Puto «pero».

Me puse a pensar acerca del valor de las palabras y me di cuenta de que las palabras por sí mismas no dicen nada. Lo dicen las ideas, las emociones, las intenciones. Las palabras no dicen lo que tú no quieras decir, y viceversa. Las palabras pueden estar llenas o vacías de contenido según las circunstancias. Y las hay de muchos tipos. De fonética bonita, por ejemplo. O divertidas, complicadasy enternecedoras. Las hay curiosas. Y las hay también muy putas. Y en esa categoría que incluye los «puede» y los «tal vez», la reina es el «pero».

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Porque el «pero» es la palabra más puta que conozco, como ya decía Ernesto Sacheri en El secreto de sus ojos (película que recomiendo ver, por cierto). El «pero» tiene la capacidad de destruir lo que pudo haber sido y nunca será. El «pero» resquebraja las ilusiones, antesala de una bofetada emocional, demoledor en toda su extensión.

¿A quién no le ha pasado? «Te quiero, pero…». ¡Vete al diablo! Esos peros que encubren excusas baratas son los peores. Porque esconden el miedo a la realidad, la comodidad de lo cotidiano, el no querer arriesgar. Y lo único que ese «pero» consigue es hacerte sentir insuficiente, deseable a medias, amada a ratos. Mientras que al dueño del «pero» lo refugia en su guarida un poco más sin que tú puedas hacer nada para evitarlo.

Porque por alguna extraña razón cuando escuchamos un «pero» nos ponemos en alerta, casi como cuando alguien nos mira a los ojos para atacarnos con el tan temido «tenemos que hablar». Son décimas de segundo de pánico en el que toda tu vida en común pasa como una película ante tus ojos y asumes que tras ese «pero» ya nada será igual. Y ahí estás tú, escuchando «peros» por todas partes y esperando oír el único «pero» que merece la pena. El «pero» que desbarata toda esta teoría del terror hacia una dichosa palabra. Ese «pero»que abre la compuerta de la esperanza que ya creías perder y pone en entredicho aquello de que el orden de los factores no altera el producto.

Porque no es lo mismo un «te quiero, pero es complicado».

Que un «es complicado, pero te quiero».

Y hasta que ese orden no cambie, tú, tus virtudes y tus anhelos seguirán quedando relegados tras un cruel y muy puto «pero».

El último vuelo

La sensación de desamparo que te sacude cuando conoces la noticia de una tragedia aérea es inevitable. Podría pasarte a ti. Tú podrías estar en ese avión, o en cualquier otro. Tú que viajas con más o menos frecuencia, tú que compras vuelos con tanta antelación, tú que buscas las mejores ofertas, tú que abres negocios aquí y allá, tú que estudias tan lejos, tú que tuviste que dejar tu hogar, tú que…

Tú que vuelas y te gusta volar. O no. Hay gente que le tiene miedo al avión, otros simplemente le tenemos respeto. Los nervios del despegue y la ilusión del aterrizaje, nada más. En fase crucero te relajas (o lo intentas) escuchando música, leyendo, viendo películas o con suerte, durmiendo. Piensas en lo que dejas y en lo que te vas a encontrar a tu llegada. Organizas rutas turísticas, escribes o planeas esa reunión tan esperada. Cada cual con sus razones, sus vivencias, sus anhelos. Todos pasajeros de vuelos que van y vienen acercando y alejando personas, vidas y momentos. Todos seguros de despertar mañana.

Pero a veces el mañana se interrumpe y salta la tragedia: los accidentes sobrevienen.

Y los accidentes se pueden asumir, con más o menos capacidad, tiempo y determinación.

Sin embargo, la sensación que te sacude cuando se confirma que ese accidente pudo no serlo es absolutamente devastadora. ¿Cómo superas eso? ¿Cómo digieres que ese vuelo que reunía todas las condiciones de seguridad que debía reunir, con un clima agradable y sin ningún fallo técnico, se truncó? ¿Cómo asumes que un viaje, como tantos otros que tú has hecho, no ha llegado a término porque una persona así lo ha querido? ¿Con qué derecho alguien de forma deliberada te arranca la vida?

Cuando otro decide llevarte por delante en su aberrante decisión de estrellar un avión no te está llevando solo a ti. Se está llevando a todos aquellos que forman parte de ti. Se está llevando tus sueños, deseos e ilusiones. Te está despojando de tu futuro y del de los tuyos junto a ti. Y está creándole un dolor imperdonable a todas esas personas que una mañana abrazaron a sus seres queridos sin saber que ésa sería la última vez, solo porque alguien en su delirio así lo había decidido.

Los accidentes sobrevienen.

Pero esto no se supera, ni se digiere, ni se asume.

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*Mi más sentido pésame a los familiares y amigos de las víctimas del Airbus A320 Bcn-Düsseldorf

Pepito Grillo

PgrilloO la voz de la conciencia. Pero la conciencia, ¿de quién?

Desde pequeños nos enseñan a discernir entre el bien y el mal. Esto no se hace, no saltes en el sofá, no pelees con tu hermano. Da la gracias, pide por favor, dale un beso al abuelo. Nos guían conforme a unas reglas morales y sociales preestablecidas y necesarias para que al llegar a la edad adulta no seamos un desecho de mala educación andante. Está claro que no todo el mundo aprendió bien la lección o no tuvo la suerte de ser bien instruido, pero eso es tema aparte.

En líneas generales todos sabemos comportarnos y caminamos por la vida con más o menos complicación. Todos. Nos guiamos por esa especie de Pepito Grillo que anida dentro de nosotros y que es absolutamente nuestro. Nadie más puede interferir en la voz de la conciencia individual, por eso somos el resultado de nuestros actos y así debemos entender las consecuencias.

Pero, ¿y los daños colaterales? ¿Qué pasa cuando nuestro Pepito Grillo se está tomando unas vacaciones y los pepitos de los demás quieren agenciarse el derecho de ser nuestra voz? Ahí es cuando el bucle de lo bueno, lo malo, lo responsable, lo correcto y lo necesario se torna confuso, y explota.

Cuando te ponen la soga invisible al cuello para que decidas qué hacer, cuando otros pepitos se aprovechan de tus dudas poniéndote contra las cuerdas y te comen la cabeza para que actúes según sus reglas, cuando estás tan acostumbrada a ser buena, educada y responsable que el día que te rebelas pareces peor que Maléfica. Pero no es tu conciencia la que te hace sentir así, es la voz de la costumbre que el otro te generó y que parece tan tuya que se convierte en testigo, juez y fiscal de tus propias decisiones.

Y eso no me gusta. No me gusta el paternalismo ni los consejos que no pedí. No me gusta que se dé por hecho qué hago y qué no, qué debo hacer, cómo y cuándo. No me gusta tener que estar siempre disponible y no saber gestionar mis «no» sin excusas. No me gusta preocuparme de lo que no me incumbe ni cargar con una mochila de miedos ajenos que tratan de paralizarnos nada más. No me gusta que respondan a mi futuro por mí, ni que tomen decisiones en mi nombre. No me gusta que esas otras conciencias que no son mías establezcan lo que me conviene y lo que no, hasta aquí tu aventura, se terminó el capricho.

Porque tú lo digas.

Desde pequeños nos enseñan a discernir entre el bien y el mal, sí. Pero es la vida la que nos tiene que enseñar a ganar y a perder. Porque en cada batalla que le ganamos a la libertad personal aprendemos a decir sí y a decir no. A escoger a nuestros amigos, a renunciar a la gente tóxica que se cruza en nuestro camino y a avanzar según nuestras propias reglas que no son más que un manojo de sentimientos, emociones, vivencias, miedos y dudas absolutamente nuestras. Es muy difícil no dejarse arrastrar cuando ni tú misma sabes a dónde vas, si es el camino, si te estás equivocando o debes arriesgar una jugada más. A veces es más fácil poner en manos de conciencias más experimentadas las decisiones que tú tienes que tomar. Sin embargo, lo más fácil no es lo mejor. Porque puede que otros acierten por ti y todo vaya bien, pero cuando no es así el arrepentimiento te agarra y es mucho más doloroso. Porque ¿a quién le pides cuentas? Al fin y al cabo tu maldito Pepito Grillo estaba durmiendo y fue otro el que te ganó la partida.

Y a mí no me gusta perder.

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