La espada de Damocles

Confieso que hoy se me ha quebrado el alma. Esta mañana se ha celebrado el funeral de Estado por las víctimas que la COVID-19 nos ha dejado, y sigue haciendo, desde el pasado mes de marzo. Y me he dado cuenta de que nuestra mente posee cierta capacidad para asimilar, no sé si normalizar, las situaciones adversas cuando estas se prolongan en el tiempo. Nos hemos acostumbrado a los bailes de cifras, olvidando a menudo que tras ellas los bailes que cesan son vidas. Vidas de todo tipo, porque este virus no distingue edad, ni clase social, ni cultura, nacionalidad, sexo o religión. Vidas que esta mañana se me han antojado mucho más cercanas, más palpables, más certeras. Y he sentido un tremendo escalofrío doblegarme la costumbre por habernos habituado.

Porque todavía, a veces, lo tomo por irreal. Cuando camino por la calle y cruzo miradas sobre el horizonte de las mascarillas, vislumbrando sonrisas ocultas tras la tela, me pregunto cómo es posible que esto esté pasando. Más bien es como si se tratara del escenario de una de esas películas apocalípticas que nunca me llamaron la atención por ser inconcebibles, pura ciencia ficción que ahora ha cambiado de género para ser drama. Lo es. Un drama que nunca hubiéramos imaginado vivir y que en algunos momentos no creemos ni que lo estemos viviendo. Por supervivencia, quizá. Por descuido también.

Es cierto que el reloj no se detiene, que no podemos encerrarnos sine die en la cápsula del temor o la pesadumbre, que queremos salir y disfrutar, como siempre hemos hecho, como llevamos intrínseco en nuestro espíritu social. Sin embargo, la pandemia nos ha propinado un bofetón de crudeza y le ha puesto un precio muy elevado a la salud, esa silenciosa amiga que nunca valoramos hasta que la perdemos, y para entonces ya suele ser demasiado tarde. El coronavirus nos parecía algo lejano al principio, algo exagerado después, algo temporal incluso… Y así llevamos cuatro meses batallando con el desasosiego y la esperanza a partes iguales.

Oficialmente se cuentan más de veintiocho mil fallecidos en España, aunque otros datos, quizá de mayor fiabilidad, superan los cuarenta mil. Números que trazan estadísticas pero que surgen con nombres y apellidos, con historias contadas o por contar, con corazones latentes que de pronto se tuvieron que apagar en soledad, quién sabe si con angustia. No, no se lo merecían. Ni los ancianos en sus residencias, ni las mujeres y hombres que dejaron huérfanos tras ellos, ni los jóvenes que pecaron como tales al pensarse inmortales, ni los sanitarios que por su trabajo y vocación sacrificaron el regalo más preciado que poseemos: la vida. No, nadie merece un final tan frío y cruel como el que esta enfermedad provoca. Te despoja de ese último apretón de manos cargado de sentido, de esa última mirada implorando por la memoria, de ese roce de una piel que se desvanece entre los dedos. Te deja sin opción a nada, ni siquiera a un adiós.

Esta mañana, entre el dolor y alguna lágrima, ante los himnos, las músicas, las palabras… me he sentido egoístamente afortunada por no tener que lamentar una pérdida, por no tener que sentirme representada ante la ausencia de un ser querido. No obstante, la inquietud a que caiga la espada de Damocles persiste, y entonces es cuando siento el helor, la parálisis, el silencio. Puede que también el miedo. Miedo a la incertidumbre cada vez que se sale de casa y se regresa, por mucho que se tomen todas las precauciones y se actúe con extremo cuidado. Miedo a encontrarse un día mal, o raro, o distinto. A que pase, a que te toque, a los tuyos. A ser el centro de una diana, o ese zumbido que sigue esquivando balas. Miedo a que todo cambie en un segundo, porque es así como siempre cambia. Sin avisar, sin margen para pensar, sin retorno ni permiso.

Pero el miedo continuo consume y se vuelve insoportable. No se puede adueñar de nosotros ni condicionar nuestra forma de ser y de estar, nuestro carácter, el futuro, por incierto que sea. Supongo que ahí nace esa suerte de inconsciencia, u olvido, que nos permite avanzar en la cotidianidad sin pensar en el acecho de un virus sigiloso que sigue campando a sus anchas. Hasta que actos como el de esta mañana, cargados de triste emoción, te recuerdan cuán frágiles somos en realidad, y cómo queremos aferrarnos a los nuestros, y a la vida.

Confieso que hoy se me ha quebrado el alma.

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Entender la muerte, valorar la vida

La muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida. André Malraux.

Todos tenemos miedo a la muerte. No al acto en sí mismo de morir, no a que pueda doler físicamente o a la incertidumbre de cómo sea ese momento cuando llega, porque al fin y al cabo cuando llega, llegó. Seguramente no le tenemos miedo a eso porque ni siquiera lo pensamos, supongo que uno nunca piensa que va a morir (si todo va bien) aunque sepamos que ése es el único destino inexorable y común de todos. Puede que el propio subconsciente nos aleje de tales pensamientos precisamente para que podamos vivir con cierta esperanza y felicidad.

Lo que nos da realmente miedo es la muerte de las personas que queremos. Nos da miedo que un día, sin más, se termine. Nos da miedo que vayan a sufrir una enfermedad o que de repente mueran encontrándose solos. Que la vida sin previo aviso les diga hasta aquí, y que con ellos a nosotros también nos lo diga. Nos da miedo que hoy sea el último día y que queden cosas por decir, porque siempre nos quedan palabras enredadas en el silencio. Nos da miedo la soledad que conlleva la pérdida, el desasosiego, el vacío, la rabia, los porqués. Nos da miedo tener que aceptar que ya nunca más los volveremos a tocar, a sentir, a tener.

Nos da miedo pensar que un día sólo los podremos custodiar en la memoria. Que convertiremos en recuerdo esa forma de reír, los chistes malos, el andar de sus pasos, los abrazos. Que habrá una silla vacía y una voz menos en nuestro caos personal. Que ya no podremos contar con esa opinión, ese halago o ese reproche. Que tendremos que aprender a vivir una vida que no sabemos cómo se vive, pero que como todo, asimilaremos por nuestra propia supervivencia y a marchas forzadas.

Nos da miedo dar por hecha la eternidad sabiendo bien que no existe, confiar en el tiempo que creemos poseer y desaprovechar las oportunidades que tenemos para reír con la familia, disfrutar con los amigos, respetar y enriquecernos con los conocidos. Miedo de dejar pasar esa llamada, ese mensaje, ese café o ese viaje. Ya lo haré mañana. A veces mañana es demasiado tarde y entonces es cuando pensamos en los ¿y si hubiera hecho? o dicho, o ido, o… El remordimiento por aquella pelea estúpida, por el comentario hiriente, por la mala cara, por el egoísmo, por no haber prestado suficiente atención o por no haber estado ahí aquella vez que nos lo pidieron. Si ahora pudiéramos volver atrás…

Pero el pretérito imperfecto no existe así que ante el miedo, reaccionamos. Y tratamos de entender que la muerte forma parte de la vida, que es la estación final de nuestro tren pero que el camino que recorremos es lo que de verdad importa. Es lo que dejamos y nos dejan, es quiénes somos y cómo somos con quienes amamos, con los que nos cruzamos. Son las risas, las caricias, los besos, los consejos, los abrazos. Es el tiempo que le dedicamos a los demás. Es una canción, aquella que nos hace siempre llorar. Son los viajes, las aventuras, los descubrimientos, la experiencia. Es la mesa compartida, las salas de cine, los libros recomendados. Las charlas interminables, también los malos ratos. El desengaño, el dolor, el sufrimiento. Las malas rachas, incluso la enfermedad. La dureza, la injusticia, la desgracia. El amor en todas sus formas y sentidos, la calidez humana, la calidad personal, la compasión, la humildad, la empatía. La suerte, el destino o el azar. Los puentes que cruzamos, los que quemamos. Las oportunidades que cogemos y las que dejamos pasar. Son nuestras acciones y nuestras emociones. Es el día a día y cómo lo queramos (a veces, podamos) llevar.

La vida, en definitiva, son las personas que ponemos en ella, las que nos vienen dadas de fábrica y las que se nos atraviesan temporalmente para regalarnos una enseñanza o darnos una lección. No sabemos cómo ni cuándo pero lo que es cierto es que vivos no saldremos de aquí, así que de nosotros depende que al final del camino nos convirtamos en un buen recuerdo para aquellos que compartieron la travesía con nosotros, porque como dice el gran Mario Benedetti «la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida».

La partida está en juego, no la desaprovechemos.
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