Tanto ruido en el silencio

Se había imaginado muchas veces ese momento. Como tantos otros, en realidad. Solía hilvanar de ilusiones su corazón y su cabeza. Lo que podría llegar a sentir, cómo se lo diría, su reacción. La miraría desconcertado primero, no tenía duda, pero luego la abrazaría con esa fuerza que solo él le daba. Reirían nerviosos, ella dejaría brotar alguna lágrima serena. Todo estaría bien.

Sentada en la orilla repasaba con tristeza aquellas situaciones que un día quiso hacer reales. Todas fruto de la ensoñación romántica, del deseo, del amor. No, no tenía que culpabilizarse por haber sentido tanto, pues así era como sentía ella. Hasta el límite, sin censura, sin miedo. Y no, no tenía tampoco que martirizarse ahora por no haberse dado cuenta antes. «La gente, cuando ya no les sirves, te desecha sin más», pensaba mientras jugueteaba con la arena entre sus dedos. 

Era un día frío de otoño. El mar estaba imponente y bello. Ella y su relación con el mar… Con la vida en todas sus formas. Se llenaba los pulmones inspirando el aire salado que le llegaba en cada ola, como si fueran sus propias emociones en un vaivén sin tregua. Así se sentía desde que lo supo. «No, no… Fue un poco después», afirmaba. Tras el choque inicial que la desbarató en segundos, se sosegó luego en la esperanza. Confió en el tiempo, que todo lo acomoda. Pero lo único que acomodó fue la desesperación. Los días iban pasando y el silencio se hacía más denso. Lo conocía demasiado bien como para no saber interpretar ese tipo de señal. Ya eran muchos años de juegos y sombras.

Algunas mañanas, antes de meterse en la ducha, le gustaba detenerse para calibrarse desnuda frente al espejo. Había llegado a sentir rechazo por su propio cuerpo porque era lo único que a él le interesaba. A eso la reducía, a las cenizas de una pasión que ahora la asfixiaba. Qué asco, y qué pena. Tenía ganas de contarle lo que ocurría y que estallara todo por los aires, si es que era eso lo que tenía que pasar. No podía seguir haciendo malabares para no incomodar a los demás. Estaba harta. Cansada de esperar con una paciencia sumisa impropia de ella, para evitar que la volvieran a tildar de intensa. Solo pidió dos horas en un café. No le quiso conceder ni eso.

El amor no duele. Había escuchado esa frase hacía poco, no recordaba dónde. Sintió que era muy cierto. El amor no debe doler. Lo que duele es la falta de respeto, la indiferencia, el engaño, la traición, el abuso, la cobardía, el egoísmo. Tanto ruido en el silencio. «Y todas esas cosas que te acuchillan el alma, como este mar helado que me salpica en los tobillos», murmuraba para sí. Se acercó un poco más, despacio, sintiendo la frialdad recorriéndole las piernas por debajo de los pantalones. El agua estaba tan gélida que la piel se tornaba insensible al cabo de un rato. No le importaba. Se adentró, conteniendo la respiración.

Había imaginado tantas veces aquel momento y, sin embargo, ni en sus formas más amargas lo pudo haber soñado así. Las lágrimas caían a borbotones sobre el mar, mientras él, en cualquier otro lugar, disfrutaba tranquilo del destino que le había robado. Dio otro paso. Solo quería cerrar los ojos y ser feliz. «Porque no puedo hacerlo sola», trataba de convencerse. El agua comenzaba a sacudirla por la cintura cuando se llevó la mano al vientre en un acto reflejo. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo más importante, y se detuvo en seco.

No, no era cierto. No estaba sola. Ya nunca más estaría sola. 

Los corazones rotos

Los corazones rotos no tienen memoria. Se rompen y se reconstruyen con la esperanza de que ese dolor nunca vuelva a ocurrir. Los corazones son demasiado ingenuos. Sufren rasguños, cortes, golpes, taquicardias. En el peor de los casos también paradas. Pero en general aguantan como campeones sin darse cuenta de que ya pasaron por todo eso antes de quebrarse en dos, la primera vez. Ellos no lo recuerdan, no lo prevén, no saben adelantarse a los acontecimientos ni descifrar las señales de alarma. Son así de tontos, los pobres. Se entregan a un abismo de incertidumbre porque son generosos y espontáneos, porque rezuman bondad, esperanza y un tremendo amor. Esos son los corazones que más sufren, los que batallan las guerras más duras, los que pierden siempre en el intento de ganar un poco de afecto. Los que esperan ser correspondidos hasta las últimas consecuencias.

Y es que los corazones rotos no saben jugar. No entienden de reglas, ni de estrategias, ni de dobles intenciones. Ellos sólo están ahí, remendándose cada vez, cosiéndose los recuerdos bonitos para sobrevivir al desastre, confiando en que todo lo malo pasará y volverán a ser felices. O por lo menos a palpitar tranquilos, que es un tipo muy necesario de felicidad. Los corazones rotos se exponen tanto que, justo antes de romperse, dejan de latir por unos instantes. Es en ese preciso momento, en ese denso vacío que queda, en el silencio amargo que sube por la garganta, cuando se siente el terrible crujido que lo destruye todo. Basta una palabra, dos. Una noticia devastadora o una simple frase a destiempo para hacer cambiar el sentido de las cosas que hasta entonces eran una realidad. Ya no son dos partes las que estallan, como aquella primera vez. Ahora son demasiados añicos reventando por las cicatrices de siempre, esas que un corazón roto se empeña tanto en ocultar.

Sí, es cierto. Los corazones rotos no tienen memoria, porque si la tuvieran yo no tendría que escribir hoy estas palabras ni ellos se dejarían romper más.

Un colibrí herido

Se fue sin equipaje una mañana cualquiera y, aun así, se lo llevó todo consigo. Por qué ese día y no otro, quién lo sabe. ¿Lo había decidido de antemano? ¿Lo tenía programado quizá? ¿O se trataba de un impulso cruel? Ni siquiera se despidió.

Ella se quedó acurrucada en la cama como un colibrí triste y asustado, herido en sus alas, incapaz de reaccionar. Primero la sorpresa, después la duda, luego la rabia, y más allá la pena de no saber por qué, de no merecer tan solo una explicación. Pero la gente hace esas cosas: desaparecer.

Pasaron los días. Los recuerdos golpeaban feroces en cada resquicio del corazón mientras la ausencia se volvía tan pesada que asfixiaba. Las manecillas caían lentas de los relojes. Las madrugadas se tornaron eternas. Los pensamientos estrangulaban la razón que no tenía. Y las respuestas no llegaban.

¿Por qué? Era lo único que alcanzaba a balbucear entre tanta confusión. Una y otra vez, y otra, y otra… ¿por qué?

Se martirizaba recreando cada escena en su mente, las conversaciones previas, las pistas que debían indicarle lo que iba a suceder. Trató de buscar el momento exacto en el que el lazo que los unía se les rompió de una forma tan desgarrada, pero fue incapaz de encontrarlo porque no existía. Lágrimas de impotencia acuchillaron sus mejillas.

Poco a poco aprendió a enmarcar una sonrisa automática, por aquello de las apariencias. Sin embargo, lo cierto es que le pesaban las emociones como un amasijo de hierros atravesándole el alma. Un estremecimiento mezcla de esperanza y angustia le recorría el cuerpo cada vez que un pitido anunciaba noticias, aunque el agotamiento por el silencio que la azotaba sin tregua la mantenía anestesiada. Vacía. Cansada.

Salió entonces a tientas, tras intentarlo todo, con los pies fríos de andar largo tiempo perdida y descalza. Si no la querían ruidosa tampoco la tendrían callada. Recogió los retales de amor propio que creyó que le quedaban y como una cobarde, lo que no era, se fue también sin equipaje ni despedidas una noche cualquiera.

Naufragio

Abro con esfuerzo los ojos en medio de la oscuridad. Todavía no ha amanecido y hace frío. Tengo frío. Las mantas me envuelven, pero el calor me rehúye. Tiemblo. Siento los párpados pesados, doloridos. Los vuelvo a cerrar. Me cuesta respirar, las lágrimas de anoche se han hecho escarcha en mis fosas nasales. Tengo los labios resecos, se quejan sus grietas formadas de madrugada con mi propia sal. Entonces no, no lo he soñado.

Me palpo la cara, buscando más señales de realidad, confusa. Surcos de afluentes sin cauce me cruzan las mejillas y se pierden por mi cuello. El cabello revuelto como las sábanas, la almohada húmeda y viscosa como mis heridas, supurando decepción y rabia, miedo, incertidumbre, pena. Deseo.

Silencio. Las calles siguen dormidas, no sé ni qué hora es, ni cuánto tiempo he conseguido apaciguar los latidos que anoche me retumbaron hasta enloquecer. Más bien poco, a juzgar por mi estado de lentitud y desconcierto. Aún trato de entender qué pasó, cómo pudo ser.

Necesito ir al baño y comprobar si una pesadilla puede ser verdad. Si esta lo es. La imagen que me devuelve el espejo me hace flaquear. Una mujer de ojos hinchados y tez cadavérica me devuelve una triste mirada. Esa no soy yo. Y sin embargo, cuánto se me parece. Un escalofrío nace en mis pies desnudos al contacto con el mármol del suelo. Siento náuseas. Voy a vomitar.

Nunca me ha gustado la fragilidad de un cuerpo sumiso arrodillado ante el inodoro, pero no me queda más remedio que hacerle una repulsiva reverencia. El estómago escupe cruel en un cortejo fúnebre todas las mariposas ejecutadas que yacen en mi interior. Que ya no volarán más. Lloro por ellas y su ingenuidad.

Abro el grifo del agua caliente para llenar la bañera. Casi nunca la utilizo, la vida no nos deja ni tiempo para esos pequeños placeres. El vapor inunda poco a poco la estancia, empañando los cristales en un vaho persecutorio. Dibujo un corazón y le pongo tu nombre. Sé que eso también se desvanecerá.

Me desnudo sin prisa, recreándome en la belleza del cuerpo femenino y odiándome por ella. Ese es el único tesoro que muchos anhelan, y esa es mi terrible condena. Vuelvo a temblar de frío. Alcanzo a dedicarme una mueca vacía antes de que la neblina me borre. Estoy tan delgada.

Resignada, me sumerjo. Se me eriza el vello por un segundo, al contraste, pero pronto me adapto a la temperatura infernal. Me quedo largo rato inerte, acallándome, mecida por este mar improvisado. Cierro los ojos y dejo que los recuerdos felices me penetren suaves en un intento vano por salvarme. De ti, de mí, de todos.

Sin darme cuenta, las lágrimas han empezado a brotar de nuevo y se funden como ríos en un océano de fracasos, soledad y mentiras. Inhalo una bocanada de desesperación y me hundo por completo en esta bañera redentora. Oigo como un eco el sonido del agua desbordándose porque el grifo sigue abierto, y no me importa. Mi alma pide clemencia mientras me arrastra con furia este roto corazón. Sonrío levemente, quizá, en medio de una cruenta batalla de emociones y supervivencia, aunque tampoco estoy muy segura de eso. Yo solo quería que me quisieras…, pienso, y me dejo llevar.

Vencida, ya no soy más que silencio y efímeras pompas de jabón.

El mar en sus labios

Cuando abrió los ojos aquella mañana y lo miró durmiendo a su lado se sintió tan atrapada que quiso huir. ¿Por qué ahora? Después de todo no era la primera vez que despertaban juntos tras una noche frenética. Había habido muchas de ésas, incontables, inconfesables. Y sin embargo aquella mañana algo cambió. Quizá no fue de inmediato, quizá ese desasosiego, ese hastío, venía gestándose tiempo atrás pero para ella no habían sido más que señales difusas que intentaba apartar de su mente, puede que también de su corazón.

Se levantó despacio, no sabe si por miedo a ser descubierta o por la desazón de llevar a cabo su plan. Decirle adiós no era fácil, quizá por eso pensaba aprovechar ese momento para salir sin decir nada. Sí, como una cobarde. Pero cuántas veces quiso hablar, cuántas cosas intentó decir sin que la entendieran, sin que le prestaran atención, sin tan siquiera una bronca o una réplica. O quizá es que nunca nadie le dijo lo que ella quería oír, lo que sentía que merecía, y ya se había cansado de eso. De ser la parte perdedora, la segunda en el podio, la que nunca recibe los honores. Ya se había cansado de ese hábito que durante años la mantuvo lejos de la exclusividad siendo la que dándolo todo no pedía nada a cambio. Se acostumbraron a esa mujer todos los que jugaron entre sus piernas y al final ella también se acomodó a ser quien probablemente no era. Al fin y al cabo lo pasaba bien.

Pero aquella mañana algo en su interior se le rompió. Sintió que se le quebraba la esperanza de que por una vez las cosas iban a ser diferentes, de que él daría los pasos necesarios, de que apostaba por un futuro sin mentiras, sin engaños, sin secretos, sin terceros, sin huidas. Pero se dio cuenta de que eso nunca sería posible, salir de la comodidad establecida era probablemente una quimera y ahora la que huía era ella. A tientas recogió su ropa del suelo y salió de puntillas de la habitación. Lo miró por última vez bañado por la tenue luz que dejaba entrever la persiana bajada hasta la mitad y con mucho esfuerzo le lanzó un beso al aire y le susurró un tímido adiós.

ti-al-mareRespiró hondo al llegar a la calle sintiéndose libre y aterrada. Lloró tras los cristales de sus gafas de sol pero mantuvo la cabeza alta y comenzó a caminar sin rumbo. Ya estaba fuera, ¿a dónde iba? El sol de la mañana le calentaba la piel pero ella sentía frío. Un frío intenso y hueco recorriéndole el cuerpo, haciéndola temblar. Tuvo que sentarse en un banco antes de poder continuar andando, le flaqueaban las piernas y las lágrimas ya no le dejaban ver tras los cristales empañados. Tenía que serenarse y calmarse, no la podían ver así, maldita alma en pena, respira.

Pensó en si lo que estaba haciendo era lo correcto y en si a estas alturas él ya se habría dado cuenta de su partida. Quiso enviarle un mensaje, quizá le debía una explicación, pero el temor a volver atrás le hizo recapacitar. Se puso en pie y ahora con más rabia que tristeza se fue directa a la estación central. La suerte quiso que un tren parado en el primer andén fuera directo a la costa, sin demora. Así que casi sin pensar pagó su billete y subió. Le daba igual el destino mientras pudiera ver el mar…

El tren empezó a traquetear cada vez con más ritmo mientras se alejaba de la estación, de aquella ciudad, de su prisión. Se quedó absorta mirando el paisaje, primero las fábricas, después los campos, más allá el Mediterráneo. No pensó en nada, sólo quería sentir paz y callar las voces beligerantes en su interior. Esas voces que le decían vuelve, te quiere. Calma, no desesperes. Todo cambiará. No, no lo hará. Esa guerra de emociones que la seguía aturdiendo, confundiendo, martirizando. Cerró los ojos y se dejó mecer por el vaivén, adormilándose, agotada. Cuando el tren llegó a su destino bajó con rapidez en busca de ese espigón que conocía bien, en la playa de su infancia. Quizá la inercia la había llevado hasta allí, quizá fuera la necesidad de refugiarse incluso de sí misma en los recuerdos felices de su niñez.

Inspiró el aire que provocaban las olas al chocar contra las rocas, mezcla de sal y dulzor. El fuerte olor a mar se le colaba por la nariz y se le agarraba al paladar, pero le gustaba. Sumergió los pies en el agua y se acarició las piernas con las yemas de los dedos, dibujando caminos de gotas, formas etéreas que no significaban nada. Se quedó largo rato allí sentada, quieta, en silencio, descifrando la línea del horizonte, intentando adivinar qué había más allá. Otros lugares, otras tierras, otras personas. Puede que un viejo amor. Sonrió. El amor… Siempre de vuelta a él. Y en esa sonrisa melancólica notó un intenso sabor a mar en sus labios. Una lagrima salada le recordó que lo que escuece un día sana y eso no es muy diferente a lo que ocurre con las heridas del corazón.

 

 

 

Las letras en su espalda

Ella se enamoró, de qué serviría negarlo. Se enamoró primero de todo de sus manos, de sus meñiques torcidos, de la lúnula de sus pulgares. Se enamoró de la simetría de su boca y de sus ojos algo rasgados. Y luego, lo que es peor, se enamoró de su risa exagerada y de sus andares descompasados. Cuando se dio cuenta de que se había enamorado también de la cicatriz de su ceja izquierda ya era demasiado tarde como para tener que olvidarlo. Se le metió ese amor en las entrañas con tanto ímpetu como desconcierto. Se le agarró al pecho, se le subió a la cabeza, le inundó de prisas el corazón.

Fue una locura, sí. ¿Pero de qué otra forma se puede vivir el amor?

Ella se enamoró una noche a principios de verano cuando sólo eran un par de extraños calibrándose frente a frente entre miradas discretas y tímidos roces. Pero la violencia de las emociones que embisten para dejar huella se hizo notar cuando el embrujo de sus ojos negros dio paso al consentimiento de sus labios y éste a la pasión de sus cuerpos. Se enamoró de su aroma y del abrazo que la rodeó aquel amanecer y un millón de veces más, todas las que la vida se lo permitió. También se enamoró de la lluvia que los refugió bajo el mismo paraguas, de su piel tostada mecida por los rayos del sol tras las ventanas, del dibujo etéreo de su perfil al trasluz y de su boca ansiosa buscándola a oscuras cientos de madrugadas.

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Se enamoró de la picardía de un guiño y de la atracción irreverente de aquella mirada. Del deseo que emanaban sus poros y de ese cierto temor que sólo lo que se sabe efímero es capaz de otorgar. Se enamoró del nerviosismo que su presencia le provocaba, del nudo en la garganta, del brillo en sus pupilas, del húmedo placer que resbalaba entre sus piernas cuando los centímetros se acortaban. Se enamoró del anhelo, de la inercia y de la calma. Se enamoró en todas las idas y venidas de cada risa y sorpresa, de las confesiones amargas, del puñal de los celos y quizá también del dolor que la ausencia le provocaba. Ella se enamoró del misterio que no era, de las voces que la atormentaban, de un sueño más pueril que real, de sus lágrimas saladas.

Se enamoró de un ego beligerante necesitado de independencia y compañía. Del perro del hortelano que ni come ni deja comer, del hombre oculto tras la máscara que creyó llegar a conocer. Se enamoró del conformismo, de la fuerza, del fuego y del olvido. De las caricias certeras y de los halagos oportunos, también de las excusas que cicatrizaban y de las heridas que sin darse cuenta se le gangrenaban. Se enamoró de las reconciliaciones a besos, de los dedos entrelazados, de los susurros al oído, de los latidos acelerados. Se enamoró del orgullo, de la soledad, del daño vanidoso, de aquella tarde de playa paseando junto a la orilla del mar.

Ella se enamoró del exotismo y de la utopía. Del futuro que imaginaba, de las raíces que dejaba, de los cimientos que poco a poco construía. Se enamoró de las esperas y de los reencuentros, hasta de aquellas noches en vela sumida en tantas fantasías. Se enamoró también de las películas que nunca vieron, de los libros que quedaron amontonados en el cajón, de la primavera violácea en su jardín, del inmenso caos que fluía torpe a su alrededor. Se enamoró de la inestabilidad, del extraño sabor a derrota, de la eterna ilusión, del hijo que nunca nació. Se enamoró de una promesa rota y de una triste canción igual que de todas las letras que le escribió a tientas sobre su espalda en aquella oscura habitación. Pero él sólo entendía ‘Roma‘ cuando ella quería decir ‘amor‘.

 

 

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