El hombre del café

Es un hombre cualquiera. Se sienta cada día a la misma hora en el mismo rincón del bar de siempre. Pide un café con leche y lo acompaña de una ensaimada pequeña a veces, de un bollo suizo otras. Nunca utiliza más de medio sobre de azúcar para endulzar su café y mientras lo remueve haciendo tintinear la cucharilla despliega el periódico para leer los titulares de la portada. Después pasa a la última página y desde ella va avanzando en su lectura, de atrás hacia adelante. Lo lee todo: política, ciencias, divulgación, entretenimiento… Le gustan los artículos de opinión y a veces se le puede oír murmurar su desacuerdo. Pero donde más se demora es leyendo las noticias deportivas, reteniendo partidos y resultados en su privilegiada memoria a pesar de su avanzada edad. Y supongo que por aquello de la edad tampoco deja una esquela sin leer. Nunca he entendido esa afición que tienen los mayores a detenerse en la página de las defunciones, no sé qué esperan encontrar, si el fallecimiento de algún conocido o el alivio de que todo sigue igual.

b5127a62882a11e3838512aaa8e0901e_81_2018-03-26_15_10_59A simple vista parece un hombre más pasando la mañana con su café y su diario. Pero a mí me gusta observarlo. Ver su reflejo en la ventana cuando el sol de las 11 da de lleno en su rincón. Verlo fruncir el ceño, molesto por tanta luz. Verlo ajustarse de vez en cuando las gafas, más por inercia que por necesidad. Verlo apretar los labios cuando algo le indigna o sonreír relajadamente si la lectura le satisface. Me gusta pensar que es un hombre feliz en su sencillez. Que la rutina no es impuesta sino escogida y que llegados a cierta edad estar vivo y estar bien es más que suficiente. Al menos eso pienso yo viéndolo desde el otro lado del bar, como quien ve los toros desde la barrera, llena de vitalidad y con mil proyectos en la cabeza.

A veces cuando lo observo trato de imaginar cómo debió de ser en su juventud. Le pongo cabello a una cabeza ahora casi totalmente despoblada y le tiño de azabache las canas que le surcan como ríos de plata las sienes. Busco en sus ojos el brillo que una vez debió de tener, ahora convertido en acuosidad. Esos ojos pequeños y oscuros, ¿qué habrán visto? Quisiera por un momento meterme en ellos y echar para atrás como si de una cinta cinematográfica se tratara. Regresar con él a su niñez y ver a través de su inocencia el horror de una guerra civil que dejó marcas profundas en la historia. Sentir sus miedos disfrazados de ingenua alegría y entender mejor a una generación que todavía vive con la angustia de que algo así se pueda repetir siempre que la sociedad se torna un poco convulsa. Quisiera acompañarlo en su adolescencia y dar con él sus primeros pasos hacia una juventud mucho más temprana que la nuestra, mucho más madura, mucho más responsable e implicada. Intento descifrar si fue un revolucionario o un conformista. Si sufrió en un bando o en el otro. Dónde le tocó estar y cómo fue su entorno familiar en aquellos años beligerantes y de posguerra. Busco en el surco de sus arrugas respuestas, como si de un mapa del tesoro se tratara, como si ellas pudieran contarme lo que su memoria custodia y su voz calla.

Me fijo en la alianza que adorna su dedo anular izquierdo y asisto a su enlace como una invitada más. Aquella boda no tiene nada que ver con las de ahora. Pocos invitados, poca parafernalia. Pero mucho, mucho amor. Amor del que cura y cuida, del que no desfallece al primer contratiempo, del que lucha y rema, del de verdad. Nunca he visto a su mujer, nunca lo ha acompañado al bar, puede que ya no esté… Pero ese anillo me dice que aunque ella se haya ido siempre permanecerá. Seguramente vivieron un amor de esos de «a Dios pongo por testigo» y para toda la vida, eso es al menos lo que románticamente me gusta pensar. ¿Tiene hijos? ¿Cuántos? Quiero creer que es un buen padre, aunque probablemente fue como todos los de la época: rígido, poco dado a mostrar sus sentimientos, en cierta manera alejado e independiente pero siempre dispuesto a dar un buen consejo. Un padre de esos que generan más respeto que confianza, un padre de los de antaño. Y seguramente ahora es un abuelo mucho más complaciente, flexible y afectuoso de lo que fue con sus hijos en la infancia. Un abuelo que ve en sus nietos la esperanza de un futuro mejor, de ser lo que él nunca fue, de alcanzar los sueños que los más mayores de nuestro país vieron truncados.

No sé a qué se habrá dedicado profesionalmente, si habrá tenido muchos empleos o uno de esos en los que la gente empezaba de botones y terminaba siendo directivo. No sé si tuvo la oportunidad de estudiar algo más que los estudios primarios pero mientras lo observo concentrado en su diario sé que es un hombre inteligente e interesado por el mundo que le rodea. Curioso, perspicaz. Dado más al silencio que a la palabra. Rumiante de ideas y opiniones. Justo. Recto. Destila ese halo de seguridad en sus movimientos como si quisiera retarle al tiempo, como si el temblor en sus manos y la tos seca no fueran con él, como si las arrugas no delataran años, como si la vida no tuviera fin. Me gusta ver cómo apura su café, frío ya de tanta lectura. Cómo dobla su diario, se ajusta la boina y saluda al encargado con un escueto hasta mañana Manuel. Y mientras yo espero que mañana nada cambie y pueda volver a encontrarlo en su rincón de siempre, él, ajeno a mis pensamientos, sale del bar con pasos cortos, las manos en los bolsillos y el periódico perfectamente custodiado bajo el brazo.

 

 

 

La mujer adúltera (3)

7c8ff743780ba9ded956844deeaffb9fAl día siguiente Tina se levanta antes de que suene el despertador, a eso de las 6.30 a.m. Su marido duerme tranquilo de espaldas a ella, roncando acompasado. Sin encender luces, tan sólo con la tenue claridad que empieza a asomar por la ventana, Tina rebusca en la bolsa de deporte que anoche escondió al fondo del armario las bragas y el sujetador de encaje usados y los lleva sigilosa a la lavadora. Por suerte su marido no se encarga de estos menesteres ni se fijará siquiera en el tendedero. O al menos eso cree ella. Puesta en marcha la maquinaria, aprovechando la colada que tenía acumulada de días, el conjuntito se enredará entre la demás ropa borrando cualquier olor a traición. Continuar leyendo «La mujer adúltera (3)»

La mujer adúltera (2)

7c8ff743780ba9ded956844deeaffb9fEsa noche cuando Tina regresa a casa los niños ya están bañados y se terminan la cena enfundados en sus pijamas. «Casi a punto de irse a dormir, menos mal», piensa Tina. Se acerca a su marido y le roza los labios en un beso casi al aire, mientras él continua atendiendo las demandas de sus hijos, batallando con el postre que ninguno de los dos quiere probar. Su madre apenas les hace una caricia en el cabello a cada uno y se pierde por el pasillo hasta su habitación. Deja el bolso encima de la cama, el abrigo en el perchero y los zapatos bajo la cómoda. Guarda la bolsa de deporte en un rincón de su armario, su marido nunca registra sus cosas pero prefiere reordenar la lencería usada cuando él no esté en casa.

Mientras se desviste escucha a los niños corretear por el pasillo, siempre la misma actividad después de cenar, como si les dieran cuerda justo antes de irse a dormir. Sonríe levemente y envolviéndose en su bata sale a buscarlos para intentar devolverles la calma de nuevo. El pequeño, de 4 años, se agarra a las piernas de su madre para protegerse de su hermano, que a los 6 sólo le interesa jugar a caballeros y ve en él un blanco fácil de derrotar. Tina intenta zanjar la improvisada batalla haciéndoles cosquillas mientras los guía hasta el sofá. «Un rato acurrucada con ellos me hará bien», piensa. Prefiere eso a tener que acurrucarse en los brazos del hombre al que acaba de engañar una vez más.

Pasa canales hasta que los niños se ponen de acuerdo en qué ver y se abrazan a su madre a la que, sin saberlo en realidad, algunas veces echan de menos. Es en estos momentos en los que Tina cierra los ojos y huele el dulce aroma de sus niños junto a ella, buscando sus mimos, cuando siente el arañazo más doloroso de su fingida realidad.

Cuando se da cuenta de que se ha adormilado en el sofá su marido ya se lleva al mayor en brazos a la cama. Tina apaga la televisión, y tras ir a besar a sus hijos deseándoles en silencio buenas noches, se mete en la ducha por tercera vez este día. Ajeno a todo, su marido prepara algo de pan con tomate y embutido para cenar sabiendo bien que su mujer los jueves, tras un largo día de guardias en el hospital, apenas prueba bocado cuando llega a casa. Mientras tanto, Tina se deja mecer por el agua hirviendo que le recorre la piel en un intento vano por deshacerse de cualquier aroma que no sea únicamente de ella. Pero por mucho que se frote, que se enjabone, que se inunde, nunca termina de sentirse despojada de la pasión que horas antes la envolvía. Y con ese recuerdo palpándole de nuevo las entrañas la ducha se convierte en un ritual eterno, la humedad que empaña la mampara es proporcional a la suya propia, y el vaho que cubre el espejo bien podría ser como el aliento de su amante mientras horas antes la embestía con rudeza.

Se envuelve en su albornoz y mientras rebusca en los cajones de su dormitorio un pijama limpio para ponerse, su marido se acerca preguntando si después de cenar quiere ver una película o… Tina está desnuda, de espaldas, vistiéndose ajena a su presencia. Él se queda en silencio observándola, tan esbelta, tan sensual, tan distante… Tiene ganas de abrazarla, de caer con ella en la cama riéndose de todo y por nada, de hacerse cosquillas como cuando la rutina aún no les había roto el amor. «La rutina, o lo que sea…», piensa él.

Para cuando Tina se da cuenta de que él la estaba observando ya no hay nadie en el umbral del dormitorio: su marido cena tranquilamente viendo las noticias, como de costumbre. Con aire cansado ella se sienta a su lado en el sofá y por fin le pregunta qué tal estuvo su día. «Mucho trabajo, como siempre», contesta él, parco en palabras. «Yo igual -responde ella- ya sabes cómo son los jueves». Él la abraza, atrayéndola hacia su cuerpo y besándole la frente, sabiendo muy bien que últimamente ese es el gesto más cómplice que pueden compartir. Perderse en una película sin mediar más palabras, callando los pensamientos y ocultando los sentimientos. Al fin y al cabo el triste conformismo les funciona, y ya hace tiempo que los dos saben bien cómo son los jueves.

 

 

 

 

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