¿Alguna vez has llorado frente al espejo? Pero no de forma actuada como si de un ensayo teatral se tratara, que a lo mejor también. Sino llorar de verdad, con el alma desgarrada y las entrañas doloridas. De esas veces en las que lloras a solas, escondida del mundo, de la manera más fuerte y bochornosa hasta para ti. ¿Alguna vez has llorado así mirándote al espejo? A lo mejor piensas que es una tontería y que qué necesidad tienes de verte en esas circunstancias, en las que normalmente te aplastas contra la almohada o te tapas la cara con las manos, porque qué penoso eso de llorar… Pues no, hazlo.
Llora. Llora tu rabia, tus miedos, tus iras, tus reproches, tus malos ratos. Llora todo lo que te quiebra, te arde, te aprisiona. Llora como si no hubiera un mañana para que precisamente lo haya. Y mírate mientras lo haces para ver a la mujer que hay tras esas lágrimas. Al principio rehuirás de tu propia imagen: qué patético eso de estropear una bonita cara regándola por nada. O por demasiado. Pero si superas ese primer pudor hacia ti misma y consigues alzar la mirada y verte mientras brotan lagrimones de tus ojos ya enrojecidos te darás cuenta del poder que tienes. Sí, aunque parezca paradójico y creas que no es posible que alguien sumergido en el llanto pueda mostrarse de una manera distinta a la miseria, no es cierto. Fíjate en ti, deja que fluya todo tu dolor, suéltalo y siente cómo cae a borbotones por tus mejillas. Libérate. No hay alternativa, llorar es justo y necesario por mucho que hayamos crecido reprimiendo esas lágrimas que comportan emociones y parecen síntoma de debilidad. Qué equivocados estábamos: las lágrimas son la reacción a nuestra fortaleza mantenida en el tiempo y un día, sin más, el aguante nos dice basta. Basta de reprimir, de callar, de dejar pasar. Basta de echarse a la espalda lo que no nos corresponde, de mirar para otro lado, de no afrontar las dudas, de preferir vivir en la incertidumbre y en un falso «todo está bien». Basta de no coger el toro por los cuernos por miedo a soltar, a llorar, a perder.
El llanto permite manifestar nuestras emociones y debemos desterrar la idea de que el que no llora es más fuerte y que el que lo hace es psicológicamente inestable. No, llorar es sano, natural y conveniente. Cuando lo hacemos, las lágrimas desprenden una serie de componentes químicos presentes en nuestro cuerpo, como la oxitocina y las endorfinas, que actúan como analgésicos naturales. Es por eso que tras una buena sesión de llantina nos sentimos más desahogados y probablemente mucho más capacitados para poner en perspectiva aquello que nos provocó la crisis de llanto. Aliviamos el malestar y mejoramos el humor, nos relajamos y en cierta manera le bajamos las revoluciones al estrés, la ansiedad y el nerviosismo que veníamos acumulando momentos antes de romper a llorar. Y lo que es mejor, nos ayuda a conocernos a nosotros mismos: las lágrimas nos permiten saber cuáles son nuestras vulnerabilidades, qué nos afecta, con qué podemos lidiar, hasta dónde somos capaces de llegar, qué respuesta intentamos dar.
Así que no reprimas tus lágrimas ni fuerces tu bloqueo emocional simplemente por el qué dirán. Tú no eres una loca exagerada que llora por cualquier cosa, que no te quiten importancia. Tú no eres una histérica ni una paranoica por mostrar tus sentimientos más reales aunque eso le incomode a alguien más. A veces la gente no sabe qué hacer frente a las lágrimas del prójimo pero que eso no nos impida brotar todo lo que llevamos dentro sin miedo, temor o vergüenza. Peor están aquellos que por una absurda cuestión de apariencia no se quieren sanar. Así que ahora mírate al espejo y llóralo todo contra ti misma. Verás que pasas por diferentes fases hasta llegar al final. Entonces, ya libre, enjúgate las lágrimas, levanta la mirada y sal ahí afuera dispuesta a continuar.