Le digo adiós a un año que empezó de la peor manera posible: arrebatándome a mi padre en la que para mí había sido siempre la noche más mágica de todas. La noche de Reyes. Aquel día todavía llegaban a mi móvil mensajes cargados de buenos deseos y esperanza. La resaca típica de estas fiestas, rebosante de amor y fraternidad, a mí me quebró en dos. Supe en ese instante que, por mucho que lo intentara, no podría tener un año feliz. Apenas había echado a andar y ya quise que se terminara. Que todo se apagara. Incluida yo.
No ha sido fácil. No lo es. 2022 ha sido muy duro, triste y doloroso. Me ha obligado a verme a mí misma de una forma distinta, hasta ahora desconocida. Me ha enfrentado sin compasión a una pérdida para la que no estaba preparada y para las consecuencias que vinieron después: la falta de energía, de ilusión, de ganas. La pérdida de mi propia identidad, aferrada a una mitad que ya no seguirá sumando, pero que me lo dio todo. Esa parte de mí que era mi padre. Mi raíz, que siempre será.
2022 ha sido cruel en el silencio y la ausencia. Me ha colmado de lágrimas muchas madrugadas y también a plena luz del sol, buscando un horizonte borroso en cualquier playa. Me ha sacudido todos los recuerdos, incluso aquellos que de tan dormidos pareciera que nunca existieron. Cada instante vivido ha resurgido de una forma extraña, a veces grandioso, otras salvajemente despiadado. He tenido que ir acomodando cada emoción según nacía, para no morir asfixiada por todas ellas. Ese ha sido un valioso aprendizaje, sin duda.
Porque sí, este 2022 de oscuridad y desaliento me ha dejado unas cuantas lecciones en la retaguardia. Que estamos de paso, por ejemplo. Y que cada momento cuenta, por insignificante que parezca. Cada risa, cada detalle, cada palabra, cada gesto, cada caricia. Al final, solo queda lo bueno y es el amor lo que de verdad perdura. El amor cotidiano, ese que se escurre entre las pequeñas cosas. El amor que no se ve de tan ligero, pero que va fortaleciendo suavemente el alma como una inversión a futuro. Porque cuando el corazón se rompe, el amor que nos queda y el recuerdo del que fue, lo hilvana otra vez.
He aprendido lo que es la resiliencia sin alardes ni charlatanería de gurús motivacionales. Cuando no tienes fuerzas para levantarte una mañana, cuando quisieras acurrucarte bajo tu edredón durante horas, cuando sientes que tu mente ya no rinde, que tu capacidad está al límite y que te has convertido en una bomba a punto de estallar en cualquier momento… Te dejas llevar y sucumbes, con rabia o con llanto. Entonces te liberas un poco y das otro paso más. Y así, despacio, como puedes, vas encajando tu vida a las nuevas circunstancias, tambaleándote por ponerte en pie.
Este año también me ha enseñado a vivir. Aunque sea con el alma rota en mil pedazos, con lágrimas velando los ojos o con muecas tristes simulando sonrisas. Me ha regalado momentos felices, quizá los más felices ahora que sé lo que esconde la otra cara de la moneda. Ese dolor tan profundo que se filtra por cada poro, para siempre. Por eso puedo decir que lo que he disfrutado en estos meses lo he hecho con toda la intensidad posible. Viajes, detalles, abrazos, visitas, momentos, personas… Y familia, siempre la familia. Mi red de supervivencia, mi ejemplo a seguir.
Hoy, a unas horas de finalizar mi peor año, agradezco a todos los que han transitado, y lo siguen haciendo, este arduo camino conmigo. Sé que no ha sido fácil subirse a mi montaña rusa, pero este proceso me está mostrando la importancia de ser y a valorar a quienes están. Lo reconfortante de un mensaje inesperado preguntando qué tal, de una llamada lejana que se siente aquí al lado, de un mail extenso cargado de emociones, de un par de palabras apretadas, de una noche de besos y cervezas, de un café improvisado. Gracias a quienes aun sin formar parte activa de lo cotidiano, me han demostrado todo su cariño. También a los que han llegado a mi vida en un momento tan complicado como este, en el que a veces siento que no soy yo misma, y apuestan por quedarse ofreciéndome una mano amiga. A quienes estuvieron y siguen estando, pacientes e incondicionales. Y a los que pensé que me agarrarían fuerte y, sin embargo, me han soltado, gracias por aligerar mi equipaje de afectos que no eran reales.
Sé que un mal año no termina cuando le arrancamos la última hoja al calendario y soy consciente de que este 2023 que asoma no será piadoso conmigo en sus inicios. Pero mientras los latidos nos lo permitan, caray, vamos a vivirlo.
¡FELIZ AÑO NUEVO!