La memoria del corazón

—¡Mamá!… ¡Mamá!… ¿Estás ahí, mamá? —Silencio. Respiración—. Mamá…

En el momento en el que lo conocí ya estaba postrado en una cama. Ochenta años cubrían su osamenta, aunque aparentaba muchos más. Su tez ahora pálida nada tenía que ver con el bronceado que yo imaginaba que lució en su juventud. Su cabello blanco, y bien tupido a pesar de la edad, debió de haber sido oscuro en otros tiempos, a juzgar por sus cejas negras y las largas pestañas que aún conservaba enmarcando una mirada inteligente pero perdida.

—¿Papá?… Papá…

Reclamaba atención desde el rincón de su mente que lo protegía de la incertidumbre que era vivir el día a día sin saber ni dónde estaba. La vocecita fina y debilitada que le imploraba a unos padres que, por supuesto, ya no existían más allá de su recuerdo, por irónico que parezca, no me concordaba con la envergadura de un cuerpo que todavía conservaba cierta altura y corpulencia, a pesar de verse yermo de fuerzas. Sin embargo, la hora de la comida era más suplicio que placer, por eso mucho me temía que aquel hombre se acabaría consumiendo bajo las sábanas sin remedio. ¿Era eso la vejez?

—¿Otra vez? No, ahora no quiero… Déjame… ¡Que no! —A veces escupía el puré, o le daba un manotazo a alguna de las enfermeras que con más o menos paciencia lo atendían… Y es que nadie cuida como cuida el amor de la familia—. Bueno… Sí… Sí me gusta la maduixa, un poco más…

Con suerte se convencía, como el niño pequeño que termina cediendo después de haber intentado imponer su voluntad con una rabieta. Y así, a trancas y barrancas, su estómago se llenaba de alimentos licuados para ganarle la batalla a un tiempo que a él ya poco le importaba.

Gritaba de dolor cuando lo movían, lo aseaban o lo cambiaban, debido a la artrosis que desgastaba sus huesos. No obstante, al igual que su voz, la potencia de sus gritos no era más fuerte que el maullido de un gato herido y, más que molestar, escucharlo partía el alma. Él se aquejaba, se asustaba, se confundía… Y regresaba de nuevo a ese refugio seguro que es para casi todos nuestra niñez.

—Abuela… Escuela… Ah, els pares… ¿Mamá?

El tono de sus murmullos y canturreos se había convertido en el mejor indicador para saber cómo se encontraba. Se le notaba feliz recreando un pasado que se había convertido en su presente. Y se mostraba contrariado si alguien, desde nuestro hoy, lo sacaba de una ensoñación que no sabemos hasta qué punto era su única y auténtica realidad. A esas alturas de la enfermedad ya era incapaz de seguir una conversación, pero todavía respondía con algo de sentido a ciertas preguntas. Recordaba su nombre, nunca el de su esposa y en raras ocasiones el de su hermano. De vez en cuando les regalaba un destello de certeza que mantenía por unos segundos algo de esperanza. Tan bella como efímera.

Que aquel hombre se cruzara en mi camino de la forma más aleatoria e inesperada posible me hizo reflexionar acerca de la vida y el transcurrir de los años. Pensé en todo eso por lo que nos esforzamos tanto, en lo que construimos, en las relaciones que forjamos, en los instantes que disfrutamos. Y en todo lo que no hacemos por mil razones, lo que dejamos pasar, lo que no atendemos ni valoramos. En el tiempo que se nos diluye sin comprender que también se agota. En el olvido que a veces tanto deseamos, mientras el dolor nos inunda: resetear emociones, partir de cero, volver a empezar. Pero qué miedo da verse abocado a olvidar de verdad, sin tregua ni compasión.

La enfermedad lo estaba despojando de sus vivencias, dejándole un profundo eco en la memoria, donde ahora solo quedaban reverberaciones infantiles de lo que un día fue. ¿Era él consciente de su decadencia? ¿Dónde se traza la línea entre lo que atesora el cerebro y lo que siente el corazón? Quiero creer que, aunque los recuerdos se escapen, las emociones de alguna manera quedan. Puede que sea una visión romántica de las circunstancias, o simplemente la búsqueda de un alivio para tratar de aferrar el sentimiento más allá de la razón. Sin embargo, a pesar de mis elucubraciones, solo una cosa era cierta en ese momento: el hombre que yo conocí durante aquellos días ya había dejado de ser el hombre que él mismo conoció.

724

724. Setecientos veinticuatro. Esa es la cifra de la vergüenza que ayer nos arrojó Sanidad. Un recuento de datos que, al principio, cuando todo esto de la pandemia no hacía más que empezar, nos alarmaba con mucho menos. Un solo muerto era una catástrofe, un indicador de que algo no iba bien. Después llegaron diez más, y cincuenta, y cien. Se empezaron a sumar por centenares y nos refugiamos en casa: el virus era letal. ¿Y ahora? Ahora ese 724 se inmiscuye en nuestras vidas por las rendijas del desinterés, como si nos hubiéramos acostumbrado a que esto es así, y no se puede evitar. ¿De verdad?

Parece que estamos inmunizados ante el aluvión de información que nos invade desde hace casi un año. Es como si, mentalmente, le hubiéramos cerrado el paso a la desgracia, restándole dolor, vistiendo de egoísmo la empatía que en primavera mostramos hacia el prójimo cuando en la comodidad del hogar nos asomábamos en tropel a aplaudir desde nuestro balcón. Dijeron que de esta saldríamos mejores, tuvimos un subidón de adrenalina, de optimismo, de fe. El parón se nos presentó como una oportunidad para llevar a cabo los cambios que íbamos postergando, cada cual a su manera en lo personal y en lo colectivo. Convertimos en héroes a los sanitarios, a esos que durante años se les desoyó en todas sus peticiones. También a todos aquellos trabajadores esenciales que no pararon, porque no podían, y se arriesgaron a una exposición extrema con tal de hacer que esto, nosotros, siguiéramos adelante. La primavera pasada parecía que éramos conscientes de lo que sucedía, pero ahora me doy cuenta de que no. Aquella loable actitud que nos invadió fue un simple espejismo, un resultado fruto de unas circunstancias extremas y extrañas que no conocíamos. Pero, ¿qué hemos aprendido como sociedad? Nada.

724 no es un número, aunque a muchos se lo parezca. Setecientos veinticuatro son las vidas que ayer, de golpe, dejaron de ser. Son familias rotas, futuros truncados, esperanzas mutiladas y sueños robados. Son hijos que quedan huérfanos, y abuelos que terminan solos en el más triste de los ocasos. Seguramente también hay padres y madres despidiendo en contra de la naturaleza a un hijo sin el consuelo de un mísero abrazo. Pero es que no son solo ellos. Son además los 59.805 fallecidos oficiales que llevamos, más los treinta mil que desvelan las estadísticas pero que no cuentan para el gobierno porque carecían de diagnóstico vía PCR. ¿Y qué? Es tan sencillo de calcular como recopilar los datos medios de defunciones anuales y ver cómo en 2020 se dispararon todos los parámetros. Ahí es donde reside la cara más cruel del COVID-19.

Y este año ha empezado de la peor de las maneras, aunque no creo que nadie pueda decir que esto no se veía venir. A alguien se le ocurrió que había que salvar la Navidad, y ningún dirigente tuvo el valor necesario para obligar el cerrojazo y prohibir las reuniones familiares y de allegados, porque aquí es así como funcionamos: a golpe de pito y bajo amenaza de multa. Y a veces ni por esas. Pues por querer salvar el día de Nochebuena conozco a gente que lleva un mes intubada en una UCI y con pronóstico grave. Desde las altas esferas nos pasaron la pelota de la responsabilidad a los ciudadanos con un guirigay de reglas, horarios y excepciones. Los médicos se cansaron de advertir del colapso hospitalario que vendría, pero los comerciantes y hosteleros también lo hicieron de su ruina. ¿Quién prima sobre quién? Al final los políticos nos dejaron hacer, apelando al sentido común que tan poco común es, y muchos se pusieron la venda en los ojos creyendo que con nuestros seres queridos estamos realmente a salvo. Que brindar ahora con un amigo no es correr ambos un riesgo o que la familia está por encima de cualquier ataque virulento que pueda llegar, como si los lazos afectivos fueran la vacuna perfecta. ¡Ay! Es tan humano eso de pensar que a uno no le va a pasar… Pero pasa. Y después de lo visto en las fiestas navideñas queda de manifiesto que no sabemos funcionar sin que papá Estado nos lleve bien sujetos de la mano. Somos como esos niños rebeldes que no aceptan ayuda ni consejos, pero que cuando caen al suelo lloran desconsolados implorando a su madre porque no se saben levantar. El desastre se agrava cuando el papá Estado que nos ha tocado tampoco tiene ni idea de cómo gestionar ni esta crisis ni ninguna y claro, así nos va.

No basta con decir que parece que el número de contagios ya está descendiendo si cada tres minutos se registra un positivo en este país, ni tampoco es suficiente escudarse en que la incidencia disminuye diez puntos cuando marcamos registros de más de 800. Este tipo de noticias lo único que consiguen es mandar un mensaje equivocado de tranquilidad enmascarada y promover que la gente se relaje porque «parece que esto ya va a mejor». Estamos todos muy cansados y nos queremos agarrar a un clavo ardiendo para podernos relajar, pero creo que no es precisamente un acierto querer hacer pasar por buenos unos datos que en absoluto lo son, y distan mucho todavía de serlo. Ayer fueron setecientos veinticuatro.

Lo que me aterra de verdad es que, con la situación que estamos padeciendo, con el agotamiento emocional, moral, mental que sentimos… Con la desazón, el miedo, la incertidumbre, el desconsuelo que nos embarga… Con todo, todavía haya gente con voz y voto insinuando que ahora lo que toca es salvar la Semana Santa. No, perdonen, lo que hay que salvar son vidas y poner todo el empeño en ello. Estas setecientas veinticuatro personas y tantas miles más no dejan de retumbarme en el alma y, como a mí, a todos aquellos que todavía conservamos algo de sacrificio y responsabilidad.

La espada de Damocles

Confieso que hoy se me ha quebrado el alma. Esta mañana se ha celebrado el funeral de Estado por las víctimas que la COVID-19 nos ha dejado, y sigue haciendo, desde el pasado mes de marzo. Y me he dado cuenta de que nuestra mente posee cierta capacidad para asimilar, no sé si normalizar, las situaciones adversas cuando estas se prolongan en el tiempo. Nos hemos acostumbrado a los bailes de cifras, olvidando a menudo que tras ellas los bailes que cesan son vidas. Vidas de todo tipo, porque este virus no distingue edad, ni clase social, ni cultura, nacionalidad, sexo o religión. Vidas que esta mañana se me han antojado mucho más cercanas, más palpables, más certeras. Y he sentido un tremendo escalofrío doblegarme la costumbre por habernos habituado.

Porque todavía, a veces, lo tomo por irreal. Cuando camino por la calle y cruzo miradas sobre el horizonte de las mascarillas, vislumbrando sonrisas ocultas tras la tela, me pregunto cómo es posible que esto esté pasando. Más bien es como si se tratara del escenario de una de esas películas apocalípticas que nunca me llamaron la atención por ser inconcebibles, pura ciencia ficción que ahora ha cambiado de género para ser drama. Lo es. Un drama que nunca hubiéramos imaginado vivir y que en algunos momentos no creemos ni que lo estemos viviendo. Por supervivencia, quizá. Por descuido también.

Es cierto que el reloj no se detiene, que no podemos encerrarnos sine die en la cápsula del temor o la pesadumbre, que queremos salir y disfrutar, como siempre hemos hecho, como llevamos intrínseco en nuestro espíritu social. Sin embargo, la pandemia nos ha propinado un bofetón de crudeza y le ha puesto un precio muy elevado a la salud, esa silenciosa amiga que nunca valoramos hasta que la perdemos, y para entonces ya suele ser demasiado tarde. El coronavirus nos parecía algo lejano al principio, algo exagerado después, algo temporal incluso… Y así llevamos cuatro meses batallando con el desasosiego y la esperanza a partes iguales.

Oficialmente se cuentan más de veintiocho mil fallecidos en España, aunque otros datos, quizá de mayor fiabilidad, superan los cuarenta mil. Números que trazan estadísticas pero que surgen con nombres y apellidos, con historias contadas o por contar, con corazones latentes que de pronto se tuvieron que apagar en soledad, quién sabe si con angustia. No, no se lo merecían. Ni los ancianos en sus residencias, ni las mujeres y hombres que dejaron huérfanos tras ellos, ni los jóvenes que pecaron como tales al pensarse inmortales, ni los sanitarios que por su trabajo y vocación sacrificaron el regalo más preciado que poseemos: la vida. No, nadie merece un final tan frío y cruel como el que esta enfermedad provoca. Te despoja de ese último apretón de manos cargado de sentido, de esa última mirada implorando por la memoria, de ese roce de una piel que se desvanece entre los dedos. Te deja sin opción a nada, ni siquiera a un adiós.

Esta mañana, entre el dolor y alguna lágrima, ante los himnos, las músicas, las palabras… me he sentido egoístamente afortunada por no tener que lamentar una pérdida, por no tener que sentirme representada ante la ausencia de un ser querido. No obstante, la inquietud a que caiga la espada de Damocles persiste, y entonces es cuando siento el helor, la parálisis, el silencio. Puede que también el miedo. Miedo a la incertidumbre cada vez que se sale de casa y se regresa, por mucho que se tomen todas las precauciones y se actúe con extremo cuidado. Miedo a encontrarse un día mal, o raro, o distinto. A que pase, a que te toque, a los tuyos. A ser el centro de una diana, o ese zumbido que sigue esquivando balas. Miedo a que todo cambie en un segundo, porque es así como siempre cambia. Sin avisar, sin margen para pensar, sin retorno ni permiso.

Pero el miedo continuo consume y se vuelve insoportable. No se puede adueñar de nosotros ni condicionar nuestra forma de ser y de estar, nuestro carácter, el futuro, por incierto que sea. Supongo que ahí nace esa suerte de inconsciencia, u olvido, que nos permite avanzar en la cotidianidad sin pensar en el acecho de un virus sigiloso que sigue campando a sus anchas. Hasta que actos como el de esta mañana, cargados de triste emoción, te recuerdan cuán frágiles somos en realidad, y cómo queremos aferrarnos a los nuestros, y a la vida.

Confieso que hoy se me ha quebrado el alma.

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Fría muerte

La tarde en la que se lo llevó la ambulancia fue cuando se sintió el frío. No un frío de aquel que cala los huesos y te hace temblar, aquel que apacigua el abrigo y la bufanda, no. Era un frío mucho más profundo. Un frío que dejaba la piel yerma y el alma vacía. Era un frío premonitorio.

Habían pasado cuatro años desde aquel primer aviso. Por la mañana, a eso de las 6.30 cuando los tenues rayos de sol se cuelan por las rendijas, le dio el primer ataque. Sin saber qué hacer, Asun marcó el número de la policía, el único que se sabía de memoria. Tras explicarle atropelladamente a la señorita al otro lado de la línea que su marido estaba convulsionando le pidieron calma y le aseguraron que pronto llegaría una patrulla. No, una ambulancia. ¡Un maldito equipo de emergencias es lo que necesito! ¿Calma? Que me calme, dice.

Soltó el teléfono sin colgar y volvió junto a su marido para intentar hacer algo que le funcionara. ¿Le levanto la cabeza? ¿Las piernas? ¿Cómo lo sujeto? Parece que esté en otro mundo, los ojos en blanco y gotas de sudor en la frente. Al menos no le sale espuma por la boca como a los que se vuelven locos, ¿no? Eso pensó. Eso y si había sacado la merluza del congelador la noche anterior. ¡Qué despropósito!

Poco a poco las convulsiones fueron menguando aunque Asun no podía saber si aquello era mejor o peor. Dios mío, ¿por qué tardan tanto? Se sintió de repente tremendamente sola, incapaz de volver al teléfono para avisar a sus hijos de lo que pasaba porque ni siquiera sabía qué estaba pasando si diez minutos antes dormían tan a gusto los dos. ¿Sería una pesadilla? Pero entonces oyó la sirena de una ambulancia que se aproximaba, que se detenía cerca. De repente, silencio. Ya está, ya llegan, no pasa nada. Si se lo decía a él o a ella misma qué más daba. El timbrazo resonó en sus oídos más que nunca y descalza corrió a abrirle la puerta a tres chicos jóvenes que pidieron paso hasta la habitación. Asun permaneció inmóvil en el umbral de la puerta mientras uno de ellos, qué serán éstos, enfermeros, médicos, le tomaba la presión a su marido, que en su inconsciencia algo balbuceaba, porque éste callado nunca está, pensaba ella. Cuando le comunicaron que debían llevarlo al hospital, Asun se dio cuenta de que en camisón no podía ir a ningún lado y con más prisa que intención se puso la ropa que el día anterior había dejado sobre la silla. No se maquilló, pues no estaba la mañana para andarse con remilgos, y simplemente se acomodó la melena con las manos y poco más. Salieron de casa los cinco: Paco en la camilla con la máscara de oxígeno, Asun a su lado aferrada a su bolso como a la vida, y los tres chicos jóvenes, tan guapos y tan amables, uno al volante, otro de copiloto y el último pendiente de las respiraciones del matrimonio en aquel cubículo médico ambulante.

El ingreso en la UCI fue rápido, pues como son estas cosas, y a Asun le tocó aguardar en una sala con más personas como ella: pálidas, desconcertadas, llorosas. Gente que no sabe bien bien qué hace aquí, gente como yo que hace un rato dormía tan tranquila. Ay, ¡la merluza se echará a perder! Eran casi las 8 de la mañana, buen momento para llamar a los hijos y darles los buenos días, los pobres. Marcó el número de la mayor, pues para eso es una la mayor, y con una inusual calma, o quizá era desconocimiento, le relató con pelos y señales lo ocurrido desde que oye estaban durmiendo y que tu padre empieza a hacer cosas raras y aquí estamos. Se supone que la mayor avisó a los otros dos, o eso le pidió Asun que hiciera, que no tenía ganas de contar la misma historia tantas veces y que los médicos en cualquier momento la iban a llamar.

Las horas que pasaron no lo recuerda, pero que el día se le hizo largo, sí. Debían ser eso de las 12 cuando un médico salió para decirles, estaban ya sus tres hijos con ella, que su padre estaba estable, fuera de peligro, que lo habían cogido a tiempo y que no se preocuparan. Fueron a tomar un café aguado con un cruasán embadurnado en mantequilla, qué angustia, para matar el tiempo y el gusanillo porque hambre, lo que se dice hambre ninguno tenía. Y así fue transcurriendo el día, entre partes médicos y rezos a ese Dios que una no sabe si está o no pero en estos casos pues bueno, no está de más pedirle que todo pase y que pase bien. Por la tarde les comunicaron muy formalmente que el paciente entraba en vigilancia intensiva, donde permanecería toda la noche para tenerlo más controlado, pero que al día siguiente subiría a planta. Que todo iba bien.

Y dos días después, todo fue bien. Salieron del hospital con esa paz que te da superar estos sustos pero con ese miedo callado a que vuelva a ocurrir. Ya lo sabes, Paco, nada de sal y nada de fumar y nada de beber y nada… Calla, mujer, que no es para tanto. Discutiendo iban en el taxi a casa, y en casa, y cuatro años después la misma cantinela. Que si ese cigarrito a escondidas que te veo, que si échale algo de sal que esto así no se puede comer, que un vinito es bueno para el corazón, y además ¿cuándo bebo yo? En Navidad y en los cumpleaños. Que no, que no pasa nada, que aquello se superó, que no te preocupes. Y Asun pues qué iba a hacer, pelear y luchar, y mandarlo a la mierda de vez en cuando también porque oye, ¡parece que se quiera matar! Y luego le preparaba sus platos preferidos, condimentados de otra manera para disimular la falta de sal, no lo vaya a notar.

Aquel mediodía fatídico comieron patatas estofadas, un buen plato como Dios y Paco mandan. Pero después de comer, cabeceando la siesta en el sofá, ya no se encontró bien. La sensación fue más intensa, más certera, más real. En la convulsión tiró la lamparita al suelo y el estruendo hizo que Asun dejara los platos a medio lavar para ver qué había sido ese ruido, qué se había caído ahora armando tanto jaleo. Y al ver a su marido así otra vez el recuerdo de hace cuatro años, y otra vez la ambulancia, y otra vez llamar a los hijos.

rosa negraLas horas en el hospital fueron gélidas, el ambiente cortante, el frío se sentía en las miradas calladas, en los abrazos rígidos, en las lágrimas contenidas. Los cuatro lo sabían y ninguno se atrevía a verbalizarlo. Miraron sus teléfonos cientos de veces, pasearon como leones enjaulados por aquella sala blanca de olor indescriptible. Esperaron noticias. Y las noticias finalmente llegaron. El médico que les dio el pésame era canoso y de ojos muy negros, se acuerda bien Asun. «Hicimos todo lo que pudimos». Maldita muletilla, ¿se la enseñan también en la universidad?

En ese momento un caudal de y sis atropellados invadió la mente de Asun, al tiempo que su corazón se quedaba huérfano para siempre. Ay, Paco, si me hubieras hecho caso alguna vez… Pero de qué servía reclamarle a un muerto, pensaba ella. Celebraron el funeral dos días después, una mañana soleada como las que a él le gustaban. Y Asun sonreía con pesar a cada uno de los asistentes que se habían reunido allí para mostrarle su afecto a la familia. Los rituales estos, ya se sabe, que cuando uno muere todos vienen. La ceremonia fue emotiva pero no empalagosa, no te preocupes Paco, te hubiera gustado. Es curioso cómo la mente se dice esas cosas tan absurdas a veces, cómo le iba a gustar a Paco su maldito entierro. Pero bueno, era el consuelo que Asun se daba sin darse cuenta para paliar el dolor que no dejaba ver por la pérdida de un marido de broncas y risas, de misterios, de secretos, de algún desaire también. Un marido cabezota que la dejaba viuda, jo Paco ¡qué palabra tan fea! Un marido que no fue perfecto, pero qué demonios, fue el suyo.  Y ahora esta fría muerte se lo había arrebatado. Y ahora ella tenía que seguir viviendo una nueva vida y seguir queriéndolo, recordándolo.

 

 

 

 

Carta al despreciable Paco Sanz

Te escribo estas líneas aun sabiendo que no las vas a leer, pero es que no tengo otra forma de vomitar todo el asco que siento hacia ti y hacia las personas que te han seguido, incitado o aplaudido en tu maquiavélica mentira. Si te soy sincera hasta hace algún tiempo nunca había escuchado nada acerca de tu existencia, ni de tu enfermedad ni de tu campaña para recaudar fondos que te salvaran la vida, supongo que la juventud me mantiene todavía algo ajena a los trances de la salud. Sin embargo, hace 4 años mi mejor amiga inició un proyecto solidario contra el cáncer. ¿Por qué? Porque su padre falleció en 2011 después de luchar contra la enfermedad, como desgraciadamente ocurre con miles de personas año tras año. Ella decidió que, aprovechando sus conocimientos tanto en el campo de la moda como empresarial, podía ser buena idea diseñar unas pulseras solidarias cuya recaudación sirviera como donación en la lucha contra el cáncer. Se puso manos a la obra con toda la ilusión que este tipo de proyectos genera: por el lado personal como un reto y un gesto altruista, y por el lado social con el aporte de un granito de arena que nunca viene mal.

Sus pulseras se hicieron realidad y comenzó una campaña de promoción visitando los hospitales de Barcelona (que es donde residimos) hasta las redes sociales. Debo decir que en algunas ocasiones su proyecto se vio rechazado simplemente por no llevar un sello famoso detrás, supongo que rinde más una campaña liderada por personalidades que por ciudadanos de a pie, pero ese tema no nos incumbe ahora. En otras ocasiones, sin embargo, consiguió que la escucharan y que su proyecto fuera valorado: SUPPORT Bracelets by Samburu* está presente, por ejemplo, en las actividades que el Hospital Vall d’Hebron organiza contra el cáncer cada año, entre otros eventos.

crimebanqueirosPero qué tiene que ver todo esto contigo, te preguntarás. Pues bien, fue precisamente en su campaña de promoción online cuando a través de Twitter os pusisteis en contacto. Llegasteis incluso a hablar por teléfono, le contaste la rara enfermedad que padecías y que te estaba provocando 2.000 tumores que ponían en serio riesgo tu vida. Le pediste ayuda, colaboración. Ella te dijo que de momento su proyecto estaba empezando y se centraba en la recaudación para asociaciones, puesto que los casos personales iban a ser difíciles de coordinar, pero que haría todo lo que estuviera en su mano por ayudarte. Seguiste en contacto con ella durante bastante tiempo, esperando que dirigiera sus donaciones a tu causa. Recuerdo cuando una tarde me preguntó afectada si conocía a un tal Paco Sanz y le dije que no. Entonces me explicó tu historia y lo conmovida que estaba, definitivamente ella te creía. Y como ella, muchas otras personas que ahora se sienten completamente estafadas y profundamente dolidas, y cabreadas.

Eres un cretino y un sinvergüenza. Cada vez que salen a la luz nuevos datos sobre tu caso me da más coraje pensar en la maldad que tienes y en la frialdad de tu familia que te ha permitido y ayudado a crear este asqueroso entramado de engaños a costa de la enfermedad. Donaciones a través de tu web, galas benéficas en tu honor, un libro publicado, personas anónimas aportando dinero, personalidades públicas dándote difusión y visibilidad. Y tú, riéndote de todos nosotros sin ningún tipo de complejo. Haciendo cortes de mangas ante la cámara antes de grabar los vídeos lacrimógenos; ensayando a las órdenes de tu novia el discurso de la tragedia; jugando con una sonda insertada en la nariz simulando estar encamado y moribundo. Llorando de dolor y suplicando por una esperanza que te aferrara a la vida.

Me repugnas. Me subleva ver cómo se puede llegar a ser tan cínico como para organizar semejante farsa. De momento has sido arrestado por delitos de estafa, blanqueo de capitales y apropiación indebida, pero es que el daño moral que gente como tú provoca en la sociedad es muy difícil de subsanar. Cuántas asociaciones pequeñas necesitan fondos que nos les llegan; cuántas familias con niños padeciendo carecen de recursos y se las ven y se las desean para salir adelante; cuántos se pierden por el camino y cuánto nos queda por investigar.

El dinero nunca sobra, Paco Sanz. Y cuando se trata de la salud, siempre falta más: por parte de los gobiernos, por parte de todos. Pero indeseables como tú empañan todo el trabajo de personas que, como mi amiga, inician un proyecto de ayuda por pura solidaridad. Por empatía, y porque a todos, por desgracia, los problemas de salud en algún momento nos alcanzan. El cáncer se llevó a su padre, y a mi tío aún no hace un año. Hay niños luchando por superar sus batallas con las mejores sonrisas; hay padres derrumbados, familias a las que la enfermedad, la que sea, les hace mucho daño. Y mientras tanto, tú estás pidiendo billetes «de los moraditos» mientras tu madre te palmea la espalda. Claro que sí, con dos cojones.

Pero qué vamos a esperar de alguien como tú, que ni sientes ni padeces. Ojalá la justicia te ponga en tu sitio y pagues lo que tengas que pagar con aquellos a quienes engañaste. De cobrarte lo miserable que eres la vida ya se encargará. De verdad, qué asco me das, Paco Sanz.

 

 

*Adjunto el link de SUPPORT Bracelets by Samburu para que podáis echarle un ojo al proyecto y colaborar con la compra de una pulsera cuya recaudación se destina a la investigación para la lucha contra el cáncer. ¡Entre todos podemos ganarle la batalla!

¿Padres? De vergüenza

Desde que hace unos días salió a la luz la verdadera historia de Nadia Nerea, la niña de 11 años enferma de tricotiodistrofia, me embarga un sentimiento de rabia, incredulidad y rechazo que de alguna forma tengo que expresar.

No comprendo cómo unos padres, que no merecen en absoluto ese calificativo, son capaces de jugar con la salud de su propia hija, aprovechándose de las circunstancias de lo que supone padecer una de las tantísimas enfermedades raras que existen, para su propio beneficio. Qué tremendo asco.

La historia de Nadia se hace pública hace años, allá por el 2009, cuando la pequeña es diagnosticada con una enfermedad degenerativa que puede ser letal si no tiene los cuidados necesarios que le alarguen la vida. Como suele pasar en este tipo de casos, las enfermedades raras son muy costosas y normalmente los padres tienen que acudir al llamamiento social para poder conseguir esas ayudas que de otra forma no pueden obtener. Los padres de Nadia, como tantos otros que luchan por sus hijos, se pusieron manos a la obra y crearon una fundación para recaudar fondos, además de organizar el entramado mediático que supuso un empuje importantísimo para la causa.

Pero hace un par de semanas todo estalló. La inverosimilitud de muchas explicaciones y datos aportados por los padres, así como la constatación de que Nadia no estaba recibiendo los recursos médicos que supuestamente necesitaba y para los que sus padres pedían dinero (varias operaciones a sus espaldas, la próxima y determinante en Houston practicada por un Premio Nobel inexistente), hicieron saltar todas las alarmas: el fraude mezquino de unos padres que ni lo son ni lo deberían ser.

A día de hoy el padre ya está en prisión sin fianza y la madre, aunque en libertad, ha perdido la custodia de su hija, que está a cargo de unos familiares. Las investigaciones siguen su curso y seguramente hay mucho todavía por esclarecer, pero hasta el momento lo más determinante es que del casi millón de euros recaudado para sufragar los gastos de la enfermedad de la niña, más de 600.000 euros han ido a parar a caprichos como relojes de alta gama o el pago del alquiler de su vivienda, así como un automóvil y varios viajes.

Que estamos ante unos estafadores sin escrúpulos no cabe duda. Que hay que desmadejar bien la historia para determinar qué hay de verdad en la enfermedad de la niña, también. Si fue todo una exageración para lograr mediante la lágrima sus propósitos monetarios o realmente la pequeña padece de tricotiodistrofia severa como los padres sostenían, por supuesto. Queda aún mucho por conocer, pero el daño ya está hecho.

Hay miles de familb5d89b9b64073a3521a6f6e9e0e2aae9ias luchando por sus hijos afectados por enfermedades raras a las que no se les hace caso porque no interesa: pocos pacientes, investigaciones demasiado costosas. Son familias que recurren a asociaciones y sobre todo a la solidaridad de la sociedad que suele volcarse con este tipo de casos para aferrarse a una mínima esperanza de supervivencia o de calidad de vida. Son familias que ahora ven cómo la duda se cierne sobre todos ellos porque «y si también es mentira?» Los dramas nos ablandan y la vulnerabilidad de los niños nos hace empatizar y aumentar por ello las ayudas. Sin embargo ejemplos como el de los padres de Nadia van a frenar esa reacción desinteresada sustituyéndola por el recelo y la desconfianza. Flaco favor para los padres de verdad, los niños enfermos y la sociedad en general.

Espero que Nadia reciba los tratamientos que necesite y que todos los demás niños (y no tan niños) aquejados con esas malditas enfermedades raras no lo tengan tan difícil para salir adelante. Que se destinen más recursos y que se les dé mayor visibilidad. Porque su día a día es lo que cuenta y los únicos que realmente lo saben son esas familias que lo viven y lo luchan.

En definitiva, hay personas que no deberían tener hijos, sin más.

 

 

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