Aquellos últimos días

Fue una mañana de domingo a finales de febrero. El silencio reinaba en la casa rural donde pasábamos el fin de semana. Todavía era muy temprano y todos dormían excepto yo que, desvelada, leía las noticias en el móvil tumbada en la cama. O más bien debería decir la noticia: el coronavirus hacía estragos en Italia, que se encerraba. Contrasté el titular con tantos otros que informaban de lo mismo. Sentí entonces una preocupación egoístamente europea: los casos ya no se limitaban a esa ciudad desconocida de nombre Wuhan, habían llegado a nuestro viejo continente. 

Cuando escuché voces me levanté, me di una ducha para despejarme y bajé a desayunar. Poco a poco nos reunimos alrededor de la mesa. Comenté las últimas noticias, pero ninguno alcanzamos entonces a comprender su importncia y pronto cambiamos de tema. Hasta ese momento a la mayoría, y me pongo la primera, todo esto nos parecía alarmismo infundado. El día pasó como los dos anteriores: entre amigos, conviviendo sin temor, celebrando carnavales.

Dos semanas después acudí a una entrega de premios de relatos escritos para conmemorar el Día Internacional de la Mujer. Me acompañó parte de mi familia y después del evento todos los presentes disfrutamos del aperitivo que nos ofrecieron. Casi un centenar de personas compartiendo relajados conversación entre bandejas de comida, a ocho días de confinarnos… Pensarlo ahora estremece.

Aquel fin de semana, el último en libertad sin condiciones, lo pasé en el país de Nunca Jamás, como me gusta llamar a la casa de mi hermana. Un oasis de desconexión del mundo exterior donde disfrutar de la familia en toda su esencia, y de mis niños, los suyos, que tantas anécdotas divertidas nos regalan. Fuimos de tiendas, en plan de chicas, y compramos ropa que luego se quedó en el armario. También asistimos a los partidos de fútbol que disputaron mis sobrinos, en su plan de chicos. Incluso allí conocimos a un veterano melillense que rememoró con mis padres algunas batallitas, porque el mundo es así de pequeño y Melilla es así de grandiosa. Jugamos, reímos, cocinamos, nos acurrucamos. Estábamos agotando, sin saberlo, los besos y los abrazos… 

Lo cierto es que tuvimos una fortuna inmensa porque el covid-19 no pasó por allí. Como tampoco lo hizo por mi oficina durante esa última semana, ni por las de mis hermanos, ni por los colegios de mis sobrinos. No me acompañó tampoco en los viajes en metro y autobús repletos de gente, ni en los cafés a media tarde, ni en los locales que pisé aquel último miércoles callejeando por el centro de Barcelona. No lo hizo cerca de mí ni de los míos, y eso no fue ni más ni menos que un maravilloso golpe de suerte con el que muchas otras familias no contaron. Nos libramos.

Las noticias eran cada vez más ensordecedoras, más desconcertantes, más temibles. Los datos mareaban mientras la vida en las calles parecía seguir siendo la misma. El humor nacido de la propia ignorancia nos ayudó a quitarle hierro a un asunto cuya magnitud no podíamos prever ni siquiera con todas las señales a nuestro alcance. Ahora nos damos cuenta, claro, como siempre a toro pasado.

Fue el viernes, con los colegios ya cerrados y una declaración oficial por parte de la OMS, cuando el panorama se veló con esa preocupación tan propia que nace ante lo desconocido. Recuerdo que cerré todos los temas posibles en mi trabajo y me organicé papeles en un par de archivadores para llevarme a casa, por si las moscas. No he vuelto a pisar la oficina desde entonces. Gocé de una franca sonrisa sin el veto que más tarde impuso la mascarilla, y pude perderme unos instantes en ese cálido abrazo que tanto extraño sin saber que podría significar una despedida. Las siguientes muestras de afecto se quedarían tiritando en el frío de las pantallas.

Y llegó el sábado catorce de marzo de hace un año. Se instauró un estado de alarma que sonaba trágicamente bélico y nos obligaba a mantenernos en casa por prescripción médica. La emergencia sanitaria no era una broma, ni una exageración. Se esperó demasiado, quizá, eso otros lo dirán. Pero al final se hizo por necesidad y con firmeza. Iniciábamos un periodo desconocido, repletos de dudas, de emociones encontradas. Surgió el caos con las recomendaciones contradictorias, con el desabastecimiento en los supermercados, con el ansia extraña de acopiar tanto harina como papel higiénico. También con la falta de gel, mascarillas, guantes… Y de los EPI para los sanitarios que en primera línea se convirtieron en nuestros héroes, unos héroes en exceso castigados.

Faltaban medios en esos inicios, pero sobró empatía. Sacamos lo mejor de nosotros mismos como individuos y como sociedad, aplaudimos cada tarde en nuestros balcones y pintamos arcoíris de esperanza mientras las cifras se nos iban clavando en el alma. Sentíamos miedo, rabia, pena, desolación. Sin embargo, mostramos ánimo, resistencia, coraje y sensibilidad. Aprovechamos la ocasión del encierro forzoso para desempolvar juegos de mesa, darnos a la repostería y compartir tiempo con los nuestros. La catástrofe no iba a durar mucho: unos días primero, algunas semanas después. Y sin darnos cuenta vimos pasar la primavera desde el hogar que nos sirvió de trinchera. El verano se nos diluyó como agua entre los dedos, el otoño voló con sus hojas secas de nuevo y aquí seguimos ahora, tras las ventanas, terminando este invierno.

Ha pasado un año desde que la vida nos obligara a dejar atrás lo que después bautizaríamos como normalidad. La nostalgia en estos días nos lleva a rememorar aquellas últimas veces de casi todo vistiéndolas de esa aura mística que solo existe en los recuerdos. No han sido fáciles estos meses y es necesario ser conscientes de que aún nos queda por hacer un esfuerzo final, quizá el que más nos cueste por todo lo acumulado pero, aunque estemos agotados, debemos agradecer que, al fin y al cabo, aquí estamos.

724

724. Setecientos veinticuatro. Esa es la cifra de la vergüenza que ayer nos arrojó Sanidad. Un recuento de datos que, al principio, cuando todo esto de la pandemia no hacía más que empezar, nos alarmaba con mucho menos. Un solo muerto era una catástrofe, un indicador de que algo no iba bien. Después llegaron diez más, y cincuenta, y cien. Se empezaron a sumar por centenares y nos refugiamos en casa: el virus era letal. ¿Y ahora? Ahora ese 724 se inmiscuye en nuestras vidas por las rendijas del desinterés, como si nos hubiéramos acostumbrado a que esto es así, y no se puede evitar. ¿De verdad?

Parece que estamos inmunizados ante el aluvión de información que nos invade desde hace casi un año. Es como si, mentalmente, le hubiéramos cerrado el paso a la desgracia, restándole dolor, vistiendo de egoísmo la empatía que en primavera mostramos hacia el prójimo cuando en la comodidad del hogar nos asomábamos en tropel a aplaudir desde nuestro balcón. Dijeron que de esta saldríamos mejores, tuvimos un subidón de adrenalina, de optimismo, de fe. El parón se nos presentó como una oportunidad para llevar a cabo los cambios que íbamos postergando, cada cual a su manera en lo personal y en lo colectivo. Convertimos en héroes a los sanitarios, a esos que durante años se les desoyó en todas sus peticiones. También a todos aquellos trabajadores esenciales que no pararon, porque no podían, y se arriesgaron a una exposición extrema con tal de hacer que esto, nosotros, siguiéramos adelante. La primavera pasada parecía que éramos conscientes de lo que sucedía, pero ahora me doy cuenta de que no. Aquella loable actitud que nos invadió fue un simple espejismo, un resultado fruto de unas circunstancias extremas y extrañas que no conocíamos. Pero, ¿qué hemos aprendido como sociedad? Nada.

724 no es un número, aunque a muchos se lo parezca. Setecientos veinticuatro son las vidas que ayer, de golpe, dejaron de ser. Son familias rotas, futuros truncados, esperanzas mutiladas y sueños robados. Son hijos que quedan huérfanos, y abuelos que terminan solos en el más triste de los ocasos. Seguramente también hay padres y madres despidiendo en contra de la naturaleza a un hijo sin el consuelo de un mísero abrazo. Pero es que no son solo ellos. Son además los 59.805 fallecidos oficiales que llevamos, más los treinta mil que desvelan las estadísticas pero que no cuentan para el gobierno porque carecían de diagnóstico vía PCR. ¿Y qué? Es tan sencillo de calcular como recopilar los datos medios de defunciones anuales y ver cómo en 2020 se dispararon todos los parámetros. Ahí es donde reside la cara más cruel del COVID-19.

Y este año ha empezado de la peor de las maneras, aunque no creo que nadie pueda decir que esto no se veía venir. A alguien se le ocurrió que había que salvar la Navidad, y ningún dirigente tuvo el valor necesario para obligar el cerrojazo y prohibir las reuniones familiares y de allegados, porque aquí es así como funcionamos: a golpe de pito y bajo amenaza de multa. Y a veces ni por esas. Pues por querer salvar el día de Nochebuena conozco a gente que lleva un mes intubada en una UCI y con pronóstico grave. Desde las altas esferas nos pasaron la pelota de la responsabilidad a los ciudadanos con un guirigay de reglas, horarios y excepciones. Los médicos se cansaron de advertir del colapso hospitalario que vendría, pero los comerciantes y hosteleros también lo hicieron de su ruina. ¿Quién prima sobre quién? Al final los políticos nos dejaron hacer, apelando al sentido común que tan poco común es, y muchos se pusieron la venda en los ojos creyendo que con nuestros seres queridos estamos realmente a salvo. Que brindar ahora con un amigo no es correr ambos un riesgo o que la familia está por encima de cualquier ataque virulento que pueda llegar, como si los lazos afectivos fueran la vacuna perfecta. ¡Ay! Es tan humano eso de pensar que a uno no le va a pasar… Pero pasa. Y después de lo visto en las fiestas navideñas queda de manifiesto que no sabemos funcionar sin que papá Estado nos lleve bien sujetos de la mano. Somos como esos niños rebeldes que no aceptan ayuda ni consejos, pero que cuando caen al suelo lloran desconsolados implorando a su madre porque no se saben levantar. El desastre se agrava cuando el papá Estado que nos ha tocado tampoco tiene ni idea de cómo gestionar ni esta crisis ni ninguna y claro, así nos va.

No basta con decir que parece que el número de contagios ya está descendiendo si cada tres minutos se registra un positivo en este país, ni tampoco es suficiente escudarse en que la incidencia disminuye diez puntos cuando marcamos registros de más de 800. Este tipo de noticias lo único que consiguen es mandar un mensaje equivocado de tranquilidad enmascarada y promover que la gente se relaje porque «parece que esto ya va a mejor». Estamos todos muy cansados y nos queremos agarrar a un clavo ardiendo para podernos relajar, pero creo que no es precisamente un acierto querer hacer pasar por buenos unos datos que en absoluto lo son, y distan mucho todavía de serlo. Ayer fueron setecientos veinticuatro.

Lo que me aterra de verdad es que, con la situación que estamos padeciendo, con el agotamiento emocional, moral, mental que sentimos… Con la desazón, el miedo, la incertidumbre, el desconsuelo que nos embarga… Con todo, todavía haya gente con voz y voto insinuando que ahora lo que toca es salvar la Semana Santa. No, perdonen, lo que hay que salvar son vidas y poner todo el empeño en ello. Estas setecientas veinticuatro personas y tantas miles más no dejan de retumbarme en el alma y, como a mí, a todos aquellos que todavía conservamos algo de sacrificio y responsabilidad.

Abrazos robados

Vienen malos tiempos otra vez, tiempos duros, aunque en realidad nunca se fueron. El consuelo del verano, del clima agradable y de la cierta manga ancha que nos dieron desde las instituciones palió, de alguna manera, esa sensación de ahogo y resignación que sufríamos desde que el catorce de marzo se declaró el estado de alarma que nos confinaba a todos en casa. Nunca habíamos vivido algo así, ni siquiera lo podíamos imaginar (incluso ahora sigue pareciendo en muchos sentidos irreal). Aquel sábado por la mañana todos los españoles estuvimos pegados a la televisión asistiendo, entre el desconcierto y el temor, al anuncio presidencial de lo que iban a ser las siguientes semanas. Porque sí, iban a ser unas semanas…

En el imaginario colectivo la llegada del verano se presumía como el fin de todos los males, así que optamos por verle el lado bueno a una primavera diferente rescatando los juegos de mesa y horneando pasteles, recurriendo a las videollamadas para compartir una cerveza virtual con familiares y amigos, queriendo convertir el encierro obligado en una oportunidad para estar con nosotros mismos y nuestros convivientes de una manera en la que la vida, tan ajetreada siempre, no nos permitía estar. El mundo se había detenido, literal. La naturaleza respiró y nosotros con ella; las relaciones que debían fortalecerse lo hicieron y las que ya venían agotadas, empezaron a morir en los silencios prolongados. La escala de valores se reajustó para entender que lo que cuenta suele ser lo más ordinario, justo lo que acostumbramos a olvidar, lo que damos por hecho. Aplaudíamos a las ocho cada tarde como un ritual cargado de ánimo, recuperamos el sentido de comunidad y parecía que lográbamos empatizar con el sufrimiento ajeno. Dijeron que de esta saldríamos mejores…

Llegó junio con su desescalada exprés y las prisas por vivir, por retomar todo aquello que se interrumpió en marzo, atenuó las medidas de seguridad que hasta entonces habíamos mantenido con talante férreo. Salimos como toros de los toriles en cuanto nos abrieron la veda, y tristemente demostramos que eso de la responsabilidad ciudadana no es un bien tan común como sería deseable. El verano no fue el bálsamo esperado, aunque en las noticias se afanaban por hablar de turismo seguro para intentar salvar la economía, y muchos aprovecharon para disfrutar de las vacaciones mirando hacia otro lado.

Ahora el otoño nos devuelve el bofetón de la irresponsabilidad mantenida con creces. El sistema sanitario está al borde del colapso de nuevo y las cifras de contagios y fallecidos no dejan de aumentar cada día. Suenan campanas de confinamiento severo otra vez mientras vamos jugando al despiste con el toque de queda y algún cierre perimetral. Es desolador ver cómo se vacían las calles, cómo se bajan las persianas de la cultura, del comercio, de tantos negocios, cómo se duerme la vida… Qué bella palabra, por cierto.

Sin embargo, la vida no es solo reunirte con tus amigos en el bar de la esquina, o viajar en vacaciones, o perderse sin rumbo un fin de semana, o salir sin tener que mirar ni el reloj ni con quién cualquier madrugada. Que también, y lo echamos de menos, y cuesta acostumbrarse a la monotonía que impera y desespera. Mucho. Pero lo que rompe de verdad el alma no es la restricción a la movilidad y al hacer lo que nos dé la gana en todo momento, aunque algunos se tomen esta pérdida temporal de libertad como un castigo caprichoso. Lo que en realidad te rasga hasta las entrañas es la restricción a las emociones. Cuando un arrumaco es sinónimo de peligro, cuando un beso puede ser una trampa mortal, cuando estar con tu gente supone un riesgo para la salud… Surge el miedo, la incertidumbre, el deseo contenido, cierta culpa y una tremenda impotencia. Querer y no poder, no deber. El sacrificio de proteger y protegernos lidia con la necesidad humana de tenernos. Sabemos que es preferible así, que ahora es lo correcto, pero sentimos que así no se puede vivir, no tanto tiempo. Nos falta la vibra de los nuestros, esa que no llega a través de las pantallas a pesar de regalarnos las mejores sonrisas, esa que nace franca en la cercanía, en el contacto, en la mirada. El calor de verdad, el matiz de la voz al natural, el gesto cómplice, una caricia espontánea. Al fin y al cabo, la vida, el amor, lo que merece la pena, se teje suave entre besos y abrazos. Y esta pandemia es tan inmensamente cruel que nos los ha robado.

Yo no quiero volver a la «normalidad»

Puede que esto sea una unpopular opinion de esas, pero lo tengo que decir: necesitaba un confinamiento y no lo sabía. Sí, necesitaba parar, aunque me hayan obligado a hacerlo y toda obligación comporte cierta resistencia. Pero necesitaba el silencio. Y necesitaba la ausencia. Y también enfrentarme a mí misma sin posibilidad de huida. Escuchar a mis demonios, calibrar mis miedos, rescatar toda mi fortaleza. Me hacía falta una batalla de emociones perdidas que ahora se empiezan a recolocar. Necesitaba de forma urgente desconectar. A lo mejor tú también, o quizá no. Puede que seas de los que ansían volver cuanto antes a una normalidad que ahora a mí ya se me presenta algo extraña. Una normalidad que, en algunos aspectos, yo no quiero recuperar.

En este mes y pico de confinamiento he restablecido una conexión que tenía rota conmigo misma para disfrutar de mi tiempo libre de una manera nueva con todo aquello que me aporta una satisfacción real y que reside en esas pequeñas cosas que la premura del día a día me estaba impidiendo valorar. Cuidarme, consentirme, valorarme. Leer saboreando cada palabra por el puro placer de hacerlo, vibrar con la suavidad de una música que erice la piel, preparar un bizcocho un martes cualquiera, desempolvar los juegos de mesa, silenciar el móvil durante horas sin padecer el desasosiego de la disponibilidad perpetua, apreciar el canto de los pájaros ahí afuera y percatarme de que antes ni siquiera los oía, descubrir historias fascinantes en los recuerdos de mis propios padres, pasar las tardes y las risas con ellos, escucharles más, o mejor. Es cierto que el precio a pagar por todo ello es muy alto e implica estar dejando muchas otras cosas, personas y momentos de lado. Situaciones que, por supuesto, también necesito y extraño, pero por ahora siento que, de alguna manera, esta forma de introspección me cura y me alivia.

En estos días estoy aprendiendo a manejar mi voluntad, mis deseos y mi apetencia sin temor a una negativa o reacción contraria. A no sentirme culpable por no hacer aquello que alguien más espera que haga solo porque un día se habituó a eso. Las expectativas que estoy dispuesta a satisfacer ahora son solo las mías. Estoy liberando los nudos que imperceptibles me asfixiaban y esas dinámicas establecidas que ya no me aportaban nada, aunque no lo hago sin cierto miedo, también es verdad. De repente, las vendas de los ojos caen y las cartas de todo aquello que se arraigaba agonizante en mi interior se muestran sobre la mesa, listas para romper la baraja.normalidadEsta situación tan extraña como dramática me ha abierto las compuertas de par en par: no me gusta la inacción, no quiero lo de siempre, no me interesa volver atrás. Busco fluir en mi persona y en mi vida, y consolidar de alguna manera mi propia forma de ver, de sentir y de actuar. Es como si el haberme despojado de cuajo de la libertad de movimientos me hubiera permitido batir unas alas nuevas. Alas que tenía escondidas desde hace tiempo aun sin darme cuenta, alas que perciben más y que piensan menos, que escuchan desde la calma y la empatía, y que tienden a ver el lado bueno incluso de todo esto. Soy muy consciente de la crueldad de este virus que ha roto con tanto, incluyéndome también a mí en algunas ocasiones, pero agradezco la inmensa fortuna de no tener que lamentar pérdidas personales cercanas. Eso es, con seguridad, lo que me ayuda a extraer la parte positiva entre tanto caos, y me invita a tomarme este periodo de pausa forzada, que es común para todos, como un aprendizaje vital. Sí, uno más.

Por eso no tengo tanta prisa por volver a la normalidad, como oigo por ahí repetidamente, si ello conlleva los mismos errores, las mismas inercias, las mismas rutinas. No quiero una normalidad llena de ruido y vacío, de abrazos lánguidos, de emociones cobardes, de besos callados. No quiero que lo normal sea resignarse a la desgana y no al deseo, a la costumbre y no al amor, a la comodidad antes que a la pasión. No me apetece volver al abismo del gentío, del empujón, de la invasión. No quiero vivir en la normalidad del egoísmo, de la mediocridad, de la vana exigencia, del poder por el poder, del tremendo pisotón. No me gusta esa normalidad que destruye el medio ambiente, que ahuyenta a los animales y que oculta bajo mantos contaminantes ciudades enteras. Esa normalidad que nos ensucia el alma y el aire. No me urge retomar una normalidad de palabras malgastadas, de emociones efímeras, de apegos calculados. No quiero la normalidad de la falta de respeto, del ego, de la envidia, del rencor, del postureo. No a la normalidad de las relaciones interesadas por encima de los afectos, ni de los números antes que las personas.

Lo que sí quiero recuperar son los detalles, las miradas cómplices, las formas simples de la vida. Quiero que regresen los abrazos apretados y los besos intensos, el disfrute de un paseo ilimitado, las celebraciones con toda la familia, las noches cálidas de verano, los domingos de playa, los viajes acordados, las risas con los amigos, las tardes improvisadas a tu lado. Eso sí. Sin embargo, antes de que todo lo bonito que ya teníamos regrese con más fuerza, deberíamos aprovechar este tiempo de tregua para hacer un ejercicio de conciencia, en lo social y en lo personal. Puede que, después de todo, volvamos a ser las mismas ratas de siempre, como dijo el cineasta Santiago Segura hace algunas semanas, porque el ser humano es así y regresa sin remedio a sus mismas piedras. Aunque también quiero creer que esto que estamos viviendo, y que nunca hubiéramos sido capaces de imaginar, nos dejará al menos un par de buenas lecciones. Pero hasta que ese pequeño poso de un cambio a mejor no quede realmente arraigado, a mí no me dan tantas ganas de volver a la «normalidad».

 

Antes de todo

¿Te acuerdas del último día que saliste sin temor a la calle? ¿De la última mañana que corriste por los pasillos del Metro para no llegar tarde? ¿Del último café que tomaste rozando tímidamente tus manos con otras? ¿De las últimas cervezas que fueron testigo de tus chismes y de tus risas? ¿Te acuerdas del último partido de fútbol que peleaste? ¿Te acuerdas de cómo la rutina era sólida y la vida fluía sin pensar? Parece que fue hace tanto que ya no sabemos si lo de antes era el sueño y esto la realidad, o viceversa. Lo único que ahora alcanzamos a procesar es que eso fue, en cualquier caso, antes de todo. De todo este caos, de todo este drama, de toda esta desolación, de todo este miedo, de toda esta impotencia, de toda esta rabia. Antes de todo, sí, antes, cuando la salud apenas nos importaba.

Y ahora estamos aquí, confinados, viviendo tras los balcones y las ventanas, como si no fuera real este vacío, este silencio, esta maldita calma. Y, como si de una pesadilla se tratara, cada mañana al abrir los ojos aguantamos por unos segundos una larga bocanada de aire para aceptar que estamos completamente despiertos y que todo esto es verdad. Pero que por lo menos seguimos respirando bien. Le pedimos al universo, al destino, a los dioses, a una fuerza sobrehumana, a la fe o la propia vida que nos proteja, que nos ayude, que nos siga manteniendo sanos un día más. Que esto acabe cuanto antes, que nadie más se contagie. Pero sabemos que nuestras plegarias son solo un acto de defensa ante nuestros propios pensamientos, y sabemos también que nadie escapa al infortunio. He ahí nuestro miedo. Contamos los días que llevamos sin contacto con el exterior, calculando las probabilidades de estar o no contagiados, de habernos librado ya, de salvar a los nuestros. Hacemos un recuento para sobrevivir. Quién nos lo iba a decir.

Hace apenas unas semanas nuestras preocupaciones iban por otros caminos. Vivíamos sumergidos en pequeñeces que nos robaban la energía, la alegría. Le dábamos importancia a asuntos que ahora ya ni siquiera recordamos. Batallábamos por cuestiones que ahora sentimos tan nimias que las hemos dejado de lado. Nos escudábamos en excusas para hacer y deshacer, y le echábamos la culpa al tiempo que nos faltaba para muchas tantas cosas. Pues ahora lo tenemos. Ahora que la vida nos ha enfrentado a nosotros mismos tenemos la oportunidad de salir de ésta siendo mejores, o por lo menos, siendo más sabios. Que este tiempo no sea en vano.

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¡Cuídate, cuídanos!

«Al menos hace sol». Esto es lo primero que pienso cuando me asomo a mi ventana esta mañana, más temprano de lo habitual en mí para ser domingo. «Hay mucho silencio, pero al menos hace sol».

Las calles se han vaciado de transeúntes, no se escucha el alboroto habitual de los niños, casi ni hay ruido de tráfico. Se podría decir que estamos en absoluta calma si no fuera porque lo que se respira aquí es de todo menos eso. Estamos confinados. Estamos en estado de alarma.

Hace un par de meses, cuando algo llamado coronavirus comenzó a azotar Wuhan con una inusitada gravedad y se fue extendiendo por otras regiones asiáticas, el resto del mundo lo miramos de lejos con ese aire de superioridad tan propio de quien no se siente amenazado. «El virus es cosa de los chinos que comen de todo y no tienen higiene». Casi casi se lo tenían merecido y, además, son tantos que… El drama humano no nos tocaba. Entonces el coronavirus aterrizó en Italia y ¡ay! Italia ya está más cerca. Relaciones comerciales, afectivas, turísticas… Veíamos a los italianos con más condescendencia: «pobre gente, aunque esto es porque no lo han gestionado bien, ya se sabe que no son muy buenos con las normas». Sí, más tópicos para justificar el avance de un virus que no entiende de razas, fronteras, edad ni clase social. Un virus que ya es pandemia.

«Pero ¿para qué tanta alarma? ¡Si es como una gripe!» nos repetíamos unos a otros hace apenas dos semanas, yo la primera. Estamos tan acostumbrados a que los medios magnifiquen a su antojo, a que las fake news circulen sin contraste, a que todo sea susceptible de ser dimensionado, que cuando pasa algo de verdad ya no nos conmociona. Nos da igual, hasta que, como siempre, empieza a ser demasiado tarde. Se toman medidas drásticas cuando los contagios son miles y los muertos cientos, y nos preguntamos entonces por qué no se tomaron antes. ¿De verdad hubiéramos estado dispuestos a acatarlas días atrás? No lo creo.

Cuando se cerraron las escuelas los niños se redirigieron a los parques. Se cerraron los parques. Cuando las grandes corporaciones instauraron el teletrabajo, las pymes seguían sin tomar medidas preocupadas por proteger antes su economía en el desconcierto de lo imprevisto que a sus empleados. Cuando nos instaban a protegernos, el transporte público seguía abarrotado y las segundas residencias abrieron sin temor sus puertas. Cuando los rumores de propagación se hacían más fuertes, los supermercados sufrieron avalanchas y desabastecimiento (el papel higiénico está viviendo su propio fenómeno). Cuando las informaciones veraces se diluían cada vez más entre los bulos, las farmacias se dedicaron a gestionar las consultas populares en primera instancia. La sociedad se empezaba a agitar, sin embargo, curiosamente, nadie se quedaba en casa. Bajamos el ritmo la última semana, sí, limitamos ese café a media tarde, puede. Dejamos en standby la visita a aquel cliente y pospusimos el cine con aquel amigo, por si acaso. Pero entrábamos y salíamos con libertad, porque podíamos hacerlo.

Hasta hoy.

Hoy la ley nos obliga a quedarnos en casa, con excepciones para hacer la compra (con mesura), acudir a una farmacia, al trabajo si es estrictamente necesario, para cuidar a las personas dependientes y vulnerables, o para pasear rápido a nuestras mascotas. Cualquier movimiento que hagamos debe estar justificado. No, no es ciencia ficción: estamos confinados. No es un capricho ni una recomendación, es una responsabilidad personal y para con la sociedad. Debemos protegernos no solo a nosotros mismos sino a los colectivos de riesgo. Los mayores están muertos de miedo y todavía no nos hemos dado cuenta de cuánto tenemos que cuidarlos, de cuán frágiles son ante el COVID-19. Estremece ese alivio que sentimos cuando en el recuento de los fallecidos la mayoría son personas de la tercera edad con patologías previas, pensando que nosotros como no entramos en ese grupo estamos salvados. Y que, si tenemos la mala suerte de contagiarnos, lo pasaremos y ya está. Pero todos tenemos padres, abuelos, familia en la que pensar y el miedo a la muerte existe, es humano. Y sí, ellos también lo sienten, no por haber vivido más años ya han hecho su campaña y están listos para irse al otro barrio, total, un viejo menos. Ellos merecen dejarnos cuando les llegue su momento y no agonizando en un hospital saturado que por falta de medios tendrá que decidir que sí, por desgracia, este es el momento. Sin despedidas, sin funerales, sin adioses. Porque ya está pasando en Italia, así que, si no te vas a cuidar por ti, hazlo por tu padre, por tu madre, por tus abuelos… Porque la vejez nos llega a todos, deberíamos tenerle mucho más respeto.

«Al menos hace sol». Sigo mirando por la ventana mientras escribo. Un padre ha bajado con sus dos hijos pequeños a la calle, sin alejarse de la puerta de casa, a que les dé el aire cinco minutos. Vuelven a entrar. Dos runners corren en pareja por el paseo, estos todavía no han entendido nada. Una chica paseando con su perro, un señor que viene de comprar el pan. Nadie más. Silencio. Ese silencio que lejos de aliviarte, te incomoda. El típico silencio que a mí me invita a pensar, mi vicio solitario. El que te reformula, te grita, te pregunta, te aconseja. El que te lanza de bruces contra la realidad. El silencio que te acuchilla el espíritu y te redefine los valores. Y pienso, sí. Pienso en mi gente y en lo importantes que son, todos ellos. Y en la impotencia de no poder vernos, de no poder tocarnos, de no poder estar. Es como si la prohibición te sublevara las emociones, como si de repente quisieras impregnarte de ellos un poquito más. Afloran los sentimientos de pertenencia a tu propio clan y la compañía cobra vital relevancia, no nos gusta estar solos ni incomunicados. Pienso en quien quiero tener a mi lado y en la falta que hacen ahora esos abrazos que no nos podemos dar. Pero que volverán. Porque esto que pensamos que nunca viviríamos también pasará. Y saldremos a la calle, y llenaremos los bares y restaurantes, las playas, las montañas. Y retomaremos la rutina, los colegios, las aficiones, los trabajos. Y los niños gritarán, y el tráfico se congestionará, y nos apelotonaremos en el Metro por las mañanas, y reiremos mirándonos de cerca a los ojos, y nos haremos fotos apretujados en la siguiente comida familiar, y nos acariciaremos la piel y el alma, y nos besaremos con furia en el reencuentro, y no nos soltaremos las manos en mucho tiempo, y nuestros mayores también lo contarán.

Nos esperan tiempos muy complicados.

Sé responsable, por ti, por todos.

Quédate en casa. Cuídate. Cuídanos.YOMEQUEDOENCASAP.D.: Gracias a todas las personas que componen los servicios sanitarios, a los empleados de supermercados y farmacias, servicios sociales y a toda esa gente que, por ayudarnos, no puede quedarse también en casa. ¡¡GRACIAS!!

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