancio mientras su esposa le apretaba las manos conteniendo un sollozo y sus hijos observaban casi como espectadores el final de un padre del que en realidad conocían poco.
—Shhh, no digas nada, descansa… Cuándo te has despedido tú, ¿eh? —le reprochaba ella con ternura—. Tú nunca lo haces, no lo hagas ahora, por favor.
—Porque entonces sabía que siempre volvería a ti. A vosotros…
El sonido de la bocina de un barco a punto de abandonar el puerto se coló por las ventanas abiertas de la habitación justo cuando Lucas, aquel cabrón que vivió como quiso, exhaló su último aliento y zarpó con él.