Ruido

Cartas que viajan llevando balas y amenazas. Una navaja con manchas de pintura que simulan ser gotas de sangre. Más sobres con munición interceptados, nuevas advertencias. Una carta de ETA del año 1981 que circula por whatsapp para mostrarnos lo que es una auténtica intimidación, porque lo demás al parecer no tiene importancia si proviene de un diagnosticado con enfermedad mental.

Vídeos de contenido dudoso y de fuentes aún más dudosas que se hacen virales como la espuma. Noticias antiguas que se sacan de contexto y se hacen pasar por actuales. También informaciones tramposas y falsas. El asqueroso negocio de las fake news, que está tan de moda y que tiene a todo el poder detrás. Propaganda xenófoba que se cuela impune en una campaña electoral y que recuerda con pavor a aquella maquinaria repulsiva que puso en marcha Joseph Goebbels en la Alemania de Hitler. Ausencia de empatía en todos los ámbitos de la sociedad, ausencia de reconocimiento hacia los méritos ajenos, ausencia de reprobación ante la gravedad de unos hechos. Ataques, ataques nada más.

¿Qué está pasando?

Asisto con vergüenza a las declaraciones de dirigentes políticos que lo único que saben hacer es fomentar el odio hacia el prójimo con la excusa del y tú más. Y me da tremendo miedo que haya tanta gente que valide ese tipo de mensajes, de un lado y de otro, porque sí, hemos vuelto a los bandos. Mensajes que no condenan amenazas, las que sean y para quien sean, y que además, burlones, las califican de teatrillo. Mensajes que tampoco desaprueban, ni impiden, los altercados violentos en las calles, en las manifestaciones, en los mítines de los pueblos más recónditos del país, porque el caos, y cuanto más mejor, les beneficia. Mensajes supremacistas para justificar el retraso en la vacunación de un cuerpo de seguridad frente a otro, porque en Catalunya ser mosso d’esquadra es más loable que ser policía nacional o guardia civil. Mensajes sectarios provenientes de un tipo que vive a la sopa boba en Bélgica mientras incita desde la distancia a los más jóvenes (y a los no tanto) a alimentar un sentimiento de superioridad frente al compañero, al que califican de español con desdén, como si ello fuera un insulto. Ciudadanos de primera y de segunda. Otro que, junto con sus secuaces, me recuerda al diabólico Joseph Goebbels.

Mensajes que desprecian desde el altavoz cobarde de las redes sociales a todos aquellos que no siguen su misma corriente de opinión, estilo de vida, creencia, condición sexual, cultura… Mensajes que invitan a personas sin recursos a irse de un lugar al que por nacimiento no pertenecen, y que obvian cómo tantos abuelos de este país también fueron menores no acompañados en algún lugar del mundo. Mensajes tan vacíos de inteligencia que se tienen que vestir con diatribas y reproches feroces para enmascarar de alguna manera su falta de talento, pero que por desgracia funcionan muy bien ante una sociedad cada vez más polarizada y más atontada.

Estamos ensordecidos por un ruido tremendo que no nos deja escuchar con claridad, ni discernir lo auténtico de lo impostado, lo real de lo manipulado. El ruido anula nuestra capacidad de pensamiento crítico mientras nos bombardea con noticias, bulos, datos sin contrastar. La información pierde rigor cuando nace del afán de la inmediatez, y olvida su sentido cuando se hace excesiva, exagerada, amarilla. Parece que ahora todos tenemos complejo de periodista: disponemos de plataformas para que nuestras opiniones lleguen a un número indeterminado de personas, y podemos decir la mayor sin consecuencias. Pero no todo debe tener cabida bajo el paraguas de la libertad de expresión. Existen límites, aunque algunos se empeñen constantemente en sobrepasarlos. Marcar sin titubeos cuáles son, protegerlos y acatarlos es el reto al que los medios de comunicación como cuarto poder, los políticos como representantes elegidos, y nosotros como ciudadanos con derecho a voz y voto, nos enfrentamos. Corren tiempos difíciles, falta mucha verdad y sobra demasiado ruido.

¡Guerreras!

Mujeres, despertad. Reconoced vuestros derechos. ¿Cuándo dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la Revolución?”

Olympe de Gouges, 1791.

Cada 8 de marzo suena con más fuerza el día de la mujer no sólo para reivindicar nuestro papel como mujeres en la sociedad sino para no olvidar los derechos adquiridos a lo largo de los años y seguir luchando por los que todavía nos faltan. Es por eso que, además de los acostumbrados actos previstos, hoy está convocada la primera huelga feminista de la historia en España. Y me parece muy bien que un día al año paremos. Que al menos un día al año pongamos de manifiesto mediante nuestra ausencia en las tareas habituales (laborales, sociales, domésticas) lo mucho que se nos necesita y lo lejos que estamos aún de que se nos valore por igual. Estoy muy de acuerdo con salir a la calle para manifestarnos por unos derechos que batallamos y recibimos a cuentagotas para que luego se nos diluyan por una pura y absurda cuestión de género. Sí, en el siglo XXI nosotras todavía tenemos que luchar contra ciertos estigmas para conseguir alcanzar la igualdad de trato, de respeto y de oportunidades.

Por eso hoy aprovecho la celebración del Día Internacional de la Mujer para reivindicar quizá a la figura más importante de la historia de este movimiento que a su vez es una gran desconocida para la mayoría. Olympe de Gouges (Francia, 1748 – 1793) fue la primera que se atrevió a proclamar públicamente que «la mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos”. Escribió numerosos panfletos en contra de temas tan controvertidos como la esclavitud, pidiendo su abolición. También habló del derecho al divorcio, del reconocimiento de los hijos naturales fuera del matrimonio (los llamados despectivamente «bastardos») y de la creación de centros de acogida para mujeres necesitadas. Reclamó igualdad en la aspiración a cargos de magistratura y de carácter público (hasta entonces prohibidos para ellas) alegando que «si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso, también debe tener el derecho de subir a la tribuna». Fue la primera en hablar de sufragio universal en un momento en el que el voto estaba vetado a las mujeres por considerarlas «ciudadanas pasivas sin derecho a la participación en la vida pública».

Su texto Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791) es uno de los primeros que hablan abiertamente de la emancipación femenina en sentido de igualdad y de la equiparación de la mujer al hombre en lo jurídico y en lo legal. Es el primer alegato feminista de la historia pero no sólo tiene valor como proclama en favor de la mujer sino también en la universalización de los derechos humanos. Sin embargo, este texto fue finalmente el detonante que la condenó a la guillotina mientras, paradójicamente, ella denunciaba la pena de muerte.

De Gouges fue una mujer valiente, atrevida y revolucionaria que sentó las bases de un movimiento que empezó a cobrar fuerza a lo largo del siglo XIX. Muchas mujeres vieron en ella un ejemplo a seguir y perdieron el miedo a luchar por sus derechos, algunas incluso dejándose la vida en ello (no olvidemos la muerte de 120 trabajadoras neoyorquinas en las manifestaciones del 8 de marzo de 1875), para ir sumando esfuerzos y conquistando victorias. Sin duda, una lucha de guerreras que continúa hasta hoy.

En los últimos meses asistimos a una importante corriente de denuncia social que tuvo como detonante el ‘caso Weinstein’ y que propició el nacimiento del famoso lema #MeToo extendido ya por muchos países del mundo. Porque no hace falta ser una actriz de Hollywood, una modelo de pasarela o una persona de relevancia pública para ser víctima del machismo. Son muchas las mujeres, somos muchas, las que en algún momento de nuestra vida nos hemos sentido violentadas, ultrajadas, utilizadas, desprestigiadas, dominadas, poco valoradas o nada respetadas. Y lo que comenzó como una denuncia concreta ante un acto de acoso sexual se ha convertido ya en un levantamiento global que acoge a todas aquellas mujeres que no sólo nos solidarizamos con el «yo también» sino que sobre todo queremos gritar BASTA.

Basta de violencia de género y de feminicidios, no queremos ser ni una menos. Basta de tener que demostrar el doble para llegar a un mismo lugar. Basta de cobrar sueldos inferiores por un mismo trabajo. Basta de cargarnos con toda la responsabilidad en la educación de los hijos y en el cuidado de los mayores. Basta de sentirnos incómodas cuando nos ponemos una minifalda. Basta de tener temor a caminar solas de madrugada. Basta de tener que hacer malabares para conciliar familia y trabajo. Basta de ser el eslabón profesional sacrificable si pretendemos tener descendencia. Basta de criticarnos si no queremos ser madres. Basta de dar por hecho que queremos hacerlo. Basta de que otros decidan sobre nuestro cuerpo. Basta de vernos como unas fracasadas si estamos solteras o divorciadas. Basta de juzgarnos si disfrutamos sin vergüenza de nuestra sexualidad. Basta de clasificarnos entre putas y mojigatas. Basta de llevar todo el peso del hogar. Basta de querer vernos perfectas las 24 horas del día. Basta de ser reclamo sólo por nuestro físico. Basta de tratarnos como locas si alzamos la voz. Basta de reprocharnos un mal día porque estamos «en esos días». Basta ya de someternos a tantos juicios de valor.

Actualmente los medios de comunicación y las redes sociales nos facilitan mucho más la tarea de la visibilidad y por tanto de la reivindicación, así que aprovechemos las herramientas que tenemos para, tal como hicieron De Gouges y muchas otras guerreras en su momento, denunciar el abuso de poder, el acoso sexual, la violencia machista y el micromachismo cotidiano, la desigualdad en los salarios, el techo de cristal en las empresas, las dificultades en la conciliación familiar, las carencias en las ayudas sociales y el doble esfuerzo que generalmente tenemos que hacer para demostrar quiénes somos y lo que valemos. Porque no, éste no es es un problema exclusivo de las mujeres, es un problema que nos incumbe a todos. Tomemos al menos el día que nos ha concedido el calendario para evidenciar que sin nosotras se para el mundo. Pero no olviden que en nuestras vidas cada día es 8 de marzo.

ok-igualdad-k7yE-U501181617315Vz-624x385@El Correo

¡Estamos jodidos, mundo!

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«¡¿Pero esto qué es?!» Esa ha sido mi primera reacción al confirmarse la noticia: los peores temores se han hecho realidad. Si hasta ayer las esperanzas de que en última instancia Hillary Clinton se haría con el poder tras meses de bailes de cifras y encuestas contradictorias, porque un tipo como Trump NO puede ser presidente, ahora nos damos de bruces con la cruda verdad. Como si despertáramos de un mal sueño los que estamos a este lado del charco, y viviendo sus peores pesadillas los del otro, la noche electoral ha sido realmente de infarto, demostrando que sí, la diferencia de puntos era mínima y sí, la realidad siempre supera a la ficción, por muy jodida que sea.

Despertar con la confirmación de que semejante caricatura se convierte en el próximo presidente de la primera potencia mundial da escalofríos. Si echamos la vista atrás a lo que han sido estos meses de campaña, rifirrafes y sinsentidos, una se pregunta cómo es posible que entonces consiguiera llegar a ser candidato a la presidencia y, ahora, hacerse con ella alguien que está más cercano al esperpento que a la sensatez.

Durante sus innumerables discursos Trump ha dejado clara su postura más radical defendiendo principalmente el nacionalismo político, el proteccionismo económico y el aislacionismo militar, lo que hace tambalear la alianza con Europa en cuanto a su seguridad, hecho que no ocurre desde 1949. Además apuesta por derogar las reformas impulsadas por Obama en materia de sanidad e inmigración así como renegociar o incluso romper el NAFTA, lo que afectaría principalmente al mercado mexicano. El peso, sin ir más lejos, se ha desplomado en cuanto el republicano ha salido vencedor, igual que la mayoría de mercados bursátiles que durante la jornada de hoy viven con absoluta ansiedad la incertidumbre que se avecina en los parqués.

Donald Trump no tiene ni idea de política y sin embargo su mensaje radical ha calado tan hondo como para llevarlo hasta la Casa Blanca. ¿Por qué? ¿Qué está pasando en la sociedad que no estamos entendiendo? Ya no me refiero simplemente a los Estados Unidos, me quedo en casa, en esta Europa nuestra que también se nos viene abajo por momentos. Cómo es posible que en pleno siglo XXI calen mensajes más propios de tiempos remotos preferiblemente para dejar en el olvido. La victoria de Trump es la constatación de los fenómenos populistas que ya están haciendo ruido en países como Francia, con Marine Le Pen a la cabeza del Frente Nacional, y primera en felicitar al magnate por su victoria. En Italia, con Beppe Grillo en constante pugna con el primer ministro Renzi; en Alemania con la AfD cada vez más fuerte de cara a las elecciones del próximo año; o en Holanda donde los sondeos dan como favorito a Geert Wilders, abiertamente xenófobo y antieuropeísta.

Trump no es el único pero sí probablemente el más peligroso. Una bomba de relojería que parte del electorado estadounidense ha puesto en marcha sin saber muy bien cómo ni por qué. Lo cierto es que el magnate con sueños de loco ha ganado unas elecciones contra su propio partido, las encuestas, los gurús y politólogos, Wall Street y los medios de comunicación. Es un fenómeno político que ha ganado contra todos. Ahora queda por ver si una vez en el Despacho Oval mantiene su discurso agresivo más propio de un fanfarrón provocador que de un hombre merecedor de estar donde nunca debió llegar.

El mundo se tambalea. Estamos jodidos.

Palabras, vocación o devoción.

Teclado de ordenador, bloc de notas, idea

No hace mucho alguien me preguntó si mi vocación desde pequeña siempre fue ser periodista y no supe qué decir. ¿Vocación? ¿Periodista? No lo sé.

Días después, dejándome maquillar y peinar por mis dos sobrinas de siete años, entre juegos, sombras y labiales me preguntaron qué quería ser yo de mayor, como si todavía fuera como ellas. Las miré unos segundos en silencio y les dije que de mayor quería ser feliz. No entendieron la respuesta, imagino que esperaban que les dijera médico o bailarina o quién sabe qué. Tampoco les dije que ya era mayor y que era periodista porque me cuesta creer que soy realmente eso que el Rey emérito rubricó en un título universitario hace ya algún tiempo, si de todas formas no me pagan por ello… Entonces, ¿qué soy?

Durante años esa pregunta profesional me tuvo en vilo, sintiéndome en esa especie de limbo por haber estudiado algo a lo que después no me he dedicado más que a trompicones, por azares del destino o caprichos de la vida. Hasta que entendí que ese calificativo que pesaba sobre mí no era más que una etiqueta del currículum vitae que en lo personal no suele definirte. Supongo que por eso les contesté a mis niñas que yo de mayor quería ser feliz, porque al fin y al cabo es la tarea más dura y a la vez satisfactoria por la que debemos trabajar.

Pero ellas siguieron debatiendo sus sueños sobre qué ser en su futuro ignorando lo intangible de mi respuesta. Hablaban de profesoras o peluqueras y sonreí al recordar que yo también quería ser esas cosas, o por lo menos eso decía. Porque en el fondo yo sentía que quería ser escritora pero declarar a los 7 años que me gustaba leer y escribir cuando apenas comenzaba a juntar letras era algo cuanto menos raro y aburrido, ¿no? Entonces yo también quise ser peluquera.

A quien me preguntó por mi vocación le dije que de pequeña no jugaba a inventar radios o a ponerme delante de la cámara como sí decían que hacían algunos compañeros de universidad, quizá más vocacionales del medio que yo. A mí me gustaba más imaginar que era la protagonista de esas aventuras de los cómics y libros que devoraba, y descubrí que ahí, en ese rinconcito de mi mente, era completamente libre para ser y no ser a mi antojo. Porque yo no jugaba a ser periodista de micrófono y TV pero quizá ya apuntaba maneras con lápiz y papel.

Conforme pasaron los años me fui refugiando más en las letras hasta que a los 16 decidí que de entre todas las carreras posibles el periodismo era lo que más encajaba con mis inquietudes, tanto sociales como personales. Y así, con el viento en contra por no haber elegido Económicas o Derecho pensando mejor en mi futuro laboral, me fui románticamente a la universidad.

Salí con un título, nuevas filias y gratas experiencias. También algunas dudas pero ¿quién no las tiene cuando se trata de avanzar? Lo que nunca flaqueó fueron mis ganas de escribir. Porque en realidad no son ganas, sino necesidad. O como diría Paul Auster, «un acto de supervivencia». Porque no puedo vivir sin escribir, lo cual a veces es un problema ya que como una droga necesito el desahogo que me dan las letras cuando salen con rabia, miedo o pasión. Cuando se me atragantan las palabras en un nudo y no me dejan respirar hasta que las vomito buscando un consuelo en papel. Así es cuando me siento más libre y seguramente también más feliz.

Durante mucho tiempo nunca publiqué nada y guardo hojas y hojas de garabatos y tachones de momentos pasados, de amores perdidos o de sueños robados. Inocentes, ingenuos, huidizos. Aquellos tiempos de dudas y confusión, de primeras veces de todo, de refugio literario, de introspección. A quién le iba a interesar todo eso si era lo más íntimo que poseía entre mis manos… Mi búnker de letras secreto. Todavía hoy, a pesar de llevar un año jugando al desnudo con este Cafetera y Manta público, guardo algunas letras sólo para mí, o como mucho para dos. Permítanme que aún custodie los vicios y las vísceras en un cajón.

No sé cuál es mi vocación ni si la tengo. Y no sé qué voy a ser de mayor, parafraseando a mis sobrinas. La vida me demuestra cada día lo cambiante y sorprendente que puede llegar a ser, aunque a veces nos sintamos tan desesperadamente inmóviles. Lo único que tengo claro es que escribir forma parte de mí desde que tengo uso de razón, igual que mi risa, mis lunares o mi mal despertar.

De pequeña me pasaba los días leyendo e imaginando… Hoy plasmo mis miedos, sueños y anhelos en papel. Puede que siga siendo esa niña, puede que no haya cambiado tanto.

 

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