En el ojo ajeno

Dice el refrán aquello de que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. ¡Cuánta verdad! Ahora que estamos en plena campaña electoral, por ejemplo, asisto perpleja a los debates que enzarzan a unos contra otros en el eterno «y tú más» que solo genera discordia en un momento en el que más que nunca lo necesario es bajar las revoluciones y levantar de vez en cuando el pie del acelerador del ataque por el bien común. Pero qué utopía, si estoy hablando de política, irónicamente el lugar en el que más sentido de lo común debería haber y sin embargo donde cada vez es más raro encontrarlo. Penoso.

Me cansan los reproches y las pullitas que se lanzan por doquier casi tanto como la soberbia de quienes se creen mejores en sus actos, en sus pensamientos, en sus ideales. De quienes no ceden posiciones ni dejan espacio al diálogo. De quienes se sienten moralmente superiores basándose en temas como la propia identidad o cultura, olvidando que hay muchos rasgos culturales diversos y no por ello unos van a ser mejores que otros. De quienes desprecian a todo el que no piensa igual. De quienes intentan imponer en vez de proponer. Me cansa ver a una clase política más empeñada en dejar evidencia de la paja en el ojo ajeno que en reconocer bajo un sincero mea culpa la viga de sus errores, conflictos y fracasos con el ánimo y la vocación de mejorar lo que presumen como Estado del bienestar. Cada vez más raquítico, por cierto.

Y, mientras esta pandilla de políticos mediocres que encabezan los partidos «de toda la vida» ha resultado ser incapaz de gestionar el país, otros listillos aprovechan el tirón del descontento general para lanzar discursos populistas cada vez más radicales y temerarios. Así surgió Podemos hace unos años, aunque se presume más desinflado últimamente. Y así escuchamos en estos momentos a Vox, haciendo apología de los toros y de la caza como estandartes inequívocos de la patria y envueltos en una bandera tan brillante y rojigualda que consigue cegar todo lo demás. Por amor a España, dicen. Pero lo mismo ocurre con los nacionalismos varios que sobrevuelan la península prometiendo el paraíso en la autodeterminación. Por amor a Catalunya, por ejemplo. Y no se dan cuenta, unos y otros, que son los mismos ojos con las mismas vigas dentro. Que defienden exactamente lo mismo, le pongan la etiqueta que le pongan, se quieran llamar como se llamen. Que por el amor a su tierra (amor, dicen) exaltan cuestiones que poco tienen que ver con el día a día de los ciudadanos, lo que de verdad nos importa.

cerdos

Estoy harta de escuchar en mi tierra catalana las voces democráticas y cultas (ejem) de los que abogan por la independencia como única tabla de salvación menospreciando todo lo que no forme parte de ese mantra, en concreto a esa España «profunda» que catalogan como país de garrulos y de pandereta. Como si no existiera también la misma Cataluña «profunda». Pero es que aquí vamos de modernos, demócratas, adelantados y europeos. De respetuosos, liberales y dialogantes. De defensores de la libertad de expresión y de todas esas cosas que llenan muy bien la boca de educación y de saber estar. Pero después ponemos el grito en el cielo cuando en un pueblo de Sevilla queman un muñeco de Puigdemont en el marco de una festividad tradicional llamada la «Quema de Judas» y que cada año protagoniza un personaje popular diferente desde hace décadas. Llevamos el tema a la Fiscalía. Lo hacemos internacional (como toda la cuestión catalana, claro). Y sin embargo, quemar banderas españolas o muñecos y fotos del Rey (u otros dirigentes españoles) cuando nos venga en gana es un ejercicio de libertad. Pues qué piel tan finita tenemos, oigan. Y que conste que no defiendo ni justifico ni una cosa ni la otra, pero lo que no está bien para unos, tampoco para los otros. Eso sería lo justo y democrático, ¿no?

En definitiva, que más nos valdría a todos hacer un poquito de introspección antes de ponernos a dar lecciones al prójimo como si fuéramos poseedores de la verdad absoluta. Ojalá que nos escuchemos más y nos juzguemos menos. Y que el que gane las elecciones generales el próximo domingo sepa estar a la altura de lo que demandan los tiempos que corren y no se pierda en pajas ajenas. Ojalá. Por mi parte, tal es el panorama, que todavía ni siquiera sé a quien voy a votar.

¡Suerte! La vamos a necesitar…

 

 

Mi Barcelona 

Anoche lloré, lo confieso. Anoche no pude conciliar el sueño, una sensación de asfixia me dejó seca el alma. Anoche tuve miedo. 

«Ahora nos ha tocado a nosotros». Ese es el comentario recurrente y tan humanamente conformista que más se comparte esta mañana, como si fuera una lotería del terror. Ése y el #prayforBarcelona que circula por todas las redes sociales desde ayer, como ya lo fueran los #prayfor tantas otras ciudades víctimas de la irracionalidad y de la barbarie. Y ahora nos ha tocado a nosotros.

Muchas veces, al hilo de los atentados en lugares como París, Londres, Berlín, Bruselas o Niza, nos hemos sentido vulnerables, atacados en esa hipótesis más de palabra que de facto: ¿y si hubiera un atentado en Barcelona? Pensamientos fugaces que a uno se le cruzan por la mente cuando otros, sobre todo europeos, viven su horror. Pero son escenarios que ni tan siquiera podemos imaginar, porque en el fondo creemos que no, a nosotros no nos va a pasar.

Hasta que pasa. Hasta que una tarde de un día cualquiera, en pleno agosto, con la ciudad rebosante de turismo, siendo Las Ramblas un auténtico hervidero, una furgoneta descontrolada recorre más de 600 metros arrollando a todo el que esté a su alcance, dejando un reguero de cuerpos tendidos, heridos y muertos, caos y horror. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que ahora sí, nos ha tocado a nosotros.

La sensación de incertidumbre es tal que asusta. Asusta el hecho de pensar que el terrorismo llega hasta tu puerta y que los niveles de alerta poco pueden hacer para luchar contra este tipo de atentados. Si basta una furgoneta alquilada para matar, la impotencia que se siente es mucho mayor. ¿Cómo evitarlo? Somos un país acostumbrado a lidiar durante décadas con el terrorismo de ETA, a desactivar comandos, a interceptar objetivos, a evitar muertes. Y luchamos contra el yihadismo de la misma manera, desarticulando células e interviniendo los mensajes más radicales entre los jóvenes más vulnerables. Pero eso no basta, no nos funciona ni a nosotros ni a nadie en Europa. Estamos ante un tipo de terror nuevo, en el que los que matan no tienen nada que perder y sí un paraíso que ganar. Bajo el nombre de un dios al que le otorgan el fanatismo que les interesa perpetran odio, muerte y temor. Y por mucha alerta que tengamos es muy difícil anticiparse a su maldita locura.

Ahora nos ha tocado a nosotros. Hoy Barcelona se tiñe de luto pero las lágrimas que derramamos no nos hacen débiles sino mucho más conscientes de que tenemos que seguir adelante, de que el miedo no es el camino y de que achantarse no es una opción. Cuando vemos en las noticias este tipo de sucesos en otros lugares nos enfadamos, nos entristecemos, empatizamos. Pero egoístamente nunca llegamos a sentir el golpe real como parte de esa vivencia, por muchas banderas que pongamos en nuestro perfil de Facebook y por muchos mensajes de apoyo que mandemos a todos en general y a nadie en particular. Puedo decir ahora, con todo el dolor que siento, que nunca antes había sufrido un golpe tan amargo como parte de mi sociedad, de mi pueblo, de mi gente. Muy cierto es eso de que hasta que no tocan lo tuyo, no sabes lo que se siente. Dolor, amargura, deseos incontrolables de llorar, rabia, impotencia. Pero también este tipo de situaciones revelan quiénes somos y puedo decir que después de esto me siento más profundamente orgullosa, si cabe, de ser barcelonesa y de pertenecer a esta gran ciudad que ante la adversidad sale a la calle, ante la desgracia se muestra solidaria, y ante el terror no baja los brazos. 

Ahora nos ha tocado a nosotros y tendremos que asumir el dolor de los familiares de las víctimas y de los heridos como nuestro. Porque es también el dolor de una ciudad que hoy amanece enrarecida, con los ojos rojos y un amargo sabor en la boca. Pero que volverá a ser la Barcelona bulliciosa, cosmopolita, colorida, cultural, pacífica y hermosa que todos queremos seguir teniendo. La Barcelona que el mundo conoce y admira. Mi Barcelona. 

La condenada bandera

Quienes me cestelada catalanaonocen saben perfectamente cuál es mi identidad política, si es que se puede decir que tengo alguna ya que visto lo visto nadie la merece. Saben, por tanto, que en esta guerra de nacionalismos de fuerza y pose ni defiendo ni critico más que lo justo y necesario y que como el 90% de la población intento vivir mi día a día alejada de tanta tontería.

Pero hoy estoy cansada. Harta de unos y de otros, del eterno tira y afloja, del te prohíbo y me rebelo. Llevamos años sumergidos en esta lucha de poderes no sé si emocionales o ideológicos, aunque a veces es todo lo mismo, sin llegar a ninguna parte. Llevamos meses subiendo el tono, esgrimiendo tópicos y rompiendo esquemas del Parlament al Parlamento, y viceversa. Por este lado de mi terra catalana tuvimos un cambio de President allá por enero mientras al otro lado «de la frontera» seguimos con un gobierno en funciones desde diciembre a la espera de una nueva cita electoral en junio. No sé si esta coyuntura ha propiciado cierto relajamiento en el tema independentista, que a mi juicio en las últimas semanas se mostraba bastante reposado. Hasta ahora, volvemos a arder.

El domingo se disputa la final de la Copa del Rey que enfrentará al FC Barcelona y al Sevilla en el Vicente Calderón. Si ya de por sí el fútbol es ardor, ¿por qué no calentarlo más? Eso debió de pensar la delegada del Gobierno de Madrid, Concepción Dancausa, que ha decidido prohibir la entrada de banderas independentistas al estadio acogiéndose al artículo 2.1 de la Ley del Deporte, que prohíbe «la exhibición en los recintos deportivos, en sus aledaños o en los medios de transporte organizados para acudir a los mismos de pancartas, símbolos, emblemas o leyendas que, por su contenido o por las circunstancias en las que se exhiban o se utilicen de alguna forma inciten, fomenten o ayuden a la realización de comportamientos violentos o terroristas, o constituyan un acto de manifiesto desprecio a las personas participantes en el espectáculo deportivo».

Pues bien, señora Dancausa, si lo que usted pretendía era evitar lo inevitable (no hay más que tirar de hemeroteca para ver el ambiente en este tipo de juegos) sepa que lo que ha conseguido es incendiar de nuevo un tema de naturaleza de por sí más que candente.

Qué equivocados están, señores del Partido Popular y demás cofrades, prohibiendo el uso de la libertad de expresión según su conveniencia, que es casi siempre. No soy independentista ni me gusta escuchar tan sonoras pitadas a un himno que considero propio como tampoco a ningún otro, pues ante todo para mí prevalece el respeto. Sin embargo no estoy de acuerdo con esta nueva medida que se han sacado de la manga de cara al próximo partido. No considero que la bandera estelada invoque a la violencia ni fomente el terrorismo cuando he visto más de un domingo simbología nazi, racista y xenófoba en más de un estadio. Ésa es la verdadera amenaza que recoge la legislación deportiva y créame, señora Dancausa, ése sí es un tema de violenta peligrosidad.

Si usted procura evitar que un sector de la afición del Barça aproveche la coyuntura del fútbol para hacer uso político le diré aquello que cantaba la gran Rocío Jurado: ahora es tarde, señora. Ahora es tarde porque desde que tengo memoria el Barça es més que un club, como lo es el Real Madrid y como lo es cualquier organización que tenga algo que ver con el poder. Pretender que en el palco del Bernabéu no se firmen grandes negocios u olvidar que la semilla de la hoy extinta CiU se gestó durante el tardofranquismo aprovechando una efeméride blaugrana es cuanto menos un despropósito falaz y majadero. Y personalmente no me gusta este matrimonio de conveniencia, el deporte es y debería ser simplemente deporte, pero no soy tan cándida como para no saber qué intereses se cuecen entre bambalinas, donde el aficionado de a pie no tiene lugar.

Conozco a muchos culés que lloran de emoción con su Barça y nada tienen que ver con el independentismo. Igual que conozco a muchos otros que sienten una victoria blaugrana como un triunfo sobre esa España represora y dictatorial que todavía hoy algunos no quieren dejar atrás. Algunos como usted, señora Dancausa.

Así que les ruego a todos los que tienen estas geniales ideas basadas en la mordaza y el silencio que se lo piensen un poco más antes de ponerse bravos impidiendo que una afición entera acceda a un estadio pacíficamente con la bandera que le dé la real gana. Si a ustedes no les gusta esa bandera en concreto entiendan que es nada más (y nada menos) que un símbolo al viento de lo que una parte del pueblo catalán intenta desde hace tiempo reclamar. Pero no la condenen con tan dura y ridícula opresión, retorciendo leyes y agitando las llamas de la política antes de las elecciones porque lo único que consiguen es alzarla mediáticamente todavía más, sumando adeptos a la causa independentista que precisamente tanto miedo les da.

Ustedes no se enteran de nada, y se lo digo yo con la potestad que me da tener el corazón catalán latiéndome en español. Probablemente pasaré un mal rato el domingo mientras silben el himno y no me gustará asistir de nuevo a la eterna politización de lo que es nada más fútbol, pero espero que el juez del Contencioso – Administrativo que ya está llevando esta causa resuelva hoy con sensatez y revoque tanta necedad. No estar de acuerdo ni compartir ciertas ideologías en una democracia no debería darnos tanta manga ancha para vetar. Al menos a mí me gusta más apelar a la libertad de expresión, no sé, llámenlo defecto profesional.

 

 

 

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