No sabía cuánto pesaba el verdadero vacío,
aunque hubiera conocido el eco de la ausencia
de aquellas madrugadas que tejí llorando
por colmar de cariño a quien no lo mereciera.
No sabía cómo azotaba el dolor más profundo,
que no es aquel que desgarra en un grito feroz,
sino el que me acompaña suave en el día a día,
agazapado en la rutina, escondido tras su telón.
No sabía a qué olía la soledad
hasta que descubrí en una almohada tu aroma,
el que antes me envolvía imperceptible y cotidiano
se ha convertido ahora en refugio de mi orfandad.
No sabía lo que era perderme a mí misma
antes de que la muerte me golpeara la calma,
arrancándome de cuajo la raíz que sostenía
la mitad de mi ser, entera mi alma.
No sabía de la necesidad de un corazón sincero,
altruista, callado y ligero,
hasta que perderte me ha inundado de lágrimas,
aristas, huecos y demasiado silencio.
Se me quiebra la vida sin ti,
pero no el amor que te tengo.
Nunca dejes de escribir, me dijiste el último día,
sin saberlo.
Ay, papa, de veras cómo lo intento…
Pero dónde encontrar la inspiración,
si me tiemblan las letras al compás de tu recuerdo.
Batallo con el desamparo y la añoranza, tanto como te anhelo…
Dime acaso cuántos poemas pueden caber en un duelo.