Un universo roto

Mi universo se rompió en pedazos. Todo lo que había conocido, tal como lo había hecho, se detuvo aquel miércoles a las 17.45h. Ese día murió contigo la niña que aún podía ser. La que seguía siendo para ti, a pesar de los años.

Recuerdo perfectamente la incredulidad y el desconsuelo tras recibir la noticia. La terrible noche que le siguió, sin dormir, con los ojos irritados de tanto llorar. Y la mañana siguiente, cuando el sol salió impasible y los pájaros trinaron su frío invernal desde las ramas del jardín, ajenos a mi tristeza. Los coches deambulaban sin prisas. Era festivo. La gente derrochaba alegría cargando los regalos de Reyes con ilusión infantil. ¿Cómo es posible que la vida no se detenga?, pensé. Que el mundo no guardara luto por ti me afligió de una manera ilógica, pero yo estaba destruida y el dolor muchas veces se disfraza de rabia.

Han pasado seis meses desde entonces y no, el tiempo no alivia la herida, solo acentúa la ausencia. Ahora es mucho peor que aquellos primeros momentos en los que salí a la calle con la soledad sobre los hombros. Entonces el shock me ayudaba a mantenerme en pie. Sin embargo, hoy palpo con otra consciencia tu falta, que siento clavada como un puñal en las entrañas. Gélida y permanente. La pena es más profunda, aunque haya aprendido a disimularla mejor tras una sonrisa. Esos ¿cómo lo llevas? de quienes a estas alturas aún preguntan por mí, por ti, se anudan en la garganta y ya no sé qué contestar. Ahí voy, tirando, a ratos, depende, no sé… Sucedáneos del estoy hecha una mierda que con gusto respondería tantas veces. Pero, en realidad, a casi nadie le interesa el bucle de sinsentidos que a veces me golpea el alma. Escucharme hablar de ti, de lo que pasó, de lo injusto que fue todo. Compartir las infinitas anécdotas que construimos juntos y soportar todos los porqués que lanzo al aire desesperada. Encerrarme con mis recuerdos hechos tesoros. Saber del dolor que cargo por tu pérdida y de estas ganas constantes de llorar(te). Cuánto aprendizaje hay en el duelo también, solo unos pocos lo comparten. La mayoría da por hecho que medio año es un lapso lo suficientemente seguro como para estar recuperada. Como si fueras un hueso roto, papa. Como si pudiera curarme de no tenerte a mi lado.

La tristeza incomoda, lo sé. Aunque todos la sintamos a lo largo de la vida, nos hemos acostumbrado a ocultarla para no molestar. Se llora y se sufre en silencio, en el salón de casa, absorta frente a una pared blanca. O de madrugada ahogando lágrimas contra el cojín, hasta que te cuesta respirar o el sueño te vence. Después te duchas, te maquillas las ojeras y te enfrentas a un nuevo día con esa pose estudiada que mantienes a lo largo de la jornada, porque es la forma de sobrellevarlo. Por la tarde quizá te tomas un café curativo para escapar de la rutina y te echas unas risas improvisadas que alegran un poquito el corazón. Y, con suerte, a lo mejor alguna noche se alinean los astros para brindar por amores fugaces que nacen y mueren con un par de copas de más, como en los viejos tiempos. Sin embargo, todo eso solo son pequeños gestos que ayudan a aligerar el peso del dolor, tan denso como constante, pero no a desterrarlo.

Así que ahí voy, papa, trampeando emociones hasta que me derrumbo otra vez porque me parece insufrible vivir en un mundo en el que ya no pueda escuchar tu voz ni oler tu piel. Aceptar que me sucedan cosas buenas, malas o regulares y que no las pueda compartir contigo. Afuera de mí, todo ha seguido como si nada durante este tiempo, a pesar del cinco de enero. Han continuado los programas que veías y las emisoras que escuchabas. También el fútbol con sus sinsabores y las tardes de Orestes en Pasapalabra. Empezaron las obras del portal y regresaron los días de playa como cada verano. La vida sigue su curso, implacable. Igual que seguirá tras estas letras y tras cada una de las lágrimas que derramo. Hay algo de crueldad en sentir que todo avanza alrededor si yo apenas puedo vagar al compás de la inercia. Qué pausa vital tan extraña… Me pregunto cómo podré volver a vivir con plenitud esta existencia huérfana que me ha quedado, si la muerte me ha arrancado de cuajo el futuro que todavía tenía que tejer a tu lado. Cuánta falta me haces, papa. Cuánta.

No lo sabía

No sabía cuánto pesaba el verdadero vacío,

aunque hubiera conocido el eco de la ausencia

de aquellas madrugadas que tejí llorando

por colmar de cariño a quien no lo mereciera.

No sabía cómo azotaba el dolor más profundo,

que no es aquel que desgarra en un grito feroz,

sino el que me acompaña suave en el día a día,

agazapado en la rutina, escondido tras su telón.

No sabía a qué olía la soledad

hasta que descubrí en una almohada tu aroma,

el que antes me envolvía imperceptible y cotidiano

se ha convertido ahora en refugio de mi orfandad.

No sabía lo que era perderme a mí misma

antes de que la muerte me golpeara la calma,

arrancándome de cuajo la raíz que sostenía

la mitad de mi ser, entera mi alma.

No sabía de la necesidad de un corazón sincero,

altruista, callado y ligero,

hasta que perderte me ha inundado de lágrimas,

aristas, huecos y demasiado silencio.

Se me quiebra la vida sin ti,

pero no el amor que te tengo.

Nunca dejes de escribir, me dijiste el último día,

sin saberlo.

Ay, papa, de veras cómo lo intento…

Pero dónde encontrar la inspiración,

si me tiemblan las letras al compás de tu recuerdo.

Batallo con el desamparo y la añoranza, tanto como te anhelo…

Dime acaso cuántos poemas pueden caber en un duelo.

Rey de mi corazón

El dolor es una constante, pero creo que estoy aprendiendo a vivir con él como si se tratara de un fiel compañero. No lo rehúyo, lo cierto es que no me molesta. Tampoco le tengo miedo. El dolor se ha convertido en una especie de nebulosa que me envuelve en mi día a día, que me acompaña cada minuto, a veces de forma sigilosa agazapado tras una sonrisa o un momento agradable, y otras, estallando con rabia y tremendo desgarro en un torrente de lágrimas. No me importa, porque sé que esta pena que me embarga es consecuencia del amor. Puede sonar paradójico, aunque para mí tiene todo el sentido. Si no te quisiera, si no fueras tan valioso, si no hubiéramos compartido la vida como lo hicimos, este dolor tampoco existiría. Tú te habrías ido y yo seguiría mi camino como el río que fluye tranquilo hacia el mar, sin mirar atrás. Por suerte no es así. Doy gracias por ser tu hija, y por este dolor que me azota ahora en tu ausencia.

Es cierto que a veces se recrudece tanto que viste de sombras lo demás, noqueándome el alma, robándome la fuerza y las ganas de todo. Incluso de estar. Eso me pasa cuando la consciencia toma el control de la situación. Cuando la memoria rescata los últimos días y me invaden los porqués. En el momento en el que la injusticia que yo siento me escupe a la cara. Cuando quiero contarte algo sencillo y sé que ya no puedo. Terrible impotencia. Sin embargo, lo hago. En mi mente son constantes las conversaciones contigo. Te cuento, te digo, te explico, te comparto. Te pido ayuda también. Aunque no recibo respuestas. Y ese silencio que convierte mis frases al aire en tristes monólogos de supervivencia se me clava en las entrañas. Me pregunto qué dirías si supieras que… Qué opinarías de… Cómo te tomarías tal o cual noticia… Si te soy sincera, sé bien lo que responderías y cómo reaccionarías a cada situación. Cosas de conocerte al límite, de haber convivido hasta el último aliento. Pero me desarma sentir que ahora son solo interpretaciones mías, elucubraciones que me permiten agarrarme a tu esencia, y que para ti ya nunca serán una certeza.

Me cuesta tanto aceptar esa parte… Que tu mundo (y parte del mío) se detuviera hace hoy cuatro meses y que no sepas nada de lo que (me) ha sucedido. Da escalofríos comprender que el tiempo no da tregua, impertérrito. Que todo sigue su curso. Que nosotros estamos aquí de paso y no somos conscientes de ello hasta que la vida nos pone contra las cuerdas y nos abofetea de la peor manera. Y no queda otra que ir acomodando los sentimientos en este proceso llamado duelo. Qué vértigo, papa, sentir que ya solo moras en mi interior. Pero ¿sabes? Ahí regentas el lugar más privilegiado, el que te mereces, a salvo de aquello que enturbia las emociones y de lo que no comprende la razón. Tú vives por siempre conmigo en ese lugar donde el amor permanece intacto. Tú eres el rey de mi corazón.

No me quites el duelo

Estoy elaborando un duelo. Un duelo único. No porque mi padre fuera (y es) especial o yo me crea diferente al resto, no. Cuando hablo de que este duelo es excepcional lo es porque es exclusivamente mío. No es de mis hermanos, que han perdido al mismo padre. Tampoco es el duelo de mi madre, que padece devastada la ausencia de su otra mitad. Ni el de mis sobrinos, huérfanos de su yayo. Ni el de mi tía, sin su único hermano. Ni el de sus amistades, que lo quisieron tanto. Cada uno remienda su herida como sabe, como puede, como quiere. Cada cual vive el proceso de la pérdida a su manera, su propio duelo.

Y este es el mío.

Por eso quiero que sepas que mis días no son buenos. Puede haber ratos agradables y sonrisas sinceras, pero lo cierto es que en general mis días transcurren entre ser malos y ser peores. No pasa nada, esto funciona así. Estoy intentando rescatar mis emociones del pozo en el que se retuercen asustadas, y a mí con ellas. Entiendo que muchas veces, aun conociendo las circunstancias que me rodean desde hace un par de meses, no sepas cómo tratarme, o cómo actuar conmigo. No te culpo. También es muy difícil para mí comprender, asimilar, exprimir y manifestar los sentimientos que me asedian. No preciso que nadie más lo haga. No sería justo pretenderlo.

Pero te explicaré algunas de las cosas que siento.

Te ruego que no me preguntes qué tal estoy si lo único que esperas oír es que estoy mejor para cubrir el expediente de la cortesía. Porque probablemente yo no responderé en automático y asistirás incómodo al descubrimiento de mi tristeza. No espero que tú me rescates de la desolación, que me llenes de alegría la pena, que me distraigas poniéndole un parche de anestesia a mi realidad. Nadie puede hacerlo. Lo que ahora necesito es reserva, espacio y seguridad. Seguridad de saber que si me vuelvo loca tengo a alguien a quien recurrir. Que vas a estar, aunque te cancele todas las citas, aunque te niegue la ayuda o deje de contestar.

Discúlpame si me notas enfadada, distante, borde. Si sufres mis desaires o notas que pierdo la paciencia incluso antes de poder conversar. Estoy enojada con la vida que me ha arrebatado a mi padre, no contigo. También debes saber que eso suele durarme muy poco, porque el abatimiento ocupa entonces su lugar. Si mi pesar te abruma o no sabes cómo manejarte cuando me ves hecha un mar de lágrimas, puedes retirarte sin culpa. Prefiero llorar en soledad a que me sugieras que no llore más. Porque hacerlo no solo me sana, sino que me libera de toda la carga que soporta mi alma por la ausencia de quien no está. No todas las lágrimas nacen de mi aflicción, a veces son el cauce de un recuerdo bonito que busca fluir y compartir.

No trates de evitarme el dolor con frases hechas, por favor. No me digas que soy joven, que tengo todo un futuro por delante y que a él no le gustaría verme así. Todo eso yo ya lo sé y no reconforta, atosiga. Tampoco digas que es ley de vida. No sabes cómo detesto eso. Como si una muerte doliera menos pasada cierta edad. Mi padre era mi padre, no era un historial médico ni un dígito por sumar. No compares el proceso de la pérdida de tu ser querido con mi propio proceso. No hay circunstancias, relaciones, personalidades, vínculos ni amores iguales. Ni siquiera entre los más cercanos. No pretendas que me conforme solo porque haya situaciones peores a la mía. No me relates dramas para convencerme de que era mejor así que haberlo visto sufrir, porque mi pena es la que es, mía, intransferible e incomparable.

Sé que la buena intención está detrás de las palabras que me regalas, y que ahora mismo te debo parecer una caja de bombas, sin saber cómo puedo reaccionar ante un gesto que me dediques. No quiero que te retraigas por temor a mi reacción, solo que me comprendas en mi ausencia, en mi silencio, en mi desgana, en mi aislamiento. Siento no poder compartir contigo tus mejores momentos, las alegrías que te inundan, tus nuevos proyectos. Ojalá pudiera ser partícipe de tu felicidad como antes. Perdona si no te pregunto más a menudo cómo te va. Tal vez me estoy perdiendo grandes cosas de tu vida, pero estoy tan inmersa en reconstruir la mía que no me quedan fuerzas para nada más. No es egoísmo, es supervivencia.

Puede que ahora mismo no sea la mejor compañía. No tengo energía para hacer planes más allá del propio día en el que estamos. Algunas mañanas salir de la cama se me presenta como el mayor de los retos. Y por la noche, cuando me acuesto, me parece haber librado una fatigosa batalla. Todo me agota. Será también por lo mal que duermo. Me cuesta anticipar las ganas que tendré después, tan volátiles. Sin embargo, si te apetece acompañarme algún ratito puedes proponerme planes sencillos y concretos, donde no tenga que realizar mucho esfuerzo social. Quizá me pilles con el ánimo más fuerte y acepte con gusto. Sin embargo, te pido que no desesperes si ocurre lo contrario, ni espetes un pues ya dirá algo ella cuando le apetezca, con cierto rechazo. Ahora mismo no dispongo de la capacidad de proponer, decidir ni pensar. Lo siento.

Mis emociones son como funambulistas en la cuerda de la inercia. Me dejo llevar. Lloro a menudo y en cualquier lugar: en el bus, paseando por la calle o en el baño de la oficina. Pequeñas cápsulas de lágrimas públicas que me azotan primero, y después me alivian. El recuerdo es constante en lo cotidiano, pero no busco palabras de aliento. La mayoría de las veces me basta con un abrazo sincero que me sostenga, nada más. Eso, y que me escuchen. Porque tengo la imperiosa necesidad de hablar de mi padre, de recordarlo, de contar anécdotas, de relatar cómo sucedió todo, de desahogarme, de revivirlo en mi memoria para sentirlo a mi lado. A lo mejor por eso priorizo a mi familia en estos momentos. Esa red de apoyo y comprensión, inmersa en mi mismo dolor. Aunque si alguna vez te aburro hablando de él, tenme paciencia por favor. Sé que si no has sufrido un duelo no puedes imaginar hasta qué punto se siente el desgarro. También sé que, incluso aunque ya hayas transitado este camino desolador y estés más cerca de comprender estas letras, ningún sentir es idéntico.

Como decía al principio, cada duelo es único, y este es el mío. Ahora esta es mi vida, mi presente. No trates de ponerte en mi lugar porque los dos sabemos que no puedes. Y no te sientas mal por no poder. Agradezco cada intento, cada muestra de cariño, cada mensaje de afecto, cada mano tendida. De veras. Sé que el pasar del tiempo ayuda a procesar con perspectiva, pero yo todavía no he llegado a ese punto. Me queda mucho por recorrer. Solo te pido que aceptes mi duelo y comprendas que debo vivirlo intensamente, con el alma rota y el corazón mutilado, para poderme recomponer.

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