El viento de las castañas

Ya no era como antes, o puede que nunca fuera como creyó, pero el disfraz que le puso sirvió para disimularlo. Lo vistió de galantería, de diversión, de detalles. Adornó sus grietas y buscó entre sus cicatrices alguna que poder curar. Quería sentirse útil, necesitada, indispensable. Volcó en él afectos desmedidos, esperando, sin esperar, alguno de regreso. Los tuvo, quizá, aunque nunca de la misma manera, pero entonces eso no le pesaba. Asumió su papel sin quejas, guiada por la inercia de las emociones. Se fue vaciando poco a poco y no se dio cuenta siquiera de lo hueca que le temblaba el alma, hasta que un día no le quedó nada más que ofrecer y fue entonces cuando entendió que mientras ella regalaba un corazón, él solo tomaba una piel. Lo había dado todo, olvidando censuras, asumiendo condiciones y, sin embargo, seguía estando anclada al punto de partida, el mismo que siete años atrás la empujó al abismo.

Aquella noche de noviembre apenas hubo palabras, la humedad de sus labios al rozarse habló por ellos, cómplices en la ebria oscuridad. Surcaron sus cuerpos despacio, calibrándose el uno al otro por primera vez, deseando no poner límites, temerosos también de no hacerlo. Se dejaron llevar. Los descubrió la luz del mediodía envueltos en un abrazo distinto a los anteriores, desnudo de vergüenza, y no les importó. Tampoco hubo palabras bajo la sobriedad del sol, pero ambos sabían que ya nada podría ser igual, por mucho que lo pretendieran. Volvieron a verse tiempo después, y con ellos regresaron atrevidas las caricias, los besos, los susurros, el deseo. Un deseo que se desbordaba en cada encuentro, como si la confianza que iban construyendo entre sábanas revueltas y cafés recién hechos fuera un valor añadido jugando a su favor.

Sí, lo era. Las palabras que evitaron al principio poco a poco surgieron. Los afectos se hicieron notorios, las ganas por tenerse se incrementaron. Con el paso de los años habían llegado a crear su propio mundo, desconocido, único. Su búnker secreto, donde podían reír de lo más absurdo, confesarse los miedos y las ilusiones, quererse entre gemidos y sueños. Nadie invadía esa intimidad, nadie la podía juzgar. Tenían sus códigos, bastaban un par de miradas para entenderse, para encenderse. Y les gustaba. A él verla libre y sonrojada, a ella verle el brillo en la mirada.

A pesar de todo, una mañana, varios noviembres después, las lágrimas afloraron sin previo aviso desde lo más profundo de un dolor callado, partido. Como ellos. Regresaron los silencios de antaño, esta vez demasiado amargos. Resonaron los portazos que no dieron. Las emociones que antes hervían la sangre, fuertes y seguras, caían ahora lentas como hojas de otoño a sus pies. Ese búnker que los protegía incluso de sí mismos empezó a quedarse pequeño, y la magia de aquel secreto insolente los ahogaba por momentos. Lucharon por retenerse un poco más, es cierto, cada uno a su manera, anhelando piel o corazón. En un flemático combate de indiferencia fingida se fueron hiriendo orgullos y deshaciendo recuerdos. En realidad, ella, aferrada, todavía sentía que podían recuperarse abriéndole sin miedo las puertas a su cápsula de felicidad. Tan convencida de quererle, tan valiente por hacerlo… Sin embargo, a él no le interesaba eso tan loco, tan ciego. Se había acostumbrado a los relojes marcando impasibles rutinas y tiempos, mientras bailaban a escondidas compases sensuales sobre sus cuerpos. Era más cómodo, o quizá solo más cobarde, eso de ignorar los sentimientos.

Pero no para ella, tan intensa, tan pasional, siempre sintiendo de más… Hasta quedarse frágil y yerma, desterrada. Así se daba por costumbre, así decía siempre adiós. Recogió entonces los pedazos de amor que le quedaban, dispersos, rasgados, heridos, y se fue de la misma manera en que llegó un mes de noviembre, mecida por el viento de las castañas.

¡Se acabó!

Cantaba con fiereza María Jiménez allá por el 78 aquello de «¡se acabó! Porque yo me lo propuse…» como un grito de guerra contra la hartura de estar siempre, de ser siempre, de esperar siempre, de dar siempre. Contra todo lo que a todos nos ha hecho daño alguna vez, contra lo que hemos permitido queriendo y sin querer. Hasta que un día probablemente se miró al espejo y se dijo «se acabó». O quizá no, quizá fue sólo el estallido de una canción y no de un dolor, pero eso en realidad no importa porque quién no ha gritado más de una vez como ella un potente e irrevocable «¡se acabó!».

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Se acabaron las excusas que no llevan a ninguna parte. Las que nos ponemos a nosotros mismos por miedo, por vergüenza o incluso por pereza. Incluso esas excusas estúpidas que nos hacen tragar los demás y que aceptamos como buenas por no ponernos a pelear. Pues no, grítalo claramente: ¡se acabó!

Se acabaron las noches, los días, las tardes aguardando un movimiento en el tablero de la vida en la que ya no jugamos porque perdimos la partida, o quizá porque la ganamos. Ya no más arrastrar situaciones y sentimientos, ya no más cargar con resentimiento. No, grítalo bien fuerte: eso ¡se acabó!

Se acabaron las palabras mudas y el conformismo con lo que nos duele. A veces pensamos que es mejor dejarlo pasar, qué más da, no vayamos a crear un conflicto, no vayamos a molestar a alguien más. Pero callarse no conduce a nada así que no, eso tampoco lo hagas. Grita para que no se te enquiste el dolor y diles a todos que eso también ¡se acabó!

Se acabaron los cuentos chinos y las ventas de humo, los ni contigo ni sin ti, las intermitencias, las apariencias, los caprichos efímeros y los perros del hortelano. Adiós a la gente interesada que te busca como si todo, que te olvida como si nada. Que no, que no merece la pena, díselo bien alto: ¡se acabó!

Se acabaron las flagelaciones que nos imponemos y la aceptación de que si no nos piden perdón es porque bueno, quizá no era para tanto, quizá yo saqué las cosas de quicio, quizá yo me equivoqué. Deja de convencerte de que tú tienes la culpa del mal comportamiento de los otros, de su miserable personalidad, de su pésima condición humana. Claro que no, por tu bien asume que esto también ¡se acabó!

Se acabaron los mensajes a medias y las llamadas perdidas, las noches en vela, la angustiante espera, los nervios temerosos y las malas maneras. No más estar ahí la primera, no más ser la niña buena, no más permitir que las mentiras se conviertan en rutina y que los desprecios se arreglen con cuatro besos. Libérate de todo eso, plántate cara a ti misma y a tus sentimientos y repítete que eso y todo lo que no te aporta nada, ¡se acabó!

Se acabaron las malas caras, las lágrimas inmerecidas, las sonrisas heladas. Se acabaron las promesas vacías que tomamos como ambrosía porque de algo nos tenemos que alimentar el corazón y claro, mejor de palabras que de hechos, así de tontos nos pone el amor. Hasta que un día la balanza se equilibra para ti y te das cuenta de que eso ya no va contigo y vuelves a gritarlo: ¡se acabó!

Todos tenemos nuestros propios demonios y nuestras propias batallas, todos tenemos ese algo o ese alguien que nos hace volver, que nos hace caer. Esa debilidad mal gestionada o esa dependencia encadenada. Todos tenemos miedo a romper, a escapar, a lo incierto de dar un paso al vacío y de desligarnos de la costumbre o la comodidad. Nos repetimos «un poco más» porque confiamos en que algo cambiará, en que las piezas del puzzle en algún momento encajarán y así vamos viviendo el día a día, con fingida felicidad. Pero cuando una situación resta más energía de la que aporta y eso se prolonga en el tiempo no queda más remedio que emular a aquella María Jiménez del 78 y con la voz desgarrada de coraje y razón gritar que no, que ahora ya sí… ¡Se acabó!

 

El otro lado del amor

Primero dolió. Le ardió la decepción en el pecho como un aguijonazo de fuego. Le faltó el aire, creyó desvanecer.

Lloró. Derramó aquella noche lo que nunca antes había podido llorar, con más rabia que pena.

Escupió. Aborreció el veneno que había tragado por ambrosía durante años, maldito estafador.

Peleó. Atacó con ira su frialdad, impuso la vehemencia sobre la cordura, se intoxicó de sinrazón.

Odió. Detestó el desdén que acompañaba cada uno de sus desaires, de sus infames y soberbios silencios.

a5e1f5f96ee32063229eac2f5133aa7eLuego preservó. Se protegió de la melancolía manteniendo la distancia, batalló el miedo con rutina, pero de poco le sirvió.

Sacrificó. Desterró cualquier afecto al rincón más vacío de emoción, hueco de pasión, yermo de sentimiento.

Y al final lo mató. Lo arrancó de su alma, lo cegó de su memoria y lo sepultó lejos de ese corazón mancillado y herido, en carne viva, vomitando desamor.

 

 

 

 

La despedida

¿A quién le gustan las despedidas? A mí no, desde luego no soy buena con ellas. Diría en realidad que soy pésima gestionándolas emocionalmente aunque suela hacer de tripas corazón más por orgullo que por creencia. Y eso que las he tenido de todos los dolores, pero no me acostumbro, y no las soporto, aunque acostumbro a lucir la coraza en su máximo esplendor.

Decir adiós duele, sea cual sea el contexto, desde el más infantil hasta el peor de ellos. Duele incluso sabiendo que tras esa despedida llega algo similar a una liberación. Aunque deseemos decirlo, el miedo a ese instante de vacío, duele. Duele porque probablemente le rompemos el corazón al de enfrente o porque nos remendamos el nuestro como podemos, sin saber y sin querer.

Decir adiós tampoco es fácil cuando necesitamos (o creemos necesitar) seguir en ese bucle que nos marea, confunde y a la vez nos divierte. Ese bucle que cronometra los ratos buenos y convierte en letanía los malos pero que todavía no los desequilibra lo suficiente como para zanjarlos. Esa especie de limbo emocional que engancha y desespera, pero que cuesta mucho dejar.

Duele cuando nos dicen adiós, como un calambre interminable que te sacude entera y te hace literalmente flaquear. Eso duele el doble y da más miedo. Más vacío, más incertidumbre, más porqués sin aliento. ¿Y qué hay de los portazos en silencio? Sin palabras de consuelo, sin explicaciones de por medio, sin tiempo siquiera, y sin ganas de hacerlo. Esas despedidas cobardes te atraviesan de verdad.

Duelen las despedidas en los aeropuertos pero más en los hospitales. Duelen las noches que no se duermen sin la compañía de los que amamos. Duelen los duelos y las miradas al cielo. Duele despedirse de quien no volveremos a ver jamás. Incluso duelen los inocentes «nos vemos pronto», las promesas inseguras, las grietas en las amistades, los «estamos en contacto» mentirosos sabiendo que si no eres tú ellos no lo harán. Duelen los mensajes convertidos en humo y el alma cansada de inquietud cuando ya no puedes ni respirar.

Te prepoema despedidaguntas si vale la pena siempre tirar de la madeja que te deja cada dos por tres pendiente de un hilo con tu familia, con tus amigos, con tus amores y tus amantes, celando y recelando las idas y venidas. Queriendo ganar sin tener que sufrir, balanceando el columpio entre lo que está bien y lo que está mal. Y es entonces cuando te planteas la despedida final, la ruptura, el cortar por lo sano, el partir sin mirar atrás. Pero todavía no lo asumes y te resistes porque a veces, como escribió el genial Buesa, decir adiós no es sinónimo de olvidar.

Y el miedo a la pérdida sin retorno siempre duele mucho más.

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