Miedo

amor_miedo_osho_frasesNo es la primera vez que me siento frente a esta pantalla para intentar poner un poco de orden a mis pensamientos, sentimientos o emociones. No es la primera vez que me impulsa esta terrible y tan temible necesidad de escribir aunque ni siquiera sepa por dónde empezar. No es la primera vez que mis dedos teclean con frenesí palabras que brotan directamente de los rincones más oscuros de mi ser, quizá sin sentido ni razón. No es la primera vez que la música me envuelve hasta hacerme llorar ni tampoco es la primera vez que subo el volumen con la absurda esperanza de verme así alejada de mis propios miedos. No es la primera vez que río y lloro en la misma fracción de segundo. No es la primera vez que tiro la toalla, ni que la vuelvo a recoger. No es la primera vez de nada. No, no lo es.

Y quizá por eso palpo este presentimiento acechándome, dispuesto a saltar sobre mí en cualquier momento como presa fácil.

Miedo

Al fracaso. Al dolor. A las lágrimas. A la verdad. A la mentira. A la distancia. A volar. A saltar. A rebelarse y desgarrar. A la oscuridad. Al vértigo. Al «no te quiero más».

Miedo a echar en falta lo que fue y lo que no, lo que es, lo que no será, lo que no debe ser. A caer de bruces una y otra vez. A seguir resistiendo día tras día el silencio que acompaña a la incertidumbre de no saber qué pensar, esperar ni creer.

Miedo a esa pseudofelicidad que no termina de cuajar, a las subidas tan apresuradas que terminan siendo descensos en picado y sin paracaídas. Trayectos de ida y vuelta mareantes acumulando noches de risa, de emoción, de deseo y de adicción. Perdiendo momentos de complicidad, sueños compartidos y fantasías para adultos. Diluyendo esperanzas, planes, locuras propias o conjuntas. Borrando palabras y emociones con un simple clic. Y así, tan fácil y tan mezquino, el tiempo avanza y los caminos se bifurcan.

Pero a la vez que estallo pido calma a gritos, paciencia, tranquilidad. Confianza quizá. Algo incomprensiblemente difuso sigue guiando mis impulsos, equivocados o no, absolutamente míos. Será que de repente igual que me lo arrancan también retomo el poder, y a eso nos aferramos mis miedos y yo dejando paso a la rebeldía. O quién sabe, a la contradicción. Al quien no arriesga no gana, al si tú me dices ven lo dejo todo, al querer es poder. Frases manidas, tópicos rotos ya de tanto usarlos.

Y la rueda gira, me eleva, me destroza y regresa con más fuerza a su punto de partida. Y aquí me veo un día cualquiera sintiendo que lucho contra viento y marea por algo que no sé qué es y que me esconde su recompensa. Quizá es que no la tiene y puede que yo no sea más que una especie de Quijote viendo gigantes donde sólo hay molinos.

Porque ¿y si nada es cierto? ¿Y si esta realidad sólo es ficción? ¿Y si la mentira eres tú?

Entonces, de nuevo el vacío, el desconsuelo, el silencio, el abismo.

Y el miedo.

Papel en blanco.

 

Miedo-a-escribir

Días y días enfrentándome a una página en blanco sin saber ni cómo empezar, temerosa de escribir, vaga hasta para inspirar. Preguntándome por qué ahora no me salen las palabras si tengo tantas emociones golpeándome la vida. Por qué, si necesito una confesión escrita, se me agarrotan los dedos y me da pánico ver que no puedo hilvanar ni dos frases seguidas.

¿Por qué?

Hablan por ahí de varios tipos de síndromes relacionados con esta patología que parece que de un tiempo a esta parte sufro. Que si el miedo a quedarse en blanco, que si el bloqueo del escritor, que si la pérdida de creatividad… Pero nadie explica por qué de repente ¡pum! El vacío.

Me atrevo a pensar que tiene algo que ver con la manera en cómo nos afectan las vivencias, las emociones y las experiencias a cada uno. A veces tenemos tanto que decir que al final no decimos nada. A veces los miedos taponan las palabras o quizá somos nosotros los que inconscientemente no queremos darles alas. Puede que todo ello acumulado termine por dejarnos secos y en silencio, aunque sintamos que vamos a estallar en cualquier momento porque hemos perdido la capacidad de canalizar.

O puede que ni siquiera exista un porqué.

Como sea, hoy me siento aquí con mucho esfuerzo para obligarme a continuar con esto, y con todo, como siempre hago, como siempre hice. Aunque me fluyan las ideas a trompicones y se me desgasten las ganas con cada borrón y cuenta nueva. Aunque me sienta torpe al hablar, aunque no me sepa últimamente explicar, aunque provoque malentendidos de la nada porque no acierto con las palabras, aunque necesite más espacio pero pida que me invadas, aunque necesite ordenar tantas batallas.

Desconcentrada como nunca me encomiendo al sinsentido para plantarle cara a este estúpido bloqueo mental, emocional y vital que me atosiga a diario. Porque como decía el gran Hemingway «no hay cosa más espantosa que una hoja de papel en blanco».

 

 

El poder del miedo.

El mundo está conmocionado y yo llevo varios días dándole vueltas a lo mismo entre el pesar de la desgracia y la rabia de la impotencia.

Asisto incrédula a la barbarie que asoló París ese viernes trece y negro que será difícil de olvidar, como lo es el 11S estadounidense o nuestro 11M de terror en Madrid, entre otros. Fechas que quedan grabadas en la memoria occidental y democrática y que funcionan como resorte para movilizarnos en rezos, plegarias, flores, velas blancas y lutos. #PrayforParis

Pero, ¿por qué rezamos por París? ¿Por qué las redes sociales se inundan de torreiffeles y de fotos parisinas de «yo estuve allí»? ¿Por qué nuestra bandera también es la francesa? ¿Por qué pedimos ahora vivir en paz? Porque nos sentimos vulnerables. Porque te puede pasar a ti. Porque al fin y al cabo las 129 víctimas de los atentados del pasado viernes son como tú y como yo. Salieron una noche cualquiera a cenar, a divertirse en un partido de fútbol o a bailar. Eran personas con vidas normales y corrientes, acostumbradas al bienestar, la confianza y la seguridad de una sociedad libre, fraternal e igualitaria. Como tú, y como yo. Y esa proximidad es la que nos asusta de verdad.

Nos compadecemos de los refugiados sirios, sí. Sabemos que su drama es inmenso y que perdura (y lo hará) en el tiempo sin que ningún gobierno se ponga de acuerdo sobre qué hacer con sus fronteras. Vemos imágenes sobrecogedoras de un país que vive bajo la dictadura del terrorismo y el yugo del bombardeo diario. Pero no es la primera vez que esto pasa, desde que tenemos uso de razón Oriente Medio está en guerra y nos parece normal o por lo menos, en cierta manera, irrelevante. El mismo viernes trece y negro murieron 43 personas en otro atentado en Beirut, pero no hubo velas ni condolencias mediáticas, porque allí están «acostumbrados» a vivir así. Somos inmunes frente al hambre, a la guerra y a la pobreza de medio mundo. Pero no lo somos frente al terror en nuestra casa.

Por eso, cuando pasa, nos ataca de verdad. Porque más allá de la muerte de víctimas inocentes (tan inocentes como los civiles que pagan por las guerras de otros) lo que un atentado terrorista de esta índole pretende es golpear nuestro espíritu democrático y bondadoso, donde «las cosas malas» no pasan aquí. El shock social que se produce es tal que ya circulan por whatsapp mensajes de alarma alertándonos de atentados inminentes a la vuelta de la esquina y recomendaciones para no salir de casa. El pánico tiene los pies rápidos y los terroristas saben jugar con él. Ahí es donde nos golpean. Y es ahí donde los gobiernos tienen que saber responder.

Lo acontecido en París es solamente el último episodio de lo que lleva años gestándose bajo la sombra del islamismo radical (y no del Islam) que cada vez se presenta más capacitado y poderoso para hacer daño. Sirviéndose de las redes sociales y de la propaganda violenta y publicitaria que supone un atentado, no es difícil captar a una parte de la sociedad que, aunque viviendo en un país democrático y siendo ciudadano del mismo  por segunda e incluso tercera generación, se sigue sintiendo marginal y fuera de.

Así, lo que ISIS consigue es captar a esa parte minoritaria pero peligrosa de la sociedad para, una vez reclutados y amaestrados en sus filas, devolverlos a sus lugares de origen para perpetrar el ataque a su propio país. Y como un caballo de Troya, ISIS deja de estar nada más en Siria, Líbano, Irak… Para estar también dentro de nuestra propia casa. Y entonces es cuando nos damos cuenta de lo que es el poder del miedo.

 

 

Facebook y otras mentiras.

Quién no ha abierto una mañana Facebook y se ha arrepentido con todo su ser de haberlo hecho. Quién no ha llorado viendo y leyendo lo que no quería ver ni leer. Quién no ha criticado una foto o dos. Quién no ha pasado horas analizando el chisme de turno y se ha reído de lo patética que puede llegar a ser la gente. Quién no ha subido contenidos esperando ciertas reacciones. Quién no ha jugado al populismo virtual. Quién…

¿Quién está a salvo de tantas mentiras?

Qué peligro, madre mía. Dejarnos engañar por lo que vemos sin saber qué intención se esconde tras cada foto, post o tuit. Comernos la cabeza imaginando lo que no es e intoxicar nuestra realidad. Luchar constantemente por mantener la mente fría y aprender a relativizar, o a madurar, sabiendo que no es oro todo lo que reluce y que las redes sociales pueden ser tan útiles como enfermizas si no las sabemos utilizar.

Vivimos bajo el yugo de la imagen y la popularidad en una sociedad cada vez más superflua, sometidos a likes y comentarios que elevan y destruyen en el mismo momento en que se publican. Si mi foto no alcanza cierta cuota de aceptación, ¿será que no soy lo suficientemente atractiva? Si mis publicaciones no se comparten, ¿qué estoy haciendo mal? Si no me incluyen en tal evento o me etiquetan, ¿se avergüenzan de mí? Inseguridades que nos enredan más en la red. Una patraña en realidad. Pero una condena también.

Ese afán de buscar reconocimiento virtual constante, de mostrar una vida que quizá llevas o quizá no, de inventar una realidad, edulcorarla o peor aún, dramatizarla para llamar la atención, me parece que se terminará convirtiendo en la enfermedad mental del futuro. No soy psicóloga pero basta echarle un ojo a Instagram para darte cuenta de que existe cierta obsesión por mostrar y demostrar lo bien que lo paso cada segundo de mi vida. Y cuidado, no critico las ganas de compartir con los demás tu viaje por el mundo, hay fotos que merecen incluso premios. Son lo que yo llamo fotos instructivas, de envidia sana, de ganas por conocer, de dar palmadita en la espalda y decirle al afortunado de turno con una sonrisa «jo, qué buena vida te das».

Lo que me da realmente pavor es la foto frente al espejo de los abdominales de hierro que consigo a base de batidos y las sesiones compartidas a tiempo real en probadores de ropa. Porque tras esas fotos se esconden personas repletas de miedos y ansiedad. Personas quebradizas e infelices que mendigan reconocimiento para aliviar su falta de autoestima. Pero es tal el enganche al qué dirán que ya existen aplicaciones específicas para que gente que ni conoces opine acerca de tu físico y estilo personal. Un arma de doble filo si no sabes quién eres: tan pronto te dirán que estás espectacular como horrorosa, y dime, ¿tú qué vas a creer?

Depende de tu ego creerás que eres una reina. Que las fotos sacando morritos son lo máximo y cientos de likes de personas que ni conoces parece que lo atestiguan. Depende de tus frustraciones creerás que te sobran quilos o te falta pecho, que te tienes que operar la nariz y que jamás te van a valorar lo suficiente. No lo harán si tú no lo haces, aunque suene a cuento chino o a conformismo mental.

Da la senschistes-sobre-embarazadas-ación de que estamos cada vez más inmersos en lo virtual que en lo real, y que lo que no se publica no existe. Y qué equivocados estamos. La vida es la que vivimos, no la que colgamos en las redes sociales. La vida son los momentos que pasamos riendo con los amigos y los dramas que no aireamos. Son los perdones que se piden en la intimidad y las conversaciones que no guardamos.

Vivir es sentir cada instante y no perderlo retocando la imagen que lo congele para que todos lo vean. Claro que es bonito tener el recuerdo de aquella fotografía de nosotros dos en blanco y negro, pero es más bonita la emoción que guarda la memoria de aquel momento, y de todos los demás que no inmortalizamos. Aunque eso nunca lo sepa nadie ni haya etiquetas, comentarios o likes que nos respalden.

Porque al final lo privado es la vida real. Y lo demás, es sólo Facebook.

Escribir es sobrevivir.

«Para mí escribir es un acto de supervivencia». Paul Auster.

Cuánta razón. Y también cuánto miedo…

Que es el único acto capaz de salvarme del abismo, pero que al menos lo es. Que es el remedio a mis males, a mis descalabros, a mis sinsabores. Y que es la manera de plasmar mis alegrías, mis anhelos, mis ilusiones. Que escribir se convierte en necesidad, y que no puedo vivir sin escribir. Aunque las páginas en blanco me aterren y aunque las letras a veces me rehuyan resbaladizas. Como hoy quizá, cuando hay tanto que decir que apenas es nada. Cuando las emociones se atraviesan desgarradoras, cuando quieres gritar de felicidad pero luego se te cruza una sombra de duda velando tus ojos. ¿Por qué? ¿Por qué no ser capaces de saborear todo lo bueno y de engullir todo lo malo? ¿Por qué si la vida es maravillosa tenemos que buscarle los tres pies al gato?

Porque somos humanos. Y erramos. Y nos mortificamos. Y estallamos. Y resucitamos. Y nos alegramos. Y nos emocionamos. Y nos desesperamos. Y esto se nos viene abajo como un castillo de naipes en un soplo, y lo que hoy es bueno mañana se revierte, y viceversa. La noria, el tobogán, la ruleta rusa. Da igual a lo que juguemos, ni siempre se gana ni siempre se pierde.  Pero siempre, siempre, se vive. Y cuando la cosa se pone dura, a veces también se escribe. Aunque lo de hoy no sea más que un sinsentido, y estas palabras no digan absolutamente nada.

Yo me fui a México.

Dijo Hemingway que nunca hay que escribir sobre un lugar hasta que se está lejos de él. Supongo que por eso de la perspectiva y la distancia emocional. Supongo también que para buscar una forma objetiva de hacerlo, aunque la objetividad no exista. De cualquier manera, me tomé a pecho su idea y nunca escribí ni una palabra del lugar que tanto me dio. Hoy, lejos de la que considero mi otra tierra, me tomo la licencia para empezar a plasmar lo que aquello fue, lo que todavía es, lo que sé que siempre será.

Un día hice mis maletas y me subí a un avión. No, no fue así a lo loco, en realidad lo medité, aunque lo justo. Y digo lo justo porque hay cosas que no se tienen que pensar demasiado, no al menos cuando sientes de una forma tan segura que es un paso que tienes que dar. Llevaba ya un tiempo mareada en la vida y eso, unido a otros factores (desempleos, amores, crisis existenciales…) me impulsó a tomar la mejor decisión que hasta hoy he sido capaz de tomar. Me convertí en emigrante de mi patria, en inmigrante de la que me acogió.

Y así, con miedos pero sin dudas, me fui a la tierra del tequila, el sombrero y el mariachi. A una tierra de cactus, desierto y calor sofocante. A un país inseguro y violento en el que la droga corre por las calles igual que por las venas. Me fui a un lugar en el que se lloran desaparecidos y no se encuentran soluciones, donde hasta la policía es cómplice y partícipe de corruptelas. A una nación donde dicen que te matan por menos de nada, condenada a estar «tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos».

Yo me fui a México. Al México de los estereotipos y los noticieros.

Y me encontré un país donde la gente es cálida y amable hasta la exageración. Donde también se bebe pulque y mezcal y las cervezas están aderezadas. Donde se baila cumbia, banda, salsa y lo que haga falta. Me encontré una tierra fértil y diversa, donde llueve más de lo que nunca me pude imaginar y donde la temperatura es tan variable que los cambios de armario estacionales no existen. Viví en una de las ciudades más grandes del mundo y no me sentí perdida, insegura ni sola. No sentí más temores que los habituales en cualquier gran urbe conocida o no, y jamás tuve percance alguno. No consumí ningún tipo de droga ni tampoco la vi correr. Pero supongo que, como en todas partes, el que busca encuentra. Hallé un país que goza la vida porque entiende muy bien la muerte, donde se disfruta el placer y se celebra hasta la derrota. Una tierra fuerte y alegre, cargada de matices y contrastes. Un pueblo absolutamente surrealista y mágico.

Eso es lo que descubrí. El México que merece la pena, el de verdad.

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«Si usted conociera México… ¡Es maravilloso! Pero lo más notable es su gente. Es muy difícil explicarlo, pero tienen valor y dignidad, no les asusta morir. Y lo que es más importante, no les asusta vivir. Les preocupa el hoy, no lo que pueda ocurrir el día de mañana. Supongo que los yankees dirán que eso es pereza, pero yo creo que es el sentido de la vida.» (The Alamo)

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