Intenciones

Llegará el verano con su irreverencia habitual, sus vestidos bailando al son de la brisa, el calor sofocando el cielo y el alma, las gotas de sudor perlando la columna vertebral como pequeñas guías de amor. Y tú, ¿dónde estarás?

Volverán las noches de insomnio y las ventanas abiertas de par en par, las sábanas ausentes o revueltas, la ropa caída en el suelo, el frenesí de los abrazos atrincherados durante meses, la urgencia por despertar unos labios resecos de besos y de sonrisas. Pero tú, ¿volverás?

Regresarán las respiraciones agitadas, los latidos sordos de un corazón acelerado, las cosquillas que juguetean entre las piernas enredadas, el agua que emana sin tregua y la marea que nos alcanza desenfrenada. Y tú, ¿también vendrás?

Se dibujará poesía en las miradas y nada importará más que nuestros nombres, brotarán emociones contenidas en lágrimas liberadas para no engañarnos más, y la vida que nazca será la más pura, la más cierta, la de verdad. Pero tú, ¿lo permitirás?

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Sonarán melodías de añoranza frente al mar y el horizonte pintará de colores la distancia que nos rompe en pedazos y nos quiebra la calma. Las velas se derretirán sobre el pastel antes de que el deseo se pueda soplar, y la incertidumbre del mañana otra vez sobrevolará… Y tú, ¿me escribirás?

Estallará la pirotecnia de las ferias al atardecer mientras el fuego del delirio arde en el bronce de la piel. Se olvidarán algunas cartas inacabadas en el tintero y las palabras que nunca fueron dichas por miedo se derramarán. El futuro nos preguntará a quemarropa qué camino pretendemos tomar y entonces yo le contaré cuánto te quiero… Pero tú, ¿te atreverás?

Pasará el verano tan fugaz como siempre, y el otoño traerá consigo flores secas, alguna promesa cansada y cierta fragilidad. Los relojes retomarán el compás marcado y miles de mariposas pelearán su batalla final y, lo confieso, pienso dejarlas ganar. Y tú, ¿también lo harás?

Se rendirá la memoria ante aquel par de fugitivos que ya no huirá, las riendas que la costumbre ató se romperán, el oleaje del sacrificio querrá vernos naufragar, aunque los sueños tejidos por las comisuras de la felicidad prevalecerán. Y, después de todo, cuando la ausencia cese y el mundo avance, yo seguiré en pie aferrada a mi destino… Y tú, ¿me esperarás?

 

 

 

El número dos

Ahora que los futboleros estamos bailando entre el nervio y la pasión el cierre de las competiciones del curso, pasando revista al trabajo realizado durante el año y esperando con ganas ese colofón final que nos eleva o nos hunde, me planteo la similitud entre el deporte y la vida. Entre la competición y la ambición. Entre ser el primero y ser el resto.

Y no hay peor lugar que el segundo.

Por muchos esfuerzos que hagas, por muy lejos que intentes llegar y aunque le pongas hasta el corazón, la bofetada del segundón no tiene consuelo. Sí, es cierto, no fue tan mal, lo importante es participar. Pero ese alivio deportivo no calma cuando sabes que quizá podrías haberlo hecho mejor, tú podrías tener el primer lugar. El de la gloria y el honor.

Pero cuando estás en el lugar del casi, del ni chicha ni limoná, a las puertas del cielo rozando el premio sin poderlo alcanzar… Ese maldito puesto que con el tiempo nadie recordará se te enquista en las entrañas mientras esperas una nueva oportunidad para dar más, para dar mejor, para ganar.

No es tan diferente de la vida. Todos queremos ser campeones, no vinimos a este mundo a participar, a verla pasar, a vivirla a través de los demás. La vida es nuestra carrera de fondo más importante, con sus caídas, sus miedos y sus ya no puedo más. Todos queremos portar de vez en cuando la corona de laurel, incluso los que predican más humildad. A nadie le gusta ser el número dos ni el cero a la izquierda, mucho menos que otros te releguen a ese lugar.

Segundo plaloserto, comodín, plan B. No queremos ser eso aunque a veces sin darnos cuenta caigamos varios puestos en la lista y decidamos por un tiempo conformarnos porque ya no tenemos más ganas de luchar. Soltamos las riendas y nos dejamos llevar, nos ajustamos a ser ese «dos» sombrío al que nadie presta atención, el que no tiene cabida en los momentos importantes, ése al que le dan la palmadita para intentarlo conformar. Casi con la indulgencia de un «ya te llamaremos» mentiroso el número dos pasa sus días sin pena ni gloria sabiendo que es lo suficientemente bueno como para mantenerse ahí, como para que lo busquen y necesiten de él, pero no tiene el estatus social que se lo reconozca y al final la recompensa siempre se la lleva otro.

Hasta que un día el eterno segundón se cansa y da un puñetazo sobre la mesa. Aut Caesar aut nihil. Ya no más estar detrás y ver cómo las atenciones le pasan rozando. Ya no más hacer el trabajo sucio y estar a disposición de intereses ajenos. Ya no más cinco míseros minutos de gloria y 23 horas de silencio desleal. Que ser segundo nunca fue sinónimo de rendir pleitesía ni vasallaje. Que el número dos no vive a la luz como el primero, pero tampoco se merece mentiras de consuelo.

Si no se puede ganar, cambia de competición. Pero no te conformes con ser siempre el comodín, un plan B ni la segunda opción.

Y eso aplica en el deporte, en el trabajo, en las relaciones personales y en la vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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