Qué vértigo el tiempo que transcurre tan rápido. Ahora entiendo aquello de que no espera a nadie. Cuánta razón. El tiempo no concede prórrogas ni treguas. Ni siquiera ese que a veces pretendemos detener, ni tampoco el que por miedo no vivimos. Ningún tiempo regresa.
Qué vértigo pensar que quizá ese mismo tiempo viene acompañado de un silencio que no pretendo. Qué miedo asomarme al abismo en el que puede que un día empiece a olvidar las pequeñas cosas que lo fueron todo. No quiero concederle al cruel vacío de la memoria un solo detalle.
Qué vértigo que me miren con ojos compasivos cuando te menciono con la tristeza que acarrea tu ausencia y piensen «pobre, es que no lo supera». Que crean que recordarte hasta en el más pequeño detalle es un lastre que me impide avanzar, mientras para mí es una forma mágica de vivirte. De tenerte.
Qué vértigo que se atrevan a juzgar el pesar que debería o no sentir a estas alturas y que lo comparen con otros duelos menos intensos, como si por ello fueran más inteligentes, capaces o adecuados. Yo no sé de tiempos idóneos ni de fórmulas perfectas, solo conozco la profundidad de la herida que supuro desde tu partida.
Qué vértigo cuando interpretan mis lágrimas como la debilidad que no es, incapaces de comprender que las necesito para dejar salir todas las emociones que se acumulan en cada poro de mi piel hasta que no puedo más. No soy frágil por llorar como tampoco sería fuerte por contenerme. Simplemente estoy tratando de sanar mi alma astillada.
Qué vértigo sentir todavía ese instante de irrealidad, cuando me parece que nada de lo vivido en los últimos meses es cierto. Si aún espero en una décima de segundo poder despertar de todo esto y volverte a abrazar. Qué locura, ¿no? Luego la verdad asoma y se ata a mi conciencia, mientras mi corazón acomoda en cada hueco tu recuerdo. Y entonces, todos esos miedos, esos dichosos vértigos, dejan de tener importancia para mí. Porque sé que mientras yo esté viva, tú también lo estás.
Hace un año adelanté la Navidad un par de meses para regalarte, entre otras cosas, el mensaje que rezaba en aquella tableta de turrón Suchard. Una Navidad que luego no lo fue, las burlas del destino.
Hace un año la vida era vida y, como solía decir, cada 21 de octubre era también una fiesta en la que celebraba tenerte a mi lado otro ratito más. Sin embargo, hoy nada tiene que ver con la felicidad que sentía mientras soplabas tus velas, sin saber ninguno de nosotros que aquellas serían las últimas. Una nunca sabe nada. Tampoco se parece a la emoción contenida al verte abrir cada regalo con una parsimonia no apta para impacientes, no sin antes tratar de adivinar qué podía ser. A ti te gustaba tomarte tu tiempo y saborear cada instante. Siempre fuiste enemigo de las prisas.
En otras circunstancias, las únicas que yo conocía, hoy me hubiera despertado con cierta ilusión infantil, como me ocurre ante los cumpleaños de quienes más quiero. Desde varios días atrás ya tendría todo pensado para ti: el regalo en mayúsculas, los detalles divertidos, la decoración necesaria y una nueva tarta para sorprenderte. Habríamos iniciado la cuenta atrás como de costumbre, para darle más emoción y bombo, que es lo que nos gusta. Hubiera contado las horas en la oficina para poder llegar a casa, pasar el resto de la tarde juntos, comer algo especial y brindar por el futuro, aunque el homenaje oficial se reservara para el fin de semana con la familia al completo. «Mejor, así los festejos se alargan más», pensábamos entonces. Que tú eras mucho de reunirte, reír y celebrar.
Sin embargo, hoy no ha sido ese tipo de día. Y cómo cuesta, y cuánto duele estar sin ti, papa.
Cuando salí esta mañana a la calle miré instintivamente al cielo, justo antes de entrar al Metro. Fue un acto reflejo, no porque piense que estás ahí arriba, prefiero creer que estás aquí, a mi lado, en cada paso que doy, incluso mientras escribo estas letras. Pero supongo que mirar al cielo otorga cierta calma. Te permite respirar. Nubes densas lo cubrían casi por completo. Hacía calor y el ambiente lucía plomizo, como si contuviera un agua que no termina de caer. Igual que mi alma.
Las horas han pasado lentas y calladas, como losas, sin ganas. Hoy no ha habido velas ni cumpleaños feliz. Aunque sí muchos recuerdos, con sus lágrimas y alguna sonrisa atravesada. También te hemos llevado flores en una visita al cementerio que me sigue tambaleando y me reconforta a la vez. Qué sensación tan extraña leer tu nombre grabado en la frialdad de un mármol. No me parece real. Cuesta asimilarlo, digerirlo, procesarlo. Me aturden las emociones y los porqués. Quisiera decirte tantas cosas, papa…
Y, en realidad, me sobran todas las palabras, porque lo que más ansío es poder darte un abrazo.
Hoy es 21 de octubre pero no es aquella fiesta que solía ser. Sin embargo, no puedo más que agradecerle no sé si al destino o a la vida, en este y en cada uno de mis días, que tú hayas sido, y seas, mi padre. Hoy comprendo que ese es y siempre fue el verdadero regalo.
Feliz cumpleaños, papa. Te quiero tanto como te extraño.
No estamos todos los que somos. Ni los que fuimos. Ese es el primer pensamiento que me recorre la espalda al llegar, y me pellizca el estómago vacío. Las caras sonrientes que me reciben, sin embargo, me aligeran un poco el peso de tu ausencia. Me fundo en cada reencuentro con un abrazo que fortalece, formulando preguntas sencillas que encierran respuestas complicadas. No son tiempos fáciles para ninguno de nosotros, por eso estamos aquí.
Por ti. Por ella.
Cosemos de nuevo los lazos de los afectos en la barra, formando corrillos dispares con sabor a vermú y cervezas. Alguien comenta que parece una boda sin novios. Resuenan las risas. Demasiado coincidir en la tristeza este último año, tantas lágrimas derramadas por el camino. Pero, si del pesar ha nacido este día, vamos a hacerlo bonito.
La mesa del comedor es lo suficientemente larga como para que quepamos todos, que no somos pocos. Los niños alborotan en otra más pequeña cerca de mí. Me gusta escucharlos como al rumor de las olas, con alegría y sin molestias. Al fin y al cabo, ellos son nuestro futuro. Ellos derrochan la vida que nos lleva.
El menú avanza potente, como nuestras conversaciones, planes y chascarrillos. No puedo saber lo que se cuece al otro extremo, en el lado de los hombres, que se han arremolinado juntos. Pero adivino que lo están pasando igual de bien que por el sector femenino, a juzgar por las carcajadas espontáneas que de vez en cuando me llegan. Antes de que sirvan los postres aprovecho para ir al baño. De regreso me detengo un momento en el umbral de la puerta del salón. Los observo a todos amparada por esos metros de distancia y entonces te imagino con nosotros, allí, en una de las sillas convertido en el rey de la fiesta y disfrutando de la mejor manera: esa que tú nos enseñaste.
Los ojos se me humedecen en décimas de segundo, pero sonrío tranquila mientras regreso a mi sitio justo cuando me están sirviendo el coulant.
La tarde discurre entre brindis y proclamas. Entonces me acuerdo también de ella, y no como mi tía, sino como tu hermana y como madre de mis primos, despojados de su último baluarte tres meses atrás. Es curiosa la forma en la que catalogamos a las personas según el vínculo que mantienen con nosotros y olvidamos que esas mismas personas sujetan sus propios vínculos también. Y de esos vínculos estos otros, nacidos de la sangre y los afectos que creamos y heredamos. Y aquí estamos todos, aunque ella no está, ni tú tampoco.
O sí.
Y es que cada vez me convenzo más de tu presencia. Al menos es lo que me dicta el consuelo. No sé de qué manera, si es que hay alguna, y desde luego no como verdaderamente quisiera. Pero siento cómo sigues habitando entre nosotros, cómo fluyes en cada conversación y recuerdo, manteniéndote vivo. Si supieras de qué forma te llevamos siempre presente, papa...
Por eso me invade una extraña felicidad sosegada cuando hablo de ti con quienes te conocieron, con quienes me pueden seguir contando anécdotas, algunas incluso inéditas. Con aquellos que también te quisieron y a los que les regalaste grandes momentos. Porque eso, al fin y al cabo, es lo que somos. Es lo que queda.
Las pérdidas han desencadenado esta reunión y ahora pienso en lo bonito que hubiera sido haberla celebrado antes, cuando estábamos todos los que éramos. Pero la vida es caprichosa y nos hace creer que el tiempo no se agota. Hasta que lo hace. También para este día. Nos despedimos con cierto remoloneo, como quien no quiere que acabe el sabor de un beso, buscando fecha para el próximo encuentro y con una sensación de satisfacción importante.
Porque no hay nada como el calor de una familia que abraza fuerte al corazón.
El dolor es una constante, pero creo que estoy aprendiendo a vivir con él como si se tratara de un fiel compañero. No lo rehúyo, lo cierto es que no me molesta. Tampoco le tengo miedo. El dolor se ha convertido en una especie de nebulosa que me envuelve en mi día a día, que me acompaña cada minuto, a veces de forma sigilosa agazapado tras una sonrisa o un momento agradable, y otras, estallando con rabia y tremendo desgarro en un torrente de lágrimas. No me importa, porque sé que esta pena que me embarga es consecuencia del amor. Puede sonar paradójico, aunque para mí tiene todo el sentido. Si no te quisiera, si no fueras tan valioso, si no hubiéramos compartido la vida como lo hicimos, este dolor tampoco existiría. Tú te habrías ido y yo seguiría mi camino como el río que fluye tranquilo hacia el mar, sin mirar atrás. Por suerte no es así. Doy gracias por ser tu hija, y por este dolor que me azota ahora en tu ausencia.
Es cierto que a veces se recrudece tanto que viste de sombras lo demás, noqueándome el alma, robándome la fuerza y las ganas de todo. Incluso de estar. Eso me pasa cuando la consciencia toma el control de la situación. Cuando la memoria rescata los últimos días y me invaden los porqués. En el momento en el que la injusticia que yo siento me escupe a la cara. Cuando quiero contarte algo sencillo y sé que ya no puedo. Terrible impotencia. Sin embargo, lo hago. En mi mente son constantes las conversaciones contigo. Te cuento, te digo, te explico, te comparto. Te pido ayuda también. Aunque no recibo respuestas. Y ese silencio que convierte mis frases al aire en tristes monólogos de supervivencia se me clava en las entrañas. Me pregunto qué dirías si supieras que… Qué opinarías de… Cómo te tomarías tal o cual noticia… Si te soy sincera, sé bien lo que responderías y cómo reaccionarías a cada situación. Cosas de conocerte al límite, de haber convivido hasta el último aliento. Pero me desarma sentir que ahora son solo interpretaciones mías, elucubraciones que me permiten agarrarme a tu esencia, y que para ti ya nunca serán una certeza.
Me cuesta tanto aceptar esa parte… Que tu mundo (y parte del mío) se detuviera hace hoy cuatro meses y que no sepas nada de lo que (me) ha sucedido. Da escalofríos comprender que el tiempo no da tregua, impertérrito. Que todo sigue su curso. Que nosotros estamos aquí de paso y no somos conscientes de ello hasta que la vida nos pone contra las cuerdas y nos abofetea de la peor manera. Y no queda otra que ir acomodando los sentimientos en este proceso llamado duelo. Qué vértigo, papa, sentir que ya solo moras en mi interior. Pero ¿sabes? Ahí regentas el lugar más privilegiado, el que te mereces, a salvo de aquello que enturbia las emociones y de lo que no comprende la razón. Tú vives por siempre conmigo en ese lugar donde el amor permanece intacto. Tú eres el rey de mi corazón.
Estoy elaborando un duelo. Un duelo único. No porque mi padre fuera (y es) especial o yo me crea diferente al resto, no. Cuando hablo de que este duelo es excepcional lo es porque es exclusivamente mío. No es de mis hermanos, que han perdido al mismo padre. Tampoco es el duelo de mi madre, que padece devastada la ausencia de su otra mitad. Ni el de mis sobrinos, huérfanos de su yayo. Ni el de mi tía, sin su único hermano. Ni el de sus amistades, que lo quisieron tanto. Cada uno remienda su herida como sabe, como puede, como quiere. Cada cual vive el proceso de la pérdida a su manera, su propio duelo.
Y este es el mío.
Por eso quiero que sepas que mis días no son buenos. Puede haber ratos agradables y sonrisas sinceras, pero lo cierto es que en general mis días transcurren entre ser malos y ser peores. No pasa nada, esto funciona así. Estoy intentando rescatar mis emociones del pozo en el que se retuercen asustadas, y a mí con ellas. Entiendo que muchas veces, aun conociendo las circunstancias que me rodean desde hace un par de meses, no sepas cómo tratarme, o cómo actuar conmigo. No te culpo. También es muy difícil para mí comprender, asimilar, exprimir y manifestar los sentimientos que me asedian. No preciso que nadie más lo haga. No sería justo pretenderlo.
Pero te explicaré algunas de las cosas que siento.
Te ruego que no me preguntes qué tal estoy si lo único que esperas oír es que estoy mejor para cubrir el expediente de la cortesía. Porque probablemente yo no responderé en automático y asistirás incómodo al descubrimiento de mi tristeza. No espero que tú me rescates de la desolación, que me llenes de alegría la pena, que me distraigas poniéndole un parche de anestesia a mi realidad. Nadie puede hacerlo. Lo que ahora necesito es reserva, espacio y seguridad. Seguridad de saber que si me vuelvo loca tengo a alguien a quien recurrir. Que vas a estar, aunque te cancele todas las citas, aunque te niegue la ayuda o deje de contestar.
Discúlpame si me notas enfadada, distante, borde. Si sufres mis desaires o notas que pierdo la paciencia incluso antes de poder conversar. Estoy enojada con la vida que me ha arrebatado a mi padre, no contigo. También debes saber que eso suele durarme muy poco, porque el abatimiento ocupa entonces su lugar. Si mi pesar te abruma o no sabes cómo manejarte cuando me ves hecha un mar de lágrimas, puedes retirarte sin culpa. Prefiero llorar en soledad a que me sugieras que no llore más. Porque hacerlo no solo me sana, sino que me libera de toda la carga que soporta mi alma por la ausencia de quien no está. No todas las lágrimas nacen de mi aflicción, a veces son el cauce de un recuerdo bonito que busca fluir y compartir.
No trates de evitarme el dolor con frases hechas, por favor. No me digas que soy joven, que tengo todo un futuro por delante y que a él no le gustaría verme así. Todo eso yo ya lo sé y no reconforta, atosiga. Tampoco digas que es ley de vida. No sabes cómo detesto eso. Como si una muerte doliera menos pasada cierta edad. Mi padre era mi padre, no era un historial médico ni un dígito por sumar. No compares el proceso de la pérdida de tu ser querido con mi propio proceso. No hay circunstancias, relaciones, personalidades, vínculos ni amores iguales. Ni siquiera entre los más cercanos. No pretendas que me conforme solo porque haya situaciones peores a la mía. No me relates dramas para convencerme de que era mejor así que haberlo visto sufrir, porque mi pena es la que es, mía, intransferible e incomparable.
Sé que la buena intención está detrás de las palabras que me regalas, y que ahora mismo te debo parecer una caja de bombas, sin saber cómo puedo reaccionar ante un gesto que me dediques. No quiero que te retraigas por temor a mi reacción, solo que me comprendas en mi ausencia, en mi silencio, en mi desgana, en mi aislamiento. Siento no poder compartir contigo tus mejores momentos, las alegrías que te inundan, tus nuevos proyectos. Ojalá pudiera ser partícipe de tu felicidad como antes. Perdona si no te pregunto más a menudo cómo te va. Tal vez me estoy perdiendo grandes cosas de tu vida, pero estoy tan inmersa en reconstruir la mía que no me quedan fuerzas para nada más. No es egoísmo, es supervivencia.
Puede que ahora mismo no sea la mejor compañía. No tengo energía para hacer planes más allá del propio día en el que estamos. Algunas mañanas salir de la cama se me presenta como el mayor de los retos. Y por la noche, cuando me acuesto, me parece haber librado una fatigosa batalla. Todo me agota. Será también por lo mal que duermo. Me cuesta anticipar las ganas que tendré después, tan volátiles. Sin embargo, si te apetece acompañarme algún ratito puedes proponerme planes sencillos y concretos, donde no tenga que realizar mucho esfuerzo social. Quizá me pilles con el ánimo más fuerte y acepte con gusto. Sin embargo, te pido que no desesperes si ocurre lo contrario, ni espetes un pues ya dirá algo ella cuando le apetezca, con cierto rechazo. Ahora mismo no dispongo de la capacidad de proponer, decidir ni pensar. Lo siento.
Mis emociones son como funambulistas en la cuerda de la inercia. Me dejo llevar. Lloro a menudo y en cualquier lugar: en el bus, paseando por la calle o en el baño de la oficina. Pequeñas cápsulas de lágrimas públicas que me azotan primero, y después me alivian. El recuerdo es constante en lo cotidiano, pero no busco palabras de aliento. La mayoría de las veces me basta con un abrazo sincero que me sostenga, nada más. Eso, y que me escuchen. Porque tengo la imperiosa necesidad de hablar de mi padre, de recordarlo, de contar anécdotas, de relatar cómo sucedió todo, de desahogarme, de revivirlo en mi memoria para sentirlo a mi lado. A lo mejor por eso priorizo a mi familia en estos momentos. Esa red de apoyo y comprensión, inmersa en mi mismo dolor. Aunque si alguna vez te aburro hablando de él, tenme paciencia por favor. Sé que si no has sufrido un duelo no puedes imaginar hasta qué punto se siente el desgarro. También sé que, incluso aunque ya hayas transitado este camino desolador y estés más cerca de comprender estas letras, ningún sentir es idéntico.
Como decía al principio, cada duelo es único, y este es el mío. Ahora esta es mi vida, mi presente. No trates de ponerte en mi lugar porque los dos sabemos que no puedes. Y no te sientas mal por no poder. Agradezco cada intento, cada muestra de cariño, cada mensaje de afecto, cada mano tendida. De veras. Sé que el pasar del tiempo ayuda a procesar con perspectiva, pero yo todavía no he llegado a ese punto. Me queda mucho por recorrer. Solo te pido que aceptes mi duelo y comprendas que debo vivirlo intensamente, con el alma rota y el corazón mutilado, para poderme recomponer.