El periodismo en los tiempos de Julen

Escribo estas líneas ahora que el agónico rescate del niño Julen caído en un pozo ilegal en Totalán (Málaga) el pasado día 13 ha llegado a su fin para hacer crítica, balance y retrospección de lo que ha sido y sobre todo de cómo ha sido la cobertura que han realizado los medios de comunicación.

Debo decir que como periodista estoy completamente a favor del derecho a la información y por tanto del deber de informar con veracidad y rigurosidad acerca de todo aquello que genera interés o impacto en la sociedad. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando ese derecho a la información se solapa con el morbo del sensacionalismo? Es en casos como el de Julen, donde el componente dramático es tremendo, cuando nos replanteamos el código deontológico que rige o debería regir esta profesión y que algunos medios, más empeñados en el beneficio monetario que en el periodístico, mancillan constantemente sin apenas pudor.

Cuando saltó la noticia de tan terrible suceso hace dos domingos ni siquiera le prestamos la atención personal que días después generó. Al fin y al cabo, una noticia más de las muchas que nos azotan a diario y que se suceden desgraciadamente tan a menudo ahí afuera, al otro lado de la pantalla. Sin embargo, algo cambió poco después en nuestra forma de percibir esta noticia en concreto. Cuando el rescate se complicaba, cuando la montaña no cedía, cuando se alimentaba la esperanza de que el niño pudiera seguir vivo a pesar de tan tremenda caída, cuando se daban plazos que no se cumplían, cuando se puso el foco en la historia personal de unos padres que ya habían sufrido la desgracia de perder a un hijo apenas año y medio antes, cuando… Cuando adornamos con todo ese popurrí de detalles humanos y heroicos lo que estaba ocurriendo, entonces, en ese justo momento, es cuando los medios nos hicieron adictos a ella. En estas dos últimas semanas otras cuestiones como Vox o Catalunya, las dimisiones en Podemos, la guerra de los taxis y los VTC, los barcos a la deriva en el Mediterráneo, las escuchas de Villarejo o la crisis en Venezuela pasaron a un segundo plano. El pequeño Julen y el drama familiar lo envolvieron todo.

Comparto y estoy a favor, como decía más arriba, de la necesidad de informar y de estar informados, pero considero que en este caso se han sobrepasado los límites de lo que se supone que es el periodismo (una vez más). Lo que ha pasado aquí habrá sido más o menos acertado según el punto de vista de cada uno, pero no podemos hablar de periodismo cuando lo que prima es el morbo del dolor porque eso es lo que genera más audiencia. El viernes, día en el que con toda seguridad se alcanzaba por fin la cota -71 que daba acceso al niño, casi todas las televisiones modificaron su parrilla para emitir especiales en directo en los que se analizaba el curso del rescate con expertos y opinólogos de toda índole. Los diarios digitales ofrecían el minuto a minuto como si de un partido de fútbol se tratara. Las redes sociales se inundaban de comentarios, teorías conspiratorias, tramas ocultas y verdades a medias que salpicaban a su vez a los medios de comunicación «serios» en un macabro juego de retroalimentación. En dos semanas todos hemos opinado de medicina, psicología, geología, minería, ingeniería y protección civil, y los más arriesgados hasta se han atrevido a desprestigiar el esfuerzo del grupo de trabajo considerando que ellos lo hubieran hecho mejor. Ha sido tal la implicación emocional de toda la sociedad que el periodismo, ese de antaño, el bueno y el de verdad, ha perdido completamente el oremus.

cobertura

Ana Rosa Quintana y Susana Griso, las «reinas» de los magacines matinales, han sido los estandartes de Telecinco y Antena3 en este show con preguntas tan desafortunadas como si los mineros tienen claustrofobia (¿perdón?), si pueden comer o dormir, y afirmaciones tales como «los padres están en una esquina viviendo su dolor» mientras intentan hacerle zoom a ese dolor. Evidentemente, los padres están viviendo su dolor como pueden, no hace falta ahondar más en ello ni repetir la misma imagen de esa pareja absolutamente rota en bucle. No hace falta decir que la madre no ha querido «enfrentarse a las cámaras» porque no tiene por qué hacerlo, ni buscar en las palabras de los vecinos el drama que la propia familia, como es lógico, no puede verbalizar. No era necesario hurgar en la herida de aquellos que sí han hecho declaraciones buscando su derrumbe en directo, las lágrimas y la conmoción. Como tampoco lo era mantener constantemente abierta una ventana de conexión con Totalán en los programas de entretenimiento que sí se emitieron el viernes enfocando la enorme grúa trabajando, generando todavía más morbo pero sin aportar ninguna información relevante y con el desafortunado pie de «A 3 metros de Julen» como si de aquella novela de Moccia se tratara.

Entiendo que un buen seguimiento mediático promueve el interés y una mayor colaboración en todos los ámbitos. Está claro que lo que no sale en la prensa no se conoce y lo que no se conoce no recibe ni la ayuda ni la atención necesarias. El buen periodismo promueve una función social maravillosa y es la voz para todo aquello que necesita ser dicho. Pero el peligro está en su exceso, cuando esa labor busca además el mercantilismo y el share aprovechando este tipo de sucesos que de por sí ya generan una especial atracción en todos nosotros: es el morbo de lo humano. Asistimos entonces a un circo en el que se estrangulan las emociones y se prostituye el periodismo. En el que se persiguen las audiencias millonarias y se difumina por completo la línea que separa lo que es información de espectáculo manteniendo siempre esa tensión informativa para alargar horas de programación que en muchos casos terminan llenándose de especulación, noticias sin contrastar, análisis falsos y opiniones desafortunadas.

Informar bien no es sostener una conexión 24 horas en directo porque esa misma necesidad que se genera, esa exigencia en ser los primeros en dar la noticia, lo único que promueve es la reiteración de datos que no aportan nada y que conllevan directamente a la desinformación. Objetivamente el periodismo trabaja con las famosas 5 ‘W’ que todos estudiamos en la Facultad: qué ha ocurrido, cuándo, dónde, cómo y quién es el protagonista de la noticia. A partir de ahí, todo lo demás es información complementaria que no suma, aunque adorne. La sociedad es lo suficientemente empática como para entender cómo están esos padres y familiares en estos momentos de angustia y dolor, no necesitamos una declaración expresa que nos lo confirme ni escarbar en sus entrañas reiteradamente para hacernos llorar desde el sofá. Le pido al periodismo que no se deje llevar por el amarillismo y que recuerde que no retransmitir todo esto como si se tratara de un ‘reality show’ no le resta sensibilidad, sino que se la confiere.

 

Palabras, vocación o devoción.

Teclado de ordenador, bloc de notas, idea

No hace mucho alguien me preguntó si mi vocación desde pequeña siempre fue ser periodista y no supe qué decir. ¿Vocación? ¿Periodista? No lo sé.

Días después, dejándome maquillar y peinar por mis dos sobrinas de siete años, entre juegos, sombras y labiales me preguntaron qué quería ser yo de mayor, como si todavía fuera como ellas. Las miré unos segundos en silencio y les dije que de mayor quería ser feliz. No entendieron la respuesta, imagino que esperaban que les dijera médico o bailarina o quién sabe qué. Tampoco les dije que ya era mayor y que era periodista porque me cuesta creer que soy realmente eso que el Rey emérito rubricó en un título universitario hace ya algún tiempo, si de todas formas no me pagan por ello… Entonces, ¿qué soy?

Durante años esa pregunta profesional me tuvo en vilo, sintiéndome en esa especie de limbo por haber estudiado algo a lo que después no me he dedicado más que a trompicones, por azares del destino o caprichos de la vida. Hasta que entendí que ese calificativo que pesaba sobre mí no era más que una etiqueta del currículum vitae que en lo personal no suele definirte. Supongo que por eso les contesté a mis niñas que yo de mayor quería ser feliz, porque al fin y al cabo es la tarea más dura y a la vez satisfactoria por la que debemos trabajar.

Pero ellas siguieron debatiendo sus sueños sobre qué ser en su futuro ignorando lo intangible de mi respuesta. Hablaban de profesoras o peluqueras y sonreí al recordar que yo también quería ser esas cosas, o por lo menos eso decía. Porque en el fondo yo sentía que quería ser escritora pero declarar a los 7 años que me gustaba leer y escribir cuando apenas comenzaba a juntar letras era algo cuanto menos raro y aburrido, ¿no? Entonces yo también quise ser peluquera.

A quien me preguntó por mi vocación le dije que de pequeña no jugaba a inventar radios o a ponerme delante de la cámara como sí decían que hacían algunos compañeros de universidad, quizá más vocacionales del medio que yo. A mí me gustaba más imaginar que era la protagonista de esas aventuras de los cómics y libros que devoraba, y descubrí que ahí, en ese rinconcito de mi mente, era completamente libre para ser y no ser a mi antojo. Porque yo no jugaba a ser periodista de micrófono y TV pero quizá ya apuntaba maneras con lápiz y papel.

Conforme pasaron los años me fui refugiando más en las letras hasta que a los 16 decidí que de entre todas las carreras posibles el periodismo era lo que más encajaba con mis inquietudes, tanto sociales como personales. Y así, con el viento en contra por no haber elegido Económicas o Derecho pensando mejor en mi futuro laboral, me fui románticamente a la universidad.

Salí con un título, nuevas filias y gratas experiencias. También algunas dudas pero ¿quién no las tiene cuando se trata de avanzar? Lo que nunca flaqueó fueron mis ganas de escribir. Porque en realidad no son ganas, sino necesidad. O como diría Paul Auster, «un acto de supervivencia». Porque no puedo vivir sin escribir, lo cual a veces es un problema ya que como una droga necesito el desahogo que me dan las letras cuando salen con rabia, miedo o pasión. Cuando se me atragantan las palabras en un nudo y no me dejan respirar hasta que las vomito buscando un consuelo en papel. Así es cuando me siento más libre y seguramente también más feliz.

Durante mucho tiempo nunca publiqué nada y guardo hojas y hojas de garabatos y tachones de momentos pasados, de amores perdidos o de sueños robados. Inocentes, ingenuos, huidizos. Aquellos tiempos de dudas y confusión, de primeras veces de todo, de refugio literario, de introspección. A quién le iba a interesar todo eso si era lo más íntimo que poseía entre mis manos… Mi búnker de letras secreto. Todavía hoy, a pesar de llevar un año jugando al desnudo con este Cafetera y Manta público, guardo algunas letras sólo para mí, o como mucho para dos. Permítanme que aún custodie los vicios y las vísceras en un cajón.

No sé cuál es mi vocación ni si la tengo. Y no sé qué voy a ser de mayor, parafraseando a mis sobrinas. La vida me demuestra cada día lo cambiante y sorprendente que puede llegar a ser, aunque a veces nos sintamos tan desesperadamente inmóviles. Lo único que tengo claro es que escribir forma parte de mí desde que tengo uso de razón, igual que mi risa, mis lunares o mi mal despertar.

De pequeña me pasaba los días leyendo e imaginando… Hoy plasmo mis miedos, sueños y anhelos en papel. Puede que siga siendo esa niña, puede que no haya cambiado tanto.

 

La realidad es Aylan.

Puede que esto que escribo hoy me nazca demasiado de las entrañas, puede que no sea objetiva ni que sepa plasmar en estas letras la veracidad y la rigurosidad que como periodista debo tratar de conservar. Quizá no tengo todos los datos y mucho menos soy experta en el tema, pero si me atrevo hoy a escribir acerca de un asunto tan absolutamente dramático es porque ante todo, soy humana.

Y como humana me siento profundamente avergonzada de lo que está sucediendo en mi hogar, que es el mundo. Quien a estas alturas no sepa quién es Aylan o de qué hablo cuando me refiero a esta situación es que vive en otro planeta y le interesa muy poco lo que ocurra en el nuestro. Y lo que ocurre no es nuevo, por desgracia. Guerras siempre hubo, matanzas, crímenes, injusticias, dramas por doquier. Forma parte, supongo, de la condición humana o del curso de la sociedad. Y sin embargo me pregunto hasta cuándo. Hasta cuándo matarse entre hermanos o pelear por un trozo de tierra. Hasta cuándo bombardear ciudades enteras en nombre de un Dios u otro. Hasta cuándo destruir siglos de civilización de un plumazo. Hasta cuándo anteponer el negocio a la vida. Hasta cuándo mirar para otro lado.

Tras la publicación de la fotografía de Aylan tendido muerto en la orilla de una playa turca se ha reabierto el debate periodístico acerca del valor de la información. Eso me ha hecho recordar mis tiempos universitarios y aquellas clases en las que también debatíamos si era necesaria una imagen para apoyar una información o si se trataba de puro amarillismo. Ahora sucede lo mismo y la prensa está dividida. Muchos medios no han sacado la fotografía ni siquiera en páginas interiores, mientras que otros han decidido usarla en sus portadas, para escándalo de muchos.

Siempre fui muy crítica con el uso de según qué fotografías cuando éstas no aportaban más que morbo a una información de por sí ya comprensible sin ningún tipo de refuerzo visual. No me gusta el uso de los charcos de sangre para indicar que allí se produjo tal asesinato, por ejemplo, porque lo encuentro innecesario. Sin embargo, aunque detesto ver el hambre y la guerra mientras disfruto tranquilamente de mi plato de macarrones, entiendo que eso sí debe publicarse, porque sucede. La pregunta es ¿la fotografía de Aylan era éticamente necesaria?

Escucho voces que dicen que ya basta de repetir la misma imagen en todos los noticieros. Voces que se resguardan de la realidad porque les parte el alma. Y otras voces, entre las que esta vez y de forma casi impensable me uno, gritan que esa fotografía sí es absolutamente ineludible. Muy probablemente estaremos al día de la situación de Siria, de África, de Oriente Medio y del mundo en general sin tener que recurrir a imágenes tan crudas. Sabemos de las movilizaciones masivas, de los trenes que parten de Budapest con gente colgando de las ventanillas hacia un futuro mejor, conocemos el drama de las pateras en nuestras propias costas y el desgarro de pueblos enteros en el exilio. Somos conscientes de lo que existe, pero a veces nos aferramos al ojos que no ven, corazón que no siente, y de forma imperceptible nos sabemos inmunizados.

En cambio la foto de Aylan ha provocado una reacción. Y esa reacción, una movilización. Y de repente parece que despertamos del letargo y todos abrimos los ojos. Porque no concebimos que un niño de tres años perezca en la playa en la que debería de estar jugando. Ni que sus padres tuvieran que subir a un bote para buscar un lugar en el que simplemente poder vivir. Pero Aylan y su familia no son los únicos. Se contabilizan más de 3.000 fallecidos en lo que llevamos de año en el Mediterráneo y no es hasta ahora cuando escucho realmente a algunos políticos hablar con el corazón. Esos políticos que pueden dedicar madrugadas enteras a negociar nuevas condiciones económicas para Grecia, esos políticos que se refugian en Bruselas y que hacen de esta Europa vieja y desgastada su trinchera, tienen que reaccionar de alguna manera.

Si la fotografía de Aylan es cruda, más cruda es la realidad. Al fin y al cabo, no hay nada inventado en esa imagen. Eso sucede a diario aunque no lo veamos. Y los gobiernos pasan de puntillas por el tema de las migraciones y los refugiados, echando balones fuera y contando los kilómetros que los separan de las fronteras más conflictivas. Que se arreglen los países del sur con su mar Mediterráneo, que se arreglen los países del este con sus trenes aglomerados. Que se arreglen como puedan esos miles de seres humanos…

Espero que más allá del debate generado por esta fotografía y de echarnos las manos a la cabeza por ella, Aylan sirva de resorte para allanarle el camino a todos los que siguen luchando por alcanzar un lugar en el que vivir mientras huyen de sus casas, y para que tanto los gobiernos que se queman las pestañas negociando deudas como, sobre todo, los poderes fácticos que nos esclavizan sean por una vez algo más humanos. Soy consciente de que abrir las puertas de forma irresponsable y descontrolada tampoco es la solución, pero mucho menos lo es mantenerlas cerradas.

No olviden que un día Europa también tuvo que refugiarse de su propia guerra.

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