El coraje de ser feliz

Hay momentos en la vida en los que, por esperados que sean, cuando llegan te revolucionan por completo. No le puedes poner medida a las emociones por mucho que insistas en que las sabes manejar, en que el control es lo tuyo, en que puedes con esto y con más. A veces la vida te sorprende con esas bromas del destino que hacen virar tu rumbo 180 grados, mareándote tanto que ni siquiera sabes dónde estás.

Otras veces nos perdemos en conversaciones inconclusas, cerramos los ojos a una realidad que no nos interesa ver, huimos de todo aquello que no queremos afrontar por miedo. Porque sí, somos cobardes, nos escudamos en la responsabilidad, en el qué dirán. Nos da pavor cambiar nuestro statu quo por mucho que ese Pepito Grillo que todos llevamos dentro nos grite horrorizado que así no vamos bien. Apretamos la venda en los ojos y le buscamos justificación a todo. Decimos que no sabemos qué hacer, cuándo, cómo… Pero no es verdad. Una vez leí que si tienes dudas acerca de algo trascendental apuesta tu decisión a cara o cruz porque justo cuando la moneda esté en el aire, en esa milésima de segundo, sabrás realmente de qué lado quieres que caiga. Y funciona. Porque todos en el fondo sabemos lo que queremos, aunque nos dé pavor admitirlo, aunque vaya incluso en contra de quienes somos o creíamos que éramos, aunque una simple decisión pueda ser tan drástica como para cambiarlo absolutamente todo, aunque ello conlleve un terremoto emocional en ti y en todos los que te rodean. Pero ¿importa?

Pues sí importa, porque importas tú.

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Con el paso de los años, de las personas y de las experiencias, he aprendido que hace falta tener mucho coraje para ser feliz. Sí, hay que echarle huevos a la vida y plantarle cara a todo aquello que nos quita la sonrisa, que nos roba la paz. Aunque eso duela y aunque sea una decisión demasiado difícil para tomarla. Claro que lo es, y por eso mismo la posponemos. Dejamos para mañana la felicidad pensando que, bueno, en esta inercia no se está tan mal, que puedes aguantarlo un poco más. Pero aguantar no es un verbo que deba conjugarse en el día a día ni debe ser predicado vital. Tenemos muy poco tiempo como para conformarnos con el «más vale malo conocido…» o como para estar perdiéndolo vagando de puntillas por algo que ya no va con nosotros. Igual nunca lo fue, o quizá sí. A lo mejor el paso de los años erosiona de tal manera que lo que un día nos pareció suficiente hoy ya no lo es. ¿Y te vas a conformar? Entonces déjame decirte que eres un idiota.

Si sabes dónde está tu felicidad, cómo, con quién, de qué manera, y no vas a por ella entonces ni siquiera te la mereces. Claro que duele, cuesta, asfixia. El primer paso es siempre el más difícil, pero si tienes la suficiente valentía como para darlo, no te eches atrás. Nadie sabe qué pasará mañana, si tus decisiones serán las acertadas o no, eso solo el tiempo lo dirá. Pero si hay algo de lo que estoy segura es que no intentarlo siempre será mucho peor. Quedarse inmóvil en la línea de salida es arriesgarse a perder cualquier oportunidad de mejorar. Acomodarse en el limbo de la incertidumbre te va carcomiendo por dentro lento pero sin dilación, y esa procesión de «y sis» y «hubieras» que revolotea en tu alma te condena directamente al patíbulo. Y de tristeza, no lo olvides, también se muere.

Así que cuando veas tu vida descomponerse, cuando sientas que esa persona ya no, cuando alguien más te haga sentir que sí, cuando tu trabajo te robe la energía cada mañana, cuando la motivación ya no encuentre su lugar, cuando las emociones se te escurran sin pena ni gloria, cuando el hartazgo de la espera te haga renunciar, cuando un sábado te sepa a lunes, cuando un martes ya no puedas más, cuando la rutina te pese demasiado, cuando te canses de estar siempre detrás… Sal de las sombras y enfréntate a ese vacío que por llenarlo de sinsentidos ya no te deja avanzar. Cambia todo aquello que no, por todo aquello que sí. Y asume plenamente las consecuencias de vivir tu vida y de ser sencillamente feliz. No hay mayor valentía que ésa.

 

 

Y tú, ¿eres feliz?

 

Todos los hombres, hermano Galión, quieren vivir felices (…) pero no es fácil conseguir la felicidad. De vita beata, Séneca.

Navegando por la red me topo cada vez con más artículos de consejos ‘buenrollistas’ para vivir al máximo, para disfrutar cada segundo, para calibrar los tipos de amistad que tenemos o para aprender a seguir adelante tras una ruptura sentimental. Artículos de esos que comienzan con un Treinta cosas que hacer antes de los 30, Los 10 viajes imprescindibles de tus veintes o Siete razones por las que un ‘adiós’ es lo mejor que te puede pasar. Voy a las librerías y la sección de libros de autoayuda y autoestima se desborda por momentos, ¿qué nos pasa? Abro Instagram y me bombardean las frases motivacionales. Los anuncios de la televisión se llenan de sonrisas y saltos de alegría…

«Todos, hermano Galión, todos queremos ser felices.»

Ya lo decía Séneca allá por el año 58 d.C. Y es que a lo largo de la historia de la humanidad la felicidad siempre se ha mostrado como el camino, la búsqueda, el sentido de la vida. Pero, ¿qué es la felicidad? La RAE la define como un estado de bienestar, de paz mental, de equilibro, de seguridad, de ausencia de inconvenientes. Otros dicen que la verdadera felicidad es dormir sin miedo y despertar sin angustia. Pero imagino que cada uno de nosotros tiene un concepto diferente de lo que supone ser feliz, o mejor aún, de sentirse feliz. «Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor, y el que tenga estas tres cosas que le dé gracias a Dios», rezaba la canción. Puede que esas tres cosas, matizadas y adaptadas, sean lo que conformen el bienestar, el placer y la seguridad, las bases para ser feliz. Pero, ¿ser feliz o estar feliz?

No siempre es lo mismo. A veces damos por hecho que la posesión nos dará la felicidad. El coche nuevo, el vestido anhelado, el viaje programado. Las cosas materiales que obtenemos como recompensa a un esfuerzo nos hacen estar felices, nos ponen contentos. Y sin embargo, a veces sentimos una especie de vacío al conseguirlo, ese placer momentáneo, esa euforia que nos embarga y que confundimos con la felicidad se derrumba al instante ¿por qué? Porque no disfrutamos del camino para llegar a ello. Estamos más pendientes de tener, de acumular, de conseguir, que de saborear incluso los sinsabores que nos conducen a eso. De la vida, en definitiva.

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No existe la felicidad absoluta y el que diga vivir en permanente estado happyflower es un loco o un mentiroso. La vida no es rosa, ni fácil, ni bucólica. Ni ganas. Sería demasiado aburrido y al final no sabríamos discernir si somos siquiera felices, pobres almas en pena. Necesitamos nuestras dosis de amargura, de reveses y de putadas para darnos cuenta de que cuando los problemas se minimizan, ahora sí, estoy tranquila, estoy feliz, estoy en calma. Lo que pasa es que a veces las putadas son demasiado crueles o vienen muy juntas, entonces es cuando nos lo planteamos, ¿qué mierda es ésta? Al carajo todos esos artículos ‘buenrollistas’, las frases motivacionales y los libros de autoayuda. Patrañas. Somos la generación que más consejos recibe (malditas redes sociales) y al parecer somos la más infeliz. Que no nos engañen con el postureo: la infelicidad también existe, la depresión y el desánimo. Y tenemos derecho a sentirlo, y por qué no, a mostrarlo. Que no pasa nada por estar tristes, que no nos asusten las lágrimas, somos humanos. No somos entes programados para la sonrisa eterna y la energía infinita. Al final esa sonrisa se congela y pierde su sentido. Al final, nos derrumbamos. Y entonces, ¿de qué felicidad estamos hablando?

La felicidad está sobrevalorada o quizá sólo está mal entendida. La vida se construye de momentos en los que estamos felices porque nos sentimos bien. Llegar a casa y tener a los tuyos, leer un buen libro, disfrutar de un rato de silencio, confesarse con los amigos, mirar el mar, conocer gente nueva, visitar otros lugares, cenar con esa persona, escuchar música, darle la mano a un niño, oír reír a un anciano. Recibir buenas noticias y que salgan adelante los proyectos que comenzamos. Una llamada inesperada, una visita sorpresa, un abrazo oportuno, un «estoy a tu lado». Ese tipo de detalles son los que realmente nos proporcionan el bienestar espiritual que nos acerca a un estado de felicidad pero vivimos tan deprisa que ni cuenta ni valor le damos. Al contrario, acostumbramos a preguntarle a los demás por cuestiones tangibles que damos por supuestas. Que si hemos terminado la carrera, si estamos trabajando, si nos hemos casado, si tenemos hijos, si hemos comprado un coche nuevo o un apartamento en la playa. Como si fuera una competición, como si hubiera que vivir a la carrera o como si ir marcando checks previsibles en el listado de la vida fuera suficiente. Como si eso significara que todo está bien porque aparentemente todo está bien, todo está en orden o todo es «como tiene que ser». Pero conozco a muchas personas que han hecho todo eso que se supone que tenemos que hacer, lo que todo el mundo pregunta si ya hemos conseguido y sin embargo no irradian felicidad. Pero, ¿cómo? ¡si lo tienen todo!

Lo tienen todo y no son felices. A menudo aquellos que más tienen son los más insatisfechos, bien porque alcanzar la meta no era como esperaban, bien porque en realidad llenan ficticiamente sus vacíos, bien porque se ven inmersos en situaciones que los superan y los arrastran y de las que es muy complicado salir. El quid de la cuestión es saber gestionar los malos momentos, nuestra actitud ante la adversidad, nuestra manera de proceder, nuestra humanidad. Y no, nadie dijo que fuera fácil. Las circunstancias son las que son y a veces lo más sensato es aguantar estoicamente a que pase la tormenta porque simplemente no podemos hacer más. Es cierto que vivimos la felicidad a nuestra manera, lo que a mí me hace feliz al otro le puede dar igual, y viceversa, pero al final uno mismo se tiene que enfrentar al espejo, ponerlo todo en perspectiva y cuestionarse en soledad qué es lo que siente, lo que tiene, lo que pasa y cómo puede mejorar.

Porque todos queremos ser felices, pero nunca nadie nos pregunta si realmente lo somos.

Quizá la respuesta nos dé miedo, quizá sea un tema demasiado incómodo.

 

 

 

 

 

 

Otro año más… ¡Gracias!

Los balances anuales, los propósitos de año nuevo, las ganas de terminar o de empezar, los malos augurios, los buenos deseos, la suerte y sus rituales. Se acerca el final de otro año y a todos nos da por pensar en lo que ha sido éste y lo que esperamos del que está por comenzar. Qué mejorar, qué recuerdos guardar o desterrar, qué hábitos adoptar o ya no continuar. Pero como a mí eso de las listas de asuntos pendientes y deseos por cumplir se me dan bastante mal, cuando llegan estas fechas me limito nada más a balancear mi año vivido porque sé que lo que tenga que venir… Vendrá.

0921newyear2016

En líneas generales 2015 ha sido un buen año. Allá por febrero encontré por fin el momento para empezar este blog y ponerme a escribir de forma pública lo que llevaba toda la vida haciendo de forma íntima pero asidua. Como siempre digo, y como dijo Hemingway, escribir es algo así como mi terapia personal. Cuando me estallan las ideas, cuando las emociones no me dejan dormir o cuando se me atragantan los sentimientos, si no escribo, vomito. Bien mirado, puede que muchas veces estas líneas también sean algún tipo de vómito verbal… Necesario en cualquier caso. Así que con el empujón de quienes más me quieren decidí convertir en hábito semanal una de las cosas que más me apasiona hacer: escribir.

Pero de otras pasiones también se vive y este 2015 me permitió disfrutar de ellas. De la familia que tuve cerca, de las fiestas infantiles, de los finales de curso, de los cumpleaños. De las tardes a la salida del colegio, de las meriendas improvisadas, de las salas de cine para menores de siete años, del griterío y las palomitas derramadas. De las nuevas recetas de cocina y de los desayunos de campeones. De los hotcakes con Nutella, con cajeta mexicana o con infinidad de inventos y nuevos sabores.

Conseguí la tranquilidad que un empleo te proporciona tras demasiado tiempo fuera de juego y la satisfacción de poder aportar mi granito de arena en el impulso de varios proyectos. Y sobre todo, la capacidad de sentir que vuelvo a tener el futuro en mis manos y que las decisiones que tome en adelante correrán por mi cuenta y riesgo personal. Nada como la independencia económica para poder bailarle a la vida.

2015 me brindó muchas risas y noches eternas, cervezas en las esquinas y mañanas al sol. Descubrí otras músicas, otros libros, otros bares y otras ciudades. Conocí a otras personas y disfruté de maravillosos reencuentros. Tuve ilusión, amor, pasión, ternura… Y sentí lo que pensé que ya no sentiría.

Este 2015 también me dio miserias, malos ratos y lágrimas. Me dio flaquezas, ganas de tirar la toalla. Me dio temblores y vacíos. Me dio pesar ante la enfermedad y las despedidas. Y aunque hubo fuerza y optimismo, tesón y garra, este año también me mordió con cierto miedo las entrañas. Miedo a las caídas abismales, al hueco que desgarra el alma, a decir adiós, a pensar que esto se acaba. Mucho miedo a las miradas veladas, a los silencios que cortan y al sabor de esos abrazos que encierran la esperanza de volvernos a ver aun sabiendo lo que pasa… Cuando es la vida la que pasa.

Pero qué aburridos serían entonces los años si no nos dieran una de cal y otra de arena. Qué triste aprendizaje y qué poco valor le daríamos a las cosas, aunque suene al típico tópico. Dicen por ahí que somos el resultado de la suma de todos los momentos que vivimos. De las personas que se cruzan en nuestro camino un rato o para siempre. De los lugares que conocemos, de los que algún día visitaremos. De las lecturas y de los paseos. De los amigos de siempre y de los nuevos conocidos. De la familia en la que nacemos, de la que después escogemos. Somos el resultado de miles de horas al teléfono, en el coche o en silencio. De los errores y los aciertos, de las piedras en el camino, de los descontentos. De los llantos de risa y de las lágrimas ocultas. De los niños que un día fuimos y de los adultos que todavía soñamos ser. Pero sobre todo somos todo aquello que nos hacen sentir esos a quienes amamos, estén donde estén.

Gracias a todos ellos por haberme regalado el privilegio de formar parte de su camino para ser hoy quien soy y espero que sigamos sumando momentos juntos porque esta fiesta tiene que continuar. Y a mis personas favoritas, las que tengo cerca y las que tengo tan lejos, gracias siempre por ser y estar.

Porque así es la  vida y este es otro año más.

¡¡FELIZ 2016!!

 

 

 

 

 

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