Los viejos

Fue un hombre joven. En algún tiempo que quizá él ya ni recuerda, lo fue. Ahora sorbe medio ausente y con dificultades una taza de café mientras sus hijos comparten trivialidades ajenos a su presencia.

Lo observo con ternura, aunque se me inundan los ojos de lágrimas al pensar en lo que conlleva la vejez. Esa vejez torpe y temblorosa que se convierte en invisible para el resto y solitaria para quien la vive. La vejez que se deja a un lado de la mesa y de la conversación. Como si no existiera más allá de ese tintineo tembloroso que de vez en cuando él hace sonar con la cucharilla. A mí me parece que es una forma de reclamo, en cambio los hijos no se percatan.

Me cuesta calcularle la edad, pero más de 80 lo curvan seguro. Esa década que, una vez alcanzada, se transforma en una prórroga donde salir victorioso es la excepción a la norma. Unos años en los que parece que ya está todo hecho y no queda más que esperar… Como quien asume una gran verdad sin cuestionarla. Sin embargo, yo me pregunto si, llegados a ese punto, los viejos se sienten realmente así en su fuero interno o es la sociedad la que los empuja a verse de tal manera: inútiles, inservibles, como un estorbo con fecha de caducidad.

Es verdad que las capacidades, todas, van menguando con más o menos prisa. Que se pierden reflejos, movilidad, rapidez, agilidad en general. Eso en el mejor de los casos. Hay quienes pierden hasta la memoria y con ella a sí mismos. ¿No deberíamos, entonces, seguir estando ahí para tratar de recordarles quiénes son? ¿Quiénes fueron? Cuando el ser se reduce a un solo sentir.

—¡Mira la que has liado! —le recrimina uno de los hijos al tener que limpiar con una servilleta los restos del café derramado sobre la mesa.

Me imagino cuántas veces él le dijo lo mismo siendo niño y arregló cada uno de sus desastres con paciencia infinita… Adivino un punto de tristeza en su mirada cuando la recorre con lentitud por el local tratando de evitar la de su propia familia. La de cualquiera que solamente vea en él a un viejo al que ahora toca regañar.

—Venga, papá, vámonos, que a al final a tu paso también llegaremos tarde y no puedo perder toda la mañana contigo —apremia el segundo hijo, y a mí se me retuerce esa última palabra en el alma.

Le cuesta ponerse en pie, pero noto el esfuerzo que hace agarrado a la silla para sostenerse sin ayuda. Como si la dignidad que le han arrebatado estuviera ahí mismo, en su capacidad para levantarse. Uno de los hijos se ha acercado a la barra para pagar, tiene prisa. El otro le sacude a su padre las migas del cruasán que como arañitas se le han quedado enredadas en la lana del jersey. Él balbucea molesto algunas palabras que no alcanzo a entender. Su hijo le ayuda a ponerse el abrigo y respiro la desesperación que emana cuando tropieza con los dedos trémulos de su padre que batalla con la cremallera.

—¿Ya o qué? Va, hombre, va…

Me da un poco de rabia escucharlo resoplar así y encaminarse hacia la puerta dejando a su padre atrás. ¿Haría yo lo mismo? Un nudo en la garganta me aprieta, pero la conciencia me susurra tranquila. El primero aguarda fumando en la puerta. Los cigarrillos tampoco pueden esperar.

Lo veo alejarse con pasos cortos y el cuerpo echado hacia adelante, cansado. Todo lo que abulta es por la ropa, no obstante, sé que en otro tiempo donde hoy bailan pellejos se apretaron impetuosos los músculos. La juventud. La vida. Esa vida que a los viejos ya no les permitimos tener.

Y, lentamente, se va.

Tijeretazo

—¿Estás segura?

—Sí, hazlo.

Le sonrío con una mirada de aprobación frente al espejo. Me devuelve un gesto de asentimiento. Allá vamos.

La tijera se cuela entre mis cabellos, tímida primero, intrépida después. Los mechones comienzan a caer al suelo en un baile suave que me reconforta. Algunos me rozan los brazos con su cosquilleo, como queriendo acariciarme en última instancia, retenerse en mí seductores. Los aparto con cuidado, los dejo ir. Me observo la cabeza en su proceso, a medias entre el pasado y el futuro, sintiéndome como una niña aimara en su fiesta de la Rutucha, donde se les corta el cabello por primera vez simbolizando así su presentación en sociedad.

El ritual del corte del cabello no es exclusivo de las culturas indígenas de muchas regiones del mundo que lo toman como un acontecimiento sagrado desde hace milenios. El símbolo ha llegado hasta nuestros días modernos y occidentales como la materialización de un cambio, la necesidad de romper con la dinámica establecida y de dar paso a nuevas oportunidades, a lo que esté por llegar. Quizá por eso hoy pido una revolución entre tijeretazo y tijeretazo mientras divago.

Con mi melena dejo ir también las malas vibras, los sinsabores, las lágrimas, las cadenas que me atan no sé muy bien a qué ni a quién. Ya no más. Desecho los momentos amargos que no merecen la pena, todo aquello que no construye ni aporta. Rompo con quien ya ha roto conmigo con su actitud, agotada de remendar los lazos de los desplantes, del egoísmo, de la indiferencia y el desinterés. Cansada de sacrificar mis sueños, mis planes, mis deseos, y de tener que guardarlos en un cajón hasta que alguien más se decida a abrirlo cuando le convenga. Muy harta de anteponer a quien no me antepone y de verme relegada a esos rincones oscuros y callados que no merezco. Sé que una visita a la peluquería no solucionará mágicamente mis problemas, ni mis miedos ni mis dudas, pero ¿no puede ser esta una manera de representar el desencadenante de lo que durante meses se ha ido gestando en mí en silencio? Como la última gota que, aunque sea ligera y para otros carezca de importancia, es capaz de colmar un vaso al límite del aguante y el desbordamiento.

El pelo revuelto por el secador, mucho más corto ahora yendo de un lado para otro, me alivia. Me siento más guapa, segura y fortalecida, al contrario de lo que le ocurría a Sansón con sus siete trenzas. Salgo a la calle y me fundo con el sol, con los colores y el gentío. Todo me parece más brillante, más vivo. Incluso yo misma me percibo con una nueva luz. El aire fresco me sopla en la nuca, recordándome que la llevo al descubierto, desnuda. Me gusta la sensación de libertad que me recorre por la columna, bajando por todo mi cuerpo hasta mis pies, que caminan sin rumbo fijo pero decididos a cerrar un ciclo tristemente desgastado, mientras mi alma se abre valiente a todo lo nuevo que está por suceder.

Una mujer que se corta el cabello está a punto de cambiar su vida —Coco Chanel.

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