La luz ámbar del fuego ilumina suave la estancia, concediéndole calor a esta fría noche de marzo. El ondear de las llamas en la chimenea se vuelve hipnótico a sus ojos mientras el silencio se adueña de ellos. Solo el chisporroteo de los troncos ardiendo los saca de vez en cuando de su ensueño. Eso, y los roces casuales que sus dedos se dan sin querer, queriendo. Una tímida sonrisa le sigue a cada uno, sin apartar la vista de ese fuego. Un fuego que los envuelve, que los seduce, que los atrapa.
—¿Qué piensas? —pregunta ella, relajada.
—¿Tú? —responde él, curioso.
—Pues no sé… Que me gusta estar aquí, así, lejos de todo—se atreve—, contigo.
Él sonríe y la mira, entre pícaro e inquisitivo. Ella se sonroja. Sus mejillas acaloradas resaltan el color de sus ojos, que parecen más brillantes y oscuros esta noche, y el de sus labios carnosos, abiertos ligeramente intentando quizá buscar un argumento mejor.
—Y a mí —suspira él, siempre más parco en palabras, mientras se recuesta sobre ella apoyando la cabeza en su regazo, rompiendo la escasa barrera de centímetros que los separa—. Cuéntame cosas.
A ella le encanta tenerlo así, acurrucado en su cuerpo, confiado como un perro panza arriba listo para ser acariciado. Le revuelve el cabello con ternura, jugando con sus remolinos traviesos. Podría decirle que le quiere, nada más simple y revelador que eso, pero ¿será suficiente? Lo observa desde arriba, desde esa perspectiva de poder otorgado únicamente por la postura. Se miran largo rato, confesándose con gestos delicados todo lo que callan sus almas a veces tranquilas y otras atormentadas. El fuego que resplandece en sus pupilas no proviene solo de la chimenea, aunque los enmarque de forma especial en esta madrugada.
—¿Y qué quieres que te cuente? ¡Siempre te cuento cosas! —responde ella, risueña—. ¿No te aburres de escucharme?
—¡Pues claro que no, loca! —protesta haciéndose el ofendido—. Me gusta saber todo de ti, ¿que no te das cuenta?
Sí, sí se da. De eso y de cómo la mira esta y todas las noches que se pueden tener. Y de cómo lo hacen también esos días cuando, rodeados de gente, se buscan como gatos al acecho, entre el sigilo y el misterio, ajenos al qué dirán. Porque ellos se ven de esa manera única y extraña que solo una perfecta conjunción de amor y deseo es capaz de provocar.
Ella comienza su relato de cotidianeidad con dulzura, como quien le narra un cuento a un niño antes de dormir. Nada importante en realidad: rutinas, quehaceres, dudas, planes. Cualquier tema ocurrente, cierta provocación y alguna broma por medio después. Así pasan las horas, entre palabras, caricias y cómodos silencios.
El fuego mengua pidiendo más leña. Él se levanta para avivarlo y ella siente un escalofrío espontaneo recorriéndole la piel. Afuera la noche se difumina lenta mientras el rocío cala. Busca un par de mantas y se acuesta sobre la alfombra, junto a la chimenea.
—Ven, abrázame.
Bailan los destellos de un ardor creciente en sus miradas antes del primer beso. Los labios se palpan cautelosos, saboreándose sin prisa. Poco a poco se encuentran las lenguas, mientras las manos buscan el calor de los cuerpos bajo la ropa, que osada se desliza dejando al descubierto cada centímetro de piel. Los dedos, ágiles, corretean curiosos por los recovecos del placer. Las respiraciones se entrecortan y se aceleran por momentos. Se contemplan sin pudor y sonríen. Se saben seguros de una pasión desmesurada que están obligados a contener. Pero no ahora, no aquí, no juntos y a solas.
Él la recorre entera, despacio, agitando su mar. Ella lo hace palpitar en su boca en una plácida tortura. Se enredan sus piernas, prisioneras de tanto deseo. Él la observa ahora desde su atalaya de poder mientras ella se deja admirar antes de atraerlo magnética hacia sí. Se funden sin censura el uno en el otro, apretándose rítmicamente en una febril danza de caderas al compás de sus besos. Sentirse, eso es todo por ahora. Amarse, antes y después.
Una última sacudida de placer los conduce al abismo. En esas décimas de segundo se lo dicen todo, incluso lo que ni siquiera saben que se quieren decir. Después se rinden cansados, jadeantes, desarmados. La lumbre sigue desprendiendo formas de luz que se sombrean ahora en sus cuerpos perlados. Juegan a intentar trazarse las siluetas efímeras mientras sus latidos se sosiegan y sus respiraciones se relajan. Abrazados, se miran a los ojos en silencio, sonrientes, indagadores. No es la primera vez que se descubren tan vivos en una llamarada, pero quizá hasta este momento nunca se habían visto de verdad reflejados el uno en el otro, mecidos por el fuego de una chimenea, protegidos en la paz de la montaña.