—¿Estás segura?
—Sí, hazlo.
Le sonrío con una mirada de aprobación frente al espejo. Me devuelve un gesto de asentimiento. Allá vamos.
La tijera se cuela entre mis cabellos, tímida primero, intrépida después. Los mechones comienzan a caer al suelo en un baile suave que me reconforta. Algunos me rozan los brazos con su cosquilleo, como queriendo acariciarme en última instancia, retenerse en mí seductores. Los aparto con cuidado, los dejo ir. Me observo la cabeza en su proceso, a medias entre el pasado y el futuro, sintiéndome como una niña aimara en su fiesta de la Rutucha, donde se les corta el cabello por primera vez simbolizando así su presentación en sociedad.
El ritual del corte del cabello no es exclusivo de las culturas indígenas de muchas regiones del mundo que lo toman como un acontecimiento sagrado desde hace milenios. El símbolo ha llegado hasta nuestros días modernos y occidentales como la materialización de un cambio, la necesidad de romper con la dinámica establecida y de dar paso a nuevas oportunidades, a lo que esté por llegar. Quizá por eso hoy pido una revolución entre tijeretazo y tijeretazo mientras divago.
Con mi melena dejo ir también las malas vibras, los sinsabores, las lágrimas, las cadenas que me atan no sé muy bien a qué ni a quién. Ya no más. Desecho los momentos amargos que no merecen la pena, todo aquello que no construye ni aporta. Rompo con quien ya ha roto conmigo con su actitud, agotada de remendar los lazos de los desplantes, del egoísmo, de la indiferencia y el desinterés. Cansada de sacrificar mis sueños, mis planes, mis deseos, y de tener que guardarlos en un cajón hasta que alguien más se decida a abrirlo cuando le convenga. Muy harta de anteponer a quien no me antepone y de verme relegada a esos rincones oscuros y callados que no merezco. Sé que una visita a la peluquería no solucionará mágicamente mis problemas, ni mis miedos ni mis dudas, pero ¿no puede ser esta una manera de representar el desencadenante de lo que durante meses se ha ido gestando en mí en silencio? Como la última gota que, aunque sea ligera y para otros carezca de importancia, es capaz de colmar un vaso al límite del aguante y el desbordamiento.
El pelo revuelto por el secador, mucho más corto ahora yendo de un lado para otro, me alivia. Me siento más guapa, segura y fortalecida, al contrario de lo que le ocurría a Sansón con sus siete trenzas. Salgo a la calle y me fundo con el sol, con los colores y el gentío. Todo me parece más brillante, más vivo. Incluso yo misma me percibo con una nueva luz. El aire fresco me sopla en la nuca, recordándome que la llevo al descubierto, desnuda. Me gusta la sensación de libertad que me recorre por la columna, bajando por todo mi cuerpo hasta mis pies, que caminan sin rumbo fijo pero decididos a cerrar un ciclo tristemente desgastado, mientras mi alma se abre valiente a todo lo nuevo que está por suceder.
Una mujer que se corta el cabello está a punto de cambiar su vida —Coco Chanel.