Xochimilco

Son las seis y media de la tarde. Mario y su novia, Daniela, alquilan una trajinera para navegar durante un par de horas por los canales de Xochimilco, al sureste de la Ciudad de México. La colorida embarcación se tambalea ligera mientras la pareja y su guía se acomodan entre risas. Comienza la travesía.

Tras un agradable paseo por el canal central al son de los mariachis que amenizan las barcazas más concurridas, el guía se dirige hacia otra zona, algo frondosa y estrecha, mientras el sol se va poniendo y una tenue neblina se apodera del lugar. Los jóvenes charlan distraídos mientras comparten un par de cervezas, sin darse cuenta de que poco a poco se van alejando del núcleo turístico. Hace rato que no se cruzan con nadie.

La barca sigue avanzando con lentitud hacia lo que parece un bosque. La vegetación es tan espesa que la claridad desaparece por momentos. De repente, la aparición de una lúgubre muñeca colgando de un árbol provoca que Daniela dé un respingo y se agarre con fuerza a Mario. No se acaba de acostumbrar al folclore de lo tétrico. Se percatan del cambio de rumbo y le preguntan al guía acerca de ese lugar solitario en exceso, aunque él no parece escucharlos.

canal de xochimilco tetrico

La trajinera sigue su marcha y a la primera muñeca le siguen muchas más. Algunas solo presentan la cabeza, degolladas. A otras les falta una pierna, o los dos brazos. Están sucias y rotas. Muchas son tuertas, solo muestran un espacio profundamente negro y hueco en sus ojos.

De pronto, la embarcación se detiene y Mario trata de hablar con el guía, pero no recibe respuesta. El guía ya no está. Se encuentran solos, en medio de la bruma, a orillas de lo que parece un islote. Algo frío les moja los pies. El agua está anegando el fondo, se van a hundir si no salen pronto de allí. Saltan asustados y nadan hasta la orilla, tiritando de frío. Comienzan a caminar entre matorrales, tratando de no mirar a esas muñecas que parecen observarlos con malicia.

La oscuridad se cierne sobre ellos. A lo lejos se escucha un alarido y acto seguido un disparo. Los chicos echan a correr entre la maleza, tropezando con todo a su paso. Daniela cae de bruces sobre una especie de trampa para animales, aunque mucho mayor. Tantea a ciegas a su alrededor y descubre un montón de huesos apilado junto a más muñecas, o lo que queda de ellas. Trozos de plástico y restos humanos parecen convivir en ese agujero de inmundicia. El pánico se apodera de Daniela, que grita ahora desesperada ante el vacío de la noche. Resuena el eco. Mario ya no le contesta.

 

México es como el primer amor…

¿Qué tienes, México? Dime qué es lo que tienes para no dejarme nunca libre de ti. ¿De qué se trata? ¿Por qué? Durante un tiempo pensé que el amor romántico por un hijo de tu tierra me cegaba, que toda esta atracción no era más que el resultado de una necesidad y que cuando ésta pasara, tú también pasarías. Pero no es así. Y ahora me doy cuenta de que en realidad no era él, sino tú: el México caótico que desespera y el México sonriente que te alivia las penas.

Eres tú, México, el que me hace sentir como en casa sin serlo, el que me saca sonrisas y hasta me distorsiona el acento. Qué locura. Pero también qué pinche felicidad. Confieso que todavía, después de tantas veces en las que te he podido disfrutar, no he logrado alejarme de ti sin lágrimas en los ojos y un nudo de emociones alojado en mi garganta. Y qué le hago, carajo. Si cuando llego siento un estallido de energía y cuando me voy escucho resquebrajarse otro pedazo más de mi corazón (¡y ya van varios!). Cómo gestiono los sentimientos que me nacen en una tierra tan lejana a la mía y que pienso como propia. Sé que suena complicado y que probablemente pocos pueden entender que cierto cordón umbilical me una a un lugar que no me pertenece por derecho pero que siento con devoción. Pero es que en México aprendí a amar hasta la lluvia, que es mucho decir para mí.

México me deja en cada una de sus visitas un poco más de libertad, de coraje, de aventuras, de magia, de ilusiones, de cruda realidad… Tan imprescindibles para entender mejor la vida y a mí misma. México me regala dosis increíbles de buena vibra, aunque ahora las cosas no estén en su mejor momento y se respire cierto aire de temor y crispación (maldita política). México me enseña la calidez en las palabras, el agradecimiento, la generosidad. En México las relaciones personales están a otro nivel, aunque ellos piensen que ya están idiotizados también con las nuevas tecnologías y el postureo. Sí, como todos por desgracia, pero en México todavía se miran a los ojos por el gusto de verse y las puertas de las casas están siempre abiertas a quien quiera llegar. Y eso es algo que me encanta de este país: que no existe el protocolo ni en la familia ni en la amistad, que todos pueden llegar a ser amigos, que la gente más dispar se junta y se echa unas risas y unas cubas y unos tacos, o lo que haga falta. Que te acogen como a una más desde el minuto uno y que siempre disfrutarás de una buena plática con los amigos de años y con los recién llegados.

México es un país alegre, distinto, extraño, peculiar. Sus aficiones son las más entregadas, por surrealistas que parezcan. Y ésa es parte de su gracia también, de su encanto. Derrochan ingenio aunque a veces lo malgasten en puras pendejadas, como dicen ellos. Viven como si el mundo se fuera a terminar mañana, a veces con cierto grado de irresponsabilidad, pero eso les hace aferrarse más a la vida porque en realidad no tenemos tiempo que perder. Y ellos, que entienden bien la muerte, lo saben. En México son valientes hasta rozar lo inconsciente y ese tipo de locura establecida que generan con su forma de ser es quizá lo que más me atrae de ellos. La gente pasional y atrevida que es capaz de seguir a su corazón aunque a todos les parezca un error. Esa gente del vaso medio lleno, de las ocurrencias más inverosímiles y del optimismo inquieto. Me gusta México por lo que es, con todo lo bueno y todo lo malo que tiene, pero me atrapa por su gente.

Dicen que México es como el primer amor: que nunca se olvida. Y que el único riesgo que corres cuando lo conoces es el deseo de quedarte. Puedo afirmar por experiencia que ambas expresiones son ciertas. Y que hoy me doy cuenta de que México siempre será ese amor que queda aunque dejes de tenerlo. Le doy las gracias al destino que me cruzó contigo para abrirme los ojos a un nuevo mundo y a una mejor forma de querer. Porque, México, tú eres como ese primer amor para mí: especial e inolvidable, el que se queda grabado en el alma e impregnado por siempre en la piel.ilustracion-dibujo-mexico_1284-7330

México: el ombligo de la luna

Extraña es esa sensación que te hace querer volver una y otra vez a un lugar que no te pertenece por nacimiento pero que te regala siempre que lo visitas un pedazo más grande de su esencia, que es interminable. Extraña como esa sensación es también la experiencia de crecimiento y aprendizaje que durante un tiempo me brindó ese lugar, indispensable para ser hoy quien soy. Y por encima de toda esa extrañeza está la del propio México: surrealista, desconcertante y mágico.

Recuerdo la noche en que llegué por primera vez y cada una de las sensaciones que me fue provocando aquel trayecto en coche desde el aeropuerto, mi primer contacto con el entonces Distrito Federal. Recuerdo el Ángel de la Independencia iluminado, las grandes avenidas contrastando con otras callejuelas llenas de puestos de comida, el cableado, los carteles publicitarios… Y sobre todo recuerdo aquella sensación de atracción, curiosidad y respeto que nació una noche de verano de hace seis años y que me sigue acompañando hasta hoy.

Cuántas veces me han preguntado por qué México, si lo que nos llega en las noticias no es nada seductor. Pues México fue por una mezcla de memoria infantil, de encanto aventurero, de necesidad de cambio y de amor. Y al final, de todo lo que yo esperaba encontrar allí, México me devolvió muchísimo más. Puede que algunas expectativas fallaran, siempre pasa, pero con la perspectiva del tiempo me doy cuenta de que lo que me dio, con sus ratos buenos y algunos no tanto, es ahora mucho más importante en mi vida que lo que yo pretendía encontrar. Porque México me dio calidez, seguridad, apertura de mente, fortaleza, tolerancia, paciencia. México me recordó algunos valores que por este lado del mundo se están perdiendo, me regaló algo más de humanidad, de sentido colectivo, de improvisación, de amistad. México me hizo entender muchas cosas y relativizar tantas otras que hasta entonces ocupaban sin demasiado sentido mi mente. No sé si puedo decir que México me hizo mejor, pero lo que es seguro es que me hizo muchísimo bien.

Porque México es, en pocas palabras, una bella contradicción. Es ese lugar en el que se festeja la muerte y hasta la muerte, porque alguien siempre tiene tiempo y ganas de tomar. Es un desayuno que termina en cena, y una cena que nunca tiene hora para terminar. Son niños pidiendo en la calle a dos cuadras del mejor barrio residencial. Es el lamento de las familias de miles de asesinados y desaparecidos, pero es también el alegre grito de un mariachi haciéndote estallar. México son bailes de cifras dispares, dimes y diretes, cálidas palabras y cierta irresponsabilidad.

Es tardar dos horas en llegar a un restaurante al otro lado de la ciudad y olvidarte con el primer trago del tráfico que te hizo desesperar. Es aprender a no mirar más el reloj porque sabes que allí no impera precisamente la puntualidad. Es concertar una cita a las ocho y llegar a las nueve sabiendo que probablemente aún no habrá nadie más. Es pararte a comer unos tacos en cualquier puesto callejero a cualquier hora del día (o de la noche) así vayas con traje y corbata, en zapatillas o vestido de gala. México son Juan Gabriel, Luis Miguel y Chavela Vargas, porque no olvidemos que los mexicanos nacen donde les da la rechingada gana. Es despertarte maldiciendo esa cantinela que como una letanía anuncia tras el megáfono que «se compran colchones, tambores, refrigeradores, lavadoras, microondas… » y dar un respingo cada vez que el carrito de los tamales pasa ruidosamente vendiendo por tu calle.

México es país de religión y tradición, de culto a Nuestra Señora de Guadalupe y a la Santa Muerte. Es devoción, paganismo, mito y superstición. Es crear lo imposible y ponerse trabas en lo más fácil; es ganarle a la férrea Alemania y caer con estrépito ante Suecia. México es música, es fiesta, es tequila y mezcal… Es su gente, su dificultad para decir «no», sus rodeos interminables, sus ahorita que no llegan. Es perderte en su lenguaje rápido y ácido, es caer en el albur cientos de veces, es compartir la riqueza de un mismo idioma siendo a veces tan diferente. Es la eterna discusión de los acentos, las costumbres, la cultura y la historia que unos creen y que otros no quieren contar. Es la lucha contra el cliché que separa a las personas pero también el olor a rancio de aquellos que aún destilan clasismo en su forma de ser y de actuar.

México es una tierra singular hecha de piedra volcánica, de llanuras desérticas, de selva y de mar. Es un país de altura geográfica y no tanto de miras, acongojado históricamente por el vecino del norte con su fanfarronería habitual. Es un país potente acorralado por malas decisiones pero con unas infinitas ganas de mejorar ocultas a veces tras el conformismo y la idiosincrasia propias de la sociedad. Pero quizá ahí resida uno de sus encantos: no sabes si van, si vienen, si esperan, si luchan, si se reivindican o se resignan, si lo dejan todo en manos de quien los persigna. En definitiva, es vivir al límite sin saber muy bien qué se puede esperar.

Cuenta la leyenda que todo el que visita México llora dos veces: una cuando llega y otra cuando se va. Y aunque en mi caso no me sacudió el llanto en la ida debo confesar que hasta la fecha nunca he conseguido despedirme de esa maravillosa tierra azteca, bautizada en Náhuatl como «el ombligo de la luna», sin un nudo en el estómago y sin miles de lágrimas batallando por escapar. Porque de todos los temblores que allí me tocó vivir al final descubrí que ninguno es tan doloroso como el que te sacude el alma cuando dejas México atrás.fondo-de-lettering-de-viva-mexico-con-aguila_23-2147703777

 

Coco: un homenaje a México

La crítica es unánime: Coco, la última de Pixar, es «una carta de amor a México» tal y como la describió su director Lee Unkrich. Desde que supe que la factoría de animación tenía entre manos una historia ambientada en el Día de Muertos estaba deseando ir a verla aunque no sin cierto miedo a que me pudiera decepcionar después de tanta espera por si no se reflejaba realmente lo que representa esta festividad (no puedo olvidar la quema de fallas valencianas en la Semana Santa de Sevilla que vimos en Misión Imposible 2, por citar sólo alguna cagada en lo que a ambientar tradiciones en el cine se refiere). Pero para mi grata sorpresa, Coco no puede ser más mexicana, y a mí no puede haberme gustado más.

Sí, es cierto, tengo debilidad por México y el primer fotograma ya me provoca una sonrisa: lista para disfrutar de un rato agradable, divertido, emotivo, tierno, curioso, festivo. Seguramente para mí es complicado despojarme de la dosis extra de sentimiento que me provoca el sonido de un mariachi o ver el papel picado ondear, pero creo que todos pueden encontrar en Coco la singularidad de México y confío en que despierte la curiosidad de aquellos que sólo conocen el país azteca por las malas noticias que nos da la prensa. Sí, claro que existe ese México negro y vergonzoso, pero quién no tiene trapos sucios por lavar. México también desprende, como Coco, esa luz, ese color, ese folclore, esa vida.

Y es curioso que hablemos de vida en una cinta que gira en torno a la muerte. Y sin embargo, no hay dolor en ella porque precisamente los mexicanos no sienten la muerte como un sinónimo de tristeza sino como una consecuencia vital, incluso los más pequeños. El mundo de los muertos le enseña a Miguel, el niño protagonista que persigue su sueño de ser músico aun teniendo a su familia en contra, su lugar en el mundo de los vivos. Los valores, la tradición, el vínculo con nuestros antepasados, el poder conocer nuestra historia y la importancia de las raíces que nos hacen ser quienes somos y aprender a determinar hacia dónde vamos. El Día de Muertos es la tradición más representativa de México y como para muchos mexicanos también es mi preferida. Me parece absolutamente humano el duelo y perfectamente inteligente su aceptación a través de la celebración. Porque tal y como queda fielmente reflejado en la película morimos cuando ya nadie nos recuerda, no cuando dejamos de latir. Por eso es tan importante toda la simbología que rodea a la muerte en México, desde las dulces calaveritas de azúcar hasta los altares de ofrendas para evocar el recuerdo.

México es un país de peculiaridades, mucho más atractivo en ellas que en sus generalidades. A México lo hace único sus creencias, su música a veces alegre y otras desgarrada, llorona. Su mestizaje cultural, la perduración de lo prehispánico en armonía con lo actual, la supervivencia de los oficios de tradición y la tradición en sí misma como pilar fundamental del arraigo familiar. Coco está llena de todo eso, es un claro reflejo de México para el mundo, pero la película también nos regala muchísima simbología local (y muy acertada por parte de Pixar) que sólo los mexicanos o los que hemos tenido la oportunidad de vivir México podemos reconocer, desde el simpático perro xoloitzcuintle que acompaña a Miguel allá a donde vaya, símbolo del dios mexica Xolotl como guardián del inframundo que ayuda a las almas a cruzar al Mictlán, el «lugar de los muertos», hasta la aparición de los alebrijes, esas figuras de colorida fantasía que nacieron durante el delirio febril de un artesano del papel maché allá por 1936.

Las referencias a la lucha libre, los elotes callejeros, la chancla de la abuela, los diminutivos cariñosos al hablar y la fortaleza al actuar, el chico con la camiseta de la selección mexicana, las animadas fiestas de los pueblos, las piñatas colgadas, el camino de flores de cempasúchil en el puente que une los dos mundos y un pétalo de esa flor como llave para conseguir una bendición, eso que aún otorgan las mamás y las abuelas mexicanas, son pequeños grandes detalles de la cotidianidad en México. Además, la aparición de personajes como Frida Kahlo o el Santo y todo un elenco de celebridades como Cantinflas, María Félix, Jorge Negrete, Pedro Infante… Hacen de Coco, en definitiva, un bello y colorido homenaje a México. A ese México surrealista, lindo y querido por tantos, pintoresco. Al México que tuve la oportunidad de descubrir en primera persona, de respirar, de saborear. El México que cautiva con su luz, sus colores, su calidez. Ese gran desconocido que te atrapa el alma mientras lo descifras. Enhorabuena Pixar por conseguir emocionarme con diversión y alguna que otra lágrima llevándome de nuevo al México del que un día me enamoré y al que nunca podré dejar de querer.

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México 

Hay lugares que se te quedan en el alma, lugares en los que regresar es como un soplo de vida, lugares que nunca quieres dejar. Existen paraísos terrenales, los he visto. Hay ciudades insulsas y otras realmente bonitas, también las conozco. Hay atardeceres de película, amaneceres de cuento. Hay infinidad de sitios por recorrer, el mundo es tan grande… Y sin embargo siempre hay un lugar que se convierte en tu debilidad, que te atrapa aunque no sepas por qué. Y yo hace tiempo que tengo el mío.

Puede que sea por su extraña belleza o puede que sea la magia de su propio surrealismo. Puede que sea su encantador desorden, sus caóticas avenidas, su pinche desmadre. A lo mejor son los olores a guiso, a tacos, a pozole que inundan sus calles. Quizá son las sonrisas, el alboroto, los colores. O el acento, su forma de hablar e incluso de alburear. Ándale, quizá sea también eso. Pero por encima de esas circunstancias que da la tierra, que son las que son, están las personas. Y ellas son las que nos atrapan de verdad. Quizá mucha gente no me entienda, seguramente aquellos que no han tenido ocasión de vivirlo a mi manera o de estar en mi piel, de haber conocido México a través de mis ojos y junto a mis personas. No lo sé ni voy a tratar de convencer a nadie de las maravillas de un sitio ni de sus inconvenientes tampoco. Hace tiempo que dejé de debatir ese tipo de cosas, que si la calidad de vida, que si las oportunidades, que si el bienestar… ¿Dónde se vive mejor? ¿En qué lugar? Como si las comparativas hubieran dejado de ser odiosas alguna vez. No, no se trata de nada de eso, volvemos de nuevo a las circunstancias. 

En realidad se trata, como decía, de las personas que construyen los lugares. Las personas que hacen de México un pueblo grande en alma más que en tamaño, que ya es mucho. Su fuerza, su energía, su solidaridad, su dedicación… Sobre todo en las malas, cuando de verdad se les necesita. Siempre he admirado el amor que le demuestran a su país los mexicanos, el empuje y el optimismo en cada momento. Son unos chingones. Si pierden un partido le mentan la madre a los jugadores pero no dejan de alentarlos el siguiente domingo. Se quejan de ellos mismos, sí, de su burocracia, de sus corruptelas, de sus inseguridades y oscuridades y seguramente muchas veces no hacen nada al respecto porque piensan ¿para qué? Y realmente no hay pensamiento más humano. Pero cuando hay que estar a una, están unidos como los mejores y a mí, precisamente ahora, me da muchísima envidia. 

Eso es lo que me gusta de México, eso y las personas que me han permitido descubrir desde hace años cómo es realmente su país, con sus luces y sus sombras. Mis mexicanos que me acogieron desde el minuto uno con gran cariño y que me han enseñado tanto en nuestras similitudes y diferencias son los que le dan sentido a su tierra, y a mi profundo amor por ella.

Hoy entendí que hay lugares que se te meten tan adentro que cuando tiemblan, tiemblas tú también con ellos. 

Me dueles, México 

«A México no se puede ir». Esta sentencia, casi amenazadora, me encontré ayer en boca de varias personas tras conocerse el terrible asesinato de la española desaparecida hace días en la capital mexicana. Me cayó como un jarro de agua fría.

Ante todo vaya por delante mi pésame a sus familiares y mi absoluta consternación por lo ocurrido. Viendo cómo han transcurrido los hechos pone los pelos de punta pensar que le puede pasar a cualquiera, también a ti que vives allí o a mí que voy y vengo, por qué no. La proximidad emocional o el paralelismo con las circunstancias es lo que realmente te sacude el alma y te hace reflexionar. Porque esta vez no fue el temido y asumido narcotráfico…

Parece que cuando las tragedias suceden en lugares que ni nos van ni nos vienen pasan inconscientemente a un segundo plano. Los ajustes de cuentas, los crímenes en los pueblos perdidos de la sierra y las penurias de gente con la que nada aparente nos relaciona siempre suelen verse de otra manera. Distante en lo personal y egoísta en lo humano, sí. Sin embargo cuando esa desgracia se torna factible en tu propio mundo da más que pensar. Y eso es lo que me sucede con este caso, que sin conocerla a ella, sus circunstancias crean empatía. Al menos a mí, que tengo amigos trabajando en Santa Fe y viviendo en Polanco, y que yo misma he paseado por ambos lugares, como por muchos otros de la inmensa ciudad, con tranquilidad pero con ciertas precauciones. Y si es por conocer conozco hasta Toluca, lugar donde fue encontrado el cadáver. Que la chica fuera española y se confesara además enamorada de México (como leí en algunos lugares) me acerca más si cabe al dolor, la rabia y la indignación.

México no es un país seguro. Homicidios, desapariciones, secuestros, extorsión… El último informe presentado por la asociación Alto al Secuestro cifra en 7.846 el número de raptos desde que comenzó la legislatura de Peña Nieto en 2012 hasta ahora, lo que equivale a una media de seis secuestros diarios en el país, siendo en este aspecto el Estado de México el más complicado con diferencia. Pero a esas cifras hay que sumarle los crímenes del narcotráfico, las desapariciones que no se esclarecen (nadie olvida a los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014), los asesinatos a periodistas y las extorsiones a empresarios. Sin duda alguna, «a México no se puede ir».

Y sin embargo, lo defiendo. Quizá porque no he tenido nunca por fortuna percance alguno. Porque me niego a aceptar que un país con tanto potencial sea incapaz de decir basta ya. Me niego a que la imagen más allá de sus fronteras sea la de un lugar en el que te matan por menos de nada, aunque por desgracia a veces ocurra. Me niego a ensombrecer con la crueldad de unos la bondad de tantos otros mexicanos que aman y luchan por su país, que nada tienen que ver con la violencia y que la detestan como tú y como yo. Que la condenan y que se manifiestan, pero que tienen un problema de raíz tan grave y profundo que sin darse cuenta lo asumen como intrínseco y siguen adelante como si nada un día más. Me niego a estigmatizar a mi México lindo y querido, pero con la voz que me permite el haber vivido y conocido ese maravilloso país hago un llamamiento para que sigan saliendo a la calle, pidan explicaciones y no toleren que las cosas simplemente son así porque así son.

Ay México… Cuánto te quiero y a veces cuánto me dueles.

 

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