Un mar en cada gota

Qué tendrá el mar que cura. O por lo menos, alivia. El mar son tantas cosas… A veces pienso que el mar soy yo en mí misma.

Gotas de nostalgia me surcan la piel dejando un reguero salado a su paso. Sonrío. El horizonte se ve muy lejos, pero ahora un poco más claro.

Gotas de esperanza salpican mi rostro, deslumbrándome traviesas. Me dicen ¡eh, tú, respira! Y me lleno los pulmones de un futuro tan incierto como retador.

Gotas de zozobra se enredan disimuladas entre mis pestañas cuando me sumerjo a solas en mis profundidades. Les doy algo de tregua, hoy no merecen contenerse con tanto empeño.

Gotas de fortaleza apuntalan mi espalda para dejar atrás un pasado que ya solo puede ser huella, camino y aprendizaje. Qué gran consuelo será poderse desprender, poderlo comprender.

Gotas de deseo nacen entre mis piernas cuando me dejo vencer por la pasión que me invade. Cierro los ojos y te encuentro siempre atrapado en un largo suspiro. Ven, te suplico. Ven…

Gotas de ilusión acarician mis labios devolviéndome el sabor de aquellos besos, como si fueran los primeros. Lo eran, quizá. ¿Y si lo intentamos de nuevo?

Gotas de indulgencia caen de mis manos en franca letanía como cuentas de un rosario. Las más difíciles, las más sangrantes. Las únicas que nos permiten seguir adelante.

Y qué será lo que tiene el mar que cura. O por lo menos, alivia. El mar son tantas gotas… A veces pienso que el mar soy yo en mí misma.

Monstruos

¡Son monstruos, estoy cercado de monstruos! No me devoran. Devoran mi reposo anhelado, me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma, me hacen hombre, monstruo entre monstruos. Hijos de la ira, Dámaso Alonso.

Cuando somos pequeños nos asustan los monstruos, esos seres terroríficos de los que nos tenemos que proteger. Nos amenazan con ellos: «si te portas mal vendrá el Coco». No sabemos quién es el Coco, pero no tiene buena pinta. Aprendemos a portarnos bien porque no queremos que ese tal Coco nos lleve a ninguna parte, a ningún lugar desconocido lejos de nuestra zona de confort y seguridad. Desde pequeños nos acostumbramos a evitar a todos esos monstruos, a tratar de no provocarlos para no sufrir sus consecuencias. Los primeros monstruos…

A lo largo de la vida esos monstruos infantiles empiezan a cambiar: ya no son criaturas fantásticas y desconocidas que nos acechan de noche o aparecen bajo castigo. Ahora son nuestras propias emociones las que nos amenazan. Los miedos son ahora los monstruos. Las palabras que no gritamos, los sentimientos que nos tragamos. El orgullo, el egoísmo, pero también la debilidad, el qué dirán. Todas esas contradicciones que se anidan en nuestro interior son los monstruos que no nos dejan en paz.

e3b5fe1e745553717876b6573f652880Luchamos a diario contra el monstruo que nos impide avanzar, ese que conocemos pero que no queremos verbalizar. Miedo. Miedo a que todo se derrumbe si doy un paso en falso. Miedo a cagarla. Miedo a sentirme egoísta ante la muerte: querer que acabe mi sufrimiento, no el suyo, y a la vez desear que se quede un poco más aunque padezca, por mí. Miedo a esos pensamientos tan irracionales como insanos. Si pudiera… Miedo a perder los papeles y a sentirnos igualmente paralizados. Miedo a las consecuencias de alzar la voz pero también de callarnos. Miedo al abismo de la soledad, a romper con todo y al aguantar por aguantar. Miedo a la crítica y a las piedras que nosotros mismos nos ponemos en el camino. El boicot de nuestros propios monstruos hecho realidad: no puedo, no sé, no valgo para eso.

La batalla constante entre la dualidad personal, entre lo correcto y lo incorrecto, lo que se supone que siento, lo que no tendría que sentir y lo que dicen los demás que no está bien sentir. Las reglas morales que juzgan sin saber y que nos encorsetan la existencia. El ying y el yang, lo que está bien y lo que está mal. Pero ¿quién lo dice? ¿La sociedad? ¿La religión? ¿La ética, quizá? Los monstruos.

Desde que nacemos luchamos contra nosotros mismos por ser lo que dicen que tenemos que ser, por actuar en consecuencia con nuestros ideales desde el respeto y la libertad, sin hacer daño a nadie y menos a quienes queremos más. Pero somos humanos y en esa lucha eterna también fallamos: nos gobiernan las emociones y las sinrazones, incluso a veces nos gana todo lo que los demás dirían que está mal, que no puede ser, cómo es posible que hagas o digas eso. Y ese miedo a que nos crean malas personas por hacerlo, decirlo o sentirlo, a dejarnos llevar por las pasiones más bajas y los instintos más cuestionables hace que nos detengamos ante un muro malsano que acumula y paraliza todo lo demás.

No está mal ser humanos confusos y alterados. No está mal protegerse en defensa propia. No está mal tener pensamientos controvertidos y sentimientos desordenados. No está mal no saber qué queremos, tropezar y estallar, siempre que después tratemos de resolverlo. Todos tenemos nuestro propio bagaje de monstruos más o menos nocivo pero lo que importa es aprender a controlarlo para crecer, aceptar lo que viene y poder avanzar.

 

 

Me perdono

Perdonar es valentía. Cuando nos hieren, nos ofenden, nos insultan, necesitamos perdonar para vivir en paz, incluso cuando faltan esas palabras de disculpa porque hay gente que no sabe pedir perdón tenemos igualmente que concedérselo. Al menos, esa es la moral con la que crecemos y es fundamental para mantener las relaciones personales saneadas y convivir en sociedad. Estamos de acuerdo.

Sin embargo, igualmente importante es saber perdonarse a uno mismo, y muchas veces ni lo pensamos. Por eso hoy quiero perdonarme por todas esas cosas que me hacen daño desde dentro, que me provoco con o sin sentido, por unos y otros, por mí.

Me perdono por haberme perdido intentando ser quien no soy simplemente para encajar en tu vida, para gustarte, quien seas. Me perdono por todas aquellas veces que callé por no molestarte, o peor aún, para no perderte. También me perdono por todos los portazos que doy, por toda esa rabia que acumulo y exploto, por las malas caras que pongo cuando algo no me parece o me incomoda.

Me perdono por suplicar atención olvidando la mía propia, qué tonta. Por pretender de ti lo que yo te doy hasta el exceso, vaciándome por momentos. Me perdono por necesitar tu reconocimiento público en forma de likes que no llegan, tags invisibles y fotos que nunca se cuelgan. Me perdono por esforzarme tanto en capturar el mejor paisaje, provocar el descaro más sexy o escribir las mejores líneas si no me concedes ningún estúpido click de aprobación. Hoy me perdono por todas las veces que lo esperé y me consumí esperándolo.

Me perdono por cederte los tiempos y las estrategias, las bridas de mi existencia. Me perdono por no saber valorarme a veces, por pasarme de orgullo otras. Me perdono las ganas de seguir haciendo regalos que se quedarán en un cajón intactos junto con notas que quién sabe, quizá terminan en la basura. Igual que muchas de las caricias y besos que di astillándome el alma, y que también hoy me perdono.

Me perdono el deseo que me hace temblar de risa, de cólera, de emoción y de esperanza. Me perdono por las noches en vela y los sueños robados, por los viajes que no concreto, las citas que cancelo y los planes que no comparto. Me perdono los celos que guardo y escupo frente al espejo, por las fisuras que te permito, por el malestar que me desangra y por creer que luego recompones mis añicos.

perdonar

Me perdono las lágrimas que no llevan mi nombre sino tantos otros. Me perdono por escuchar esas melodías tan tristes y dejarme caer en los abismos del miedo y la ansiedad. Me perdono por culpabilizarme de lo que nunca fue mi culpa. Me perdono por los daños que he justificado y las mentiras que no he evitado. Me perdono por confiar en tantas palabras vacías y en amigos que nunca te echan una mano, aunque digan extrañarte y quererte tanto.

Me perdono el exceso del corsé que a veces me asfixia. Me perdono la autoexigencia y la intolerancia al fracaso. Me perdono las flaquezas que me generan las críticas y las comparaciones absurdas, los correos sin respuesta y los mensajes olvidados. Igual que me perdono las equivocaciones, los puntapiés por el camino, las broncas, desaires y gritos.

Me perdono por sentir huracanes al verte y tsunamis al tocarte. Me perdono por recordar tantas fechas y lugares que no llevan a ninguna parte. Me perdono por serle demasiado fiel al recuerdo, por traicionarme, por romperme y empezar a olvidarte. Me perdono por todo el amor que te elige a ti por encima del resto. El amor que te muerdo y que te duele. Ese amor que no quieres. Por eso hoy me perdono los anclajes que me atan… Para poder soltar las riendas que tanto te hieren.

 

 

 

Mi feliz Navidad

La Navidad es una de esas cosas que o te gusta o la detestas. Conozco gente que durante el año parece fría y distante y en cambio en estas fechas rezuma almíbar por los cuatro costados. Curioso. Y también sé de algunos más afectuosos que preferirían poder entrar en modo hibernación el día 24 y no despertar hasta por lo menos el 7 de enero.

Cada cual con sus razones y sus vivencias va determinando en qué lado está. Unos dicen que la Navidad es mágica siempre, o hasta que te toca pagarla. Otros que es puro artificio y consumismo. Algunos que es algo más que ciencia ficción… Demasiada paz, demasiado amor. Pero, ¿y si no fuéramos tan radicales?

Podemos ser adeptos a las fiestas navideñas sin tener que sentirnos víctimas de El Corte Inglés, pienso yo. Quizá la Navidad no es más que la excusa para demostrar lo que durante el resto del año muchas veces y por desgracia nos olvidamos de demostrar. Y eso no quiere decir que sea hipocresía, sino que de alguna manera las circunstancias en estas fechas invitan a algo más.

Invitan, por ejemplo, a mandar felicitaciones por correo postal. Puede que sea una pérdida de tiempo y de dinero pudiéndolo hacer a través de cualquier red social, por mail o incluso whatsapp. Mensajes tipo para todos a la vez: ¡feliz año nuevo! No importa si apenas mantengo contacto con aquellos amigos que un día agregué a Facebook y siguen ahí en silencio, porque a esos también los felicito. A todos. Es la forma de estar presente en el mundo virtual mandando clichés de buenos deseos sin destinatario concreto. Sin embargo, unos pocos amigos saben que en realidad todavía soy la romántica que compra sellos y estampa su caligrafía de verdad. Y son ellos, mis favoritos, los que reciben cada año esas tarjetas que en realidad son el abrazo que la distancia me impide dar.

La Navidad invita también a regalar. Y no, no me dejo llevar por el consumismo indiscriminado, por la moda o el sinsentido. Prefiero los detalles meditados, lo que necesitas, lo que te hace ilusión, o lo que nunca esperarías. Disfruto sorprendiendo a quienes quiero y me gusta dedicarle el tiempo apropiado a cada uno de los presentes que elijo. Quizá en eso también sigo siendo una romántica… Porque como dicen por ahí «es estúpido creer que el regalo está dentro del paquete; siempre, siempre, siempre el regalo son las manos que lo entregan».

Como no podía ser de otra manera, estas fechas decembrinas también invitan a comer y a beber, al exceso y al todo vale, que enero es largo y el verano tarda en llegar. Festejamos estos días alrededor de abundantes mesas pero, una vez más, lo que cuenta no son las ostras, los bogavantes ni el cochinillo, sino los que están. Porque estas fechas a lo que invitan por encima de todo es a familia.

Una vez no volví a casa por Navidad y me di cuenta entonces de que necesitaba aquello que durante toda mi vida había dado por sentado. Me hacía falta despertar con los aromas que desprende la cocina a todas horas. Me hacían falta las tardes de compras al compás de mi madre. Me hicieron falta las noches de sofá debatiendo recetas nuevas y tradicionales. Eché de menos los brindis acostumbrados y los chistes de cada año, las uvas y los abrazos. La tan manida gala de Nochebuena y el mensaje de Su Majestad el Rey. Quise estar en casa desde que los niños de San Ildefonso cantan millones de euros hasta poder abrir el día de Reyes con ilusión infantil los regalos. Eché de menos que llovieran caramelos en la cabalgata y poner mis zapatos bajo del árbol. Quise reprender a mi padre por picotear los dulces antes de tiempo y ver el brillo en los ojos de mis sobrinos cuando recitan subidos a una silla su poema navideño.

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Aquellas Navidades sentí por primera vez el vacío de mi gente y de mi país a pesar de llevar ya tiempo lejos de ellos. Y aunque tuve la fortuna de conocer otras costumbres que hoy guardo en mi recuerdo, durante aquellas fiestas una parte de mí echó en falta el calor que Skype ya no me daba.

Entonces supe que en esta vida, esté donde esté y dé por el mundo todas las vueltas que dé, para mi feliz Navidad siempre hay que regresar a casa.

 

 

 

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