Vértigo

Qué vértigo el tiempo que transcurre tan rápido. Ahora entiendo aquello de que no espera a nadie. Cuánta razón. El tiempo no concede prórrogas ni treguas. Ni siquiera ese que a veces pretendemos detener, ni tampoco el que por miedo no vivimos. Ningún tiempo regresa.

Qué vértigo pensar que quizá ese mismo tiempo viene acompañado de un silencio que no pretendo. Qué miedo asomarme al abismo en el que puede que un día empiece a olvidar las pequeñas cosas que lo fueron todo. No quiero concederle al cruel vacío de la memoria un solo detalle.

Qué vértigo que me miren con ojos compasivos cuando te menciono con la tristeza que acarrea tu ausencia y piensen «pobre, es que no lo supera». Que crean que recordarte hasta en el más pequeño detalle es un lastre que me impide avanzar, mientras para mí es una forma mágica de vivirte. De tenerte.

Qué vértigo que se atrevan a juzgar el pesar que debería o no sentir a estas alturas y que lo comparen con otros duelos menos intensos, como si por ello fueran más inteligentes, capaces o adecuados. Yo no sé de tiempos idóneos ni de fórmulas perfectas, solo conozco la profundidad de la herida que supuro desde tu partida.

Qué vértigo cuando interpretan mis lágrimas como la debilidad que no es, incapaces de comprender que las necesito para dejar salir todas las emociones que se acumulan en cada poro de mi piel hasta que no puedo más. No soy frágil por llorar como tampoco sería fuerte por contenerme. Simplemente estoy tratando de sanar mi alma astillada.

Qué vértigo sentir todavía ese instante de irrealidad, cuando me parece que nada de lo vivido en los últimos meses es cierto. Si aún espero en una décima de segundo poder despertar de todo esto y volverte a abrazar. Qué locura, ¿no? Luego la verdad asoma y se ata a mi conciencia, mientras mi corazón acomoda en cada hueco tu recuerdo. Y entonces, todos esos miedos, esos dichosos vértigos, dejan de tener importancia para mí. Porque sé que mientras yo esté viva, tú también lo estás.

El amor que te tengo

Hoy hace tres meses que los latidos de mi corazón se detuvieron con los tuyos. Y no han vuelto a latir de la misma manera. Me parece que ya nunca lo harán igual. Hay días en los que me veo incapaz de lidiar con este dolor que no cesa entre la soledad y el silencio. La casa sigue hueca en tu ausencia, y lo seguiría estando por mucho que se llenara de gente. Al menos tu olor permanece inalterable en la almohada y me pregunto cuánto tiempo resistirá. Me aterra perder la única sensación tangible que me queda de ti. Esa conexión que aún puedo percibir como real con alguno de mis sentidos. Oler tu ropa es lo más parecido que tengo a envolverme en tu abrazo, papa. Cerrar los ojos y aspirar tu aroma durante unos segundos me aporta tanta paz… Que es algo que no quiero compartir. No quiero que nadie más me arrebate la oportunidad de sentirte. Necesito tenerte cerca, saber que estás. Aunque ya no estés. No de la manera en que quisiera que estuvieras.

Porque lo cierto es que todavía quiero llegar con prisas a casa para contarte algo. Quiero darte una noticia. Quiero saber tu opinión. Quiero escuchar lo que tengas que decir de cualquier tema. Luego soy consciente de que ya no puedo hacerlo y no sabes cómo se me encoge el alma cuando la realidad me golpea para abrirme los ojos. Ese clic de lucidez que me parte en dos una y otra vez. Como si no estuviera ya lo suficientemente partida. Como si en mi corazón aún quedaran pedazos de amor intactos esperando su turno para hacerse añicos también. Pero no. No creo que sea el amor lo que se me está rompiendo desde que te fuiste, sino el no poder compartirlo contigo en las pequeñas cosas del día a día. Y comprender que ya nunca podré. Ahora me pregunto si lo hice lo suficiente. Si sabías hasta qué punto eras importante y necesario en mi vida. Inconmensurable. Espero que sí.

Echo de menos lo más ínfimo y absurdo de la rutina. Aquello que antes nunca había tenido importancia o yo no le había prestado demasiada atención. Me vienen a la memoria situaciones sencillas de cuando era pequeña. Como tú mondando una naranja de una vez, sin romper la piel, retándome a que hiciera lo mismo a ver si lo conseguía. Me parecías un héroe con una fruta en la mano. Bendita infancia. O los domingos después de comer diciéndome con tono socarrón «hoy sí que te acepto un café», sin que yo te lo hubiera ofrecido. Esa forma particular de pedirme las cosas. Extraño hasta el tintineo de la cucharilla en la taza y esos «c’est qualité, Monsieur» tan tuyos, ya ves. Y las meriendas que tanto te gustaban… Siempre preguntabas si había algo especial. Echo de menos incluso montar claras para sorprenderte con un buen merengue o con cualquier otro dulce que se nos antojara una tarde de invierno. Creo que me llevará algún tiempo hornear con la misma ilusión. Ojalá pudiera volver a regañarte por pasearte por la cocina en cuanto olías que un bizcocho iba a salir del horno o por picotear de una bandeja antes de empezar a comer en familia. Cómo quisiera seguir disfrutando de ti, papa. De todos nuestros momentos juntos. Los más cotidianos y valiosos.

¿Sabes? Ahora me he aficionado a ver las películas que rodaste cuando era pequeña. Mandé digitalizar la montaña de cintas VHS-C que grabaste durante mi infancia y adolescencia. Horas y horas de vídeos maravillosos donde tú siempre fuiste tan tú, y yo una niña tan feliz. Me gusta mucho vernos. Escuchar tus «Tinita, mira a la cámara», «¡qué bonita que es mi niña!», «qué guapa estás, hija…» me infla el corazón y me saca sonrisas en medio de tantas lágrimas. Me encanta verme bailar en tus brazos o escuchar mi vocecilla gritar «papa, papa, ¡papaaaa!» reclamando atenciones. Escenas que fueron quedando atrás pero que hoy resurgen con fuerza para retener cada minuto de vida que hemos compartido. Qué privilegio el mío.

Siento que estás en cada paso que doy, papa, en cada segundo que respiro. No puedo hacerte a un lado y seguir con mi vida, como dicen algunos. Esto no funciona así. Solo tengo que encontrar un nuevo lugar para ti, a salvo del dolor y de la pena que me invade, porque esas emociones no te corresponden, por mucho que sean el peaje que la vida nos hace pagar ante la muerte. Sé que el tiempo me ayudará a recolocarte donde mereces estar, en el centro de mis alegrías. Como eras tú. Como lo seguirás siendo.

Dicen que recordar significa volver a pasar por el corazón. No puedo estar más de acuerdo. Ahí es donde construiré nuestro refugio, papa, para proteger el amor que siempre te tuve de este feroz desconsuelo. El amor que te tengo.

A %d blogueros les gusta esto: