Las horas y la luna jugaron a favor. También las copas, claro. Y los bailes casuales sin intenciones. O quizá con ellas. La música dejó al descubierto el compás torpón de nuestros cuerpos al son de la madrugada. Nos reímos, acalorados, y buscamos algo de frescor bajo aquel cielo tupido de nubes. El alboroto de la fiesta llegaba amortiguado al jardín y agradecimos la bajada de decibelios.
Dejamos que el silencio nos acompañara unos minutos sin sentirnos incómodos. Algunas parejas se besaban no muy lejos de allí, cómplices del alcohol y la penumbra. Un comentario travieso me hizo sonreír y probablemente me sacó los colores. Qué cosas tienes, te dije. Tú sonreíste también. Apuramos nuestras bebidas entre bromas. ¿Volvemos?
El primer escalofrío surgió tras el roce fortuito de nuestras manos de regreso a la fiesta, pero ambos quisimos ignorarlo. Como muchos de los invitados ya se despedían, aprovechamos la oferta de la amiga de una amiga de otra amiga para acercarnos en su coche hasta casa. Se nos hizo fácil decirle que sí, y se nos hizo lógico proponerle que nos dejara en un único punto para evitarle dar vueltas. Ese punto fue tu casa.
Serviste un par de copas que terminaron quedándose a medias sobre la mesita del salón. Nos recostamos en el sofá y comentamos lo divertido de la velada. En un momento dado, mientras yo hablaba, te agachaste para desabrocharme las sandalias de tacón y me las quitaste con suma ternura. Estarás más cómoda así, ¿no? Te miré con curiosidad y me sentí una Cenicienta a la inversa. Por alguna extraña razón tenerte a mis pies me pareció de lo más provocador, pero no dije nada.
Retomamos la conversación y poco a poco, sin sopesar las consecuencias, nos fuimos acurrucando de forma natural, como si lleváramos toda la vida haciéndolo. Los cuerpos se acomodaron el uno al otro con un estremecimiento reflejo. Así le cedimos la palabra a los gestos que, lentos, recorrieron nuestra piel por encima de la ropa primero, por debajo después. Los dedos se enredaron suaves en el cabello antes de entrelazarse entre sí.
Nuestros labios se mantuvieron al límite en sus escasos centímetros de distancia, prolongando el deseo, preservando también lo poco que nos quedaba de cordura. Los alientos se fundían a la par que nuestras piernas bajo mi vestido, hasta que no pudimos contenernos más. Desatamos los besos largos, las caricias descubridoras, el destello ardiente en las miradas. El silencio roto por los susurros al oído y el rumor del placer… Ya no había vuelta atrás.
Al abrir los ojos me vi abrazada por los ligeros rayos de sol mimándonos. Y por ti. No quise despertarte, por si al hacerlo ambos el embrujo se esfumaba. Te observé, dormido a mi lado, y con la yema de mis dedos tracé líneas difusas por tu rostro, tu cuello, tus hombros, tu espalda, tu pecho. Una amalgama de olores invadía mis sentidos atrayéndome como un imán que me apretaba contra ti. Aquella sensación era como estar en casa, un lugar al que ya no iba a poder dejar de pertenecer. Al fin había encontrado mi refugio en una piel, la tuya, que hasta apenas unas horas antes tan solo era una piel extraña.