Al abismo de un latido

Miedo. Aunque no fue lo único que sentí aquella noche, la sensación de miedo es la que más recuerdo, y la que más me atormenta. Miedo y mucho, mucho frío.

Nos miraron con cierta condescendencia y murmuraron un «son ellos» que a ninguno de nosotros se nos escapó. Se acercaron lentamente rompiendo una distancia que a mí se me hizo gélida. Me fijé en sus batas blancas, en lo jóvenes que eran, en sus caras de preocupación y esa típica inseguridad de quien teme anunciar un trago amargo por el que otro tendrá que pasar. Quise despertar en ese momento de aquel terrible mal sueño. Pero no pude.

—¿Son los familiares de…? —Dejaron la frase en el aire ante nuestra necesidad de premura. Claro que éramos nosotros, por increíble que parezca en ese momento en Urgencias no había nadie más.

—¿Están todos? —La pregunta me atravesó la garganta robándome la respiración. Y qué necesitados de oxígeno estábamos esa noche…

Apenas unas horas antes la vida fluía tranquila en su rutina. Había sido un día de lo más normal. Teníamos planes para el día siguiente, y para la próxima semana. Hablamos de temas triviales, comentamos las noticias de las nueve mientras cenamos, reímos por alguna tontería, quizá incluso perdiera un poco la paciencia también. Nada hacía presagiar entonces que un momento después se nos quebraría el corazón.

—Sí, sí, estamos todos… —balbuceamos tras las mascarillas, asintiendo con la cabeza para reforzar la respuesta por si acaso no nos salía la voz. El nudo en el estómago me ahogaba, las rodillas a duras penas me sostenían. Seguía sin poder despertar de aquella pesadilla.

Estado crítico. Ventilación asistida. Sedación. Horas vitales. Gravedad. Haremos todo lo posible. Estén preparados. Oxígeno. Situación muy justa. Riesgo. Hay que esperar…

Palabras que se me clavaban en la sien para volverse luego extrañamente lejanas, como si fuera un rumor entre la niebla amortiguado por mis propios pensamientos queriendo negar la realidad, tratando de entender cómo era posible que estuviéramos allí reunidos a las dos de la madrugada.

Después de cenar lo habíamos oído toser. Una tos tranquila y esporádica, nada que hiciera saltar las alarmas. Sin embargo, preferimos comprobar que todo estaba bien, es lo que tiene preocuparse de alguien a quien quieres. La tos se convirtió en asfixia en cuestión de segundos. Diez minutos después, cuatro médicos trataban de estabilizarlo en su propia cama antes de poder trasladarlo al hospital mientras él, inconsciente, se aferraba a la vida con una fuerza tremenda.

Al caos del principio le siguió una sucesión de horas lentas, eternas y amargas. El frío de los pasillos solitarios me calaba los huesos mientras un sudor extraño me erizaba la piel en cada escalofrío que me recorría el cuerpo, aunque yo creo que más bien eran quejidos del alma. Luché contra todos los pensamientos negativos que se colaban en mi mente, los desterré asustada y rabiosa. No quería pensar en eso, no quería tentar aún más a la suerte ni adelantarme a unos acontecimientos para los que no estaba, ni estoy, preparada. Como si de alguna superstición se tratara, rechacé cualquier pesimismo en una cruenta batalla contra mí misma.

Busqué consuelo en los últimos momentos juntos confiando en todos los que vendrán. Recordé su cumpleaños celebrado solo cinco días antes con toda la familia, y la felicidad que significa verlo sonreír, brindar, contar chistes, desesperarse con el fútbol, disfrutar con una buena mesa, tararear las canciones de siempre, salir a pasear, apuntarse a un bombardeo… Me agarré a la esperanza, que definitivamente es lo último que se pierde, para poder escapar de un laberinto de dolor y ausencia que me mareaba en aquella calma mentirosa. Le rogué a ese Dios que a veces olvido, a la ciencia y al destino, que no me arrebatara esa noche a mi padre.

Y cuando al fin sus latidos se acompasaron de nuevo, sentí que lo hacían también los míos.

No estás loca

¿Qué se siente cuando ni siquiera sabes lo que sientes? Cuando solo los síntomas físicos de tu cuerpo son los que te mandan señales, pero ¿señales de qué? De alerta, de tensión, de tristeza. Se te agarra un nudo en el estómago que te impide probar bocado, se te revuelven las tripas como si fueras a examinarte a vida o muerte, o estuvieras constantemente esperando una mala noticia. Intranquilidad, quizá se puede definir así. Desasosiego también. Pero ¿por qué? ¿Cómo lo controlas, lo superas?

De repente te ves apretando la mandíbula sin querer, como conteniendo algo que no toleras, que no aceptas, o que no quieres dejar ir. Y te dices a ti misma que eso es justo lo que debes hacer, aunque lo cierto es que no sabes ni qué decir entre todo ese denso vacío que te envuelve. Sí, que ahora cualquier cosa te hace llorar, que tus niveles de sensibilidad se han vuelto exagerados, que no te reconoces entre tanto caos porque tú no eras así, nunca te habías visto tan frágil y debilitada. Claro que antes lloraste hasta quedarte dormida, cuando te rompieron el corazón o decidiste romperlo tú. Claro que te has sentido perdida otras veces, indecisa, temerosa ante lo incierto. Sin embargo, ahora todo eso te supera, lo que antes estaba bajo control ahora se ha convertido en una bola gigante que te aplasta y que ya no puedes manejar, porque llevas demasiado tiempo pudiendo, demasiado tiempo aguantando, demasiado tiempo intentándolo.

Y así un día, sin más, tu cuerpo ya no solo te da toques de atención que ignoras, ahora decide colapsar, hacerte caer en picado, enfermarte sin motivo aparente para el resto de los mortales. Cómo explicar que tras las sonrisas sinceras se esconde también un abismo profundo que estalla en soledad. Cómo justificar que, aunque el día pase bien y de verdad así sea porque objetivamente no hay nada que lo tuerza, tú llegas a tu cama por la noche como si hubieras librado una batalla. Quizá lo has hecho, contra ti misma, contra todos tus demonios, y piensas mañana será otro día. Puede que al día siguiente tengas más energía para hacer cosas, y charles más, y quieras tomar un café con alguien o arreglarte para salir a pasear, y entonces los demás piensen ya está, ya se le pasó el bajón, mírala qué guapa va, tan sonriente, cómo coquetea, qué ganas tiene de disfrutar. Pero tú sabes que el bajón no se pasa así, porque no se trata solo de un mal día. No se trata de nada en realidad, o ya se trata de demasiado.

Hubo un detonante, o quizá ni eso siquiera, o no eres consciente, o sí. Depende de cada cual. A veces es nada más y nada menos que un cúmulo de circunstancias, de expectativas, de ilusiones, de metas, de sueños… Que te rozan los dedos y que siempre terminan por escapar, dejándote con esa sensación amarga y tan cruel que te recuerda que por mucho que te esfuerces nada se queda contigo, como si tú no merecieras la pena. De forma sibilina se instala en ti el fracaso, la duda, la pérdida, el dolor, la desolación… Y ya no sabes cómo lidiar con todo eso que te baila en la mente y te retuerce hasta la asfixia el corazón.

Entonces tienes que pararte y pedir ayuda. Y no, no estás loca por hacerlo.

Recuerda que la salud mental es salud, no debería ser un estigma social y mucho menos un privilegio. #Díamundialdelasaludmental #cuídate

724

724. Setecientos veinticuatro. Esa es la cifra de la vergüenza que ayer nos arrojó Sanidad. Un recuento de datos que, al principio, cuando todo esto de la pandemia no hacía más que empezar, nos alarmaba con mucho menos. Un solo muerto era una catástrofe, un indicador de que algo no iba bien. Después llegaron diez más, y cincuenta, y cien. Se empezaron a sumar por centenares y nos refugiamos en casa: el virus era letal. ¿Y ahora? Ahora ese 724 se inmiscuye en nuestras vidas por las rendijas del desinterés, como si nos hubiéramos acostumbrado a que esto es así, y no se puede evitar. ¿De verdad?

Parece que estamos inmunizados ante el aluvión de información que nos invade desde hace casi un año. Es como si, mentalmente, le hubiéramos cerrado el paso a la desgracia, restándole dolor, vistiendo de egoísmo la empatía que en primavera mostramos hacia el prójimo cuando en la comodidad del hogar nos asomábamos en tropel a aplaudir desde nuestro balcón. Dijeron que de esta saldríamos mejores, tuvimos un subidón de adrenalina, de optimismo, de fe. El parón se nos presentó como una oportunidad para llevar a cabo los cambios que íbamos postergando, cada cual a su manera en lo personal y en lo colectivo. Convertimos en héroes a los sanitarios, a esos que durante años se les desoyó en todas sus peticiones. También a todos aquellos trabajadores esenciales que no pararon, porque no podían, y se arriesgaron a una exposición extrema con tal de hacer que esto, nosotros, siguiéramos adelante. La primavera pasada parecía que éramos conscientes de lo que sucedía, pero ahora me doy cuenta de que no. Aquella loable actitud que nos invadió fue un simple espejismo, un resultado fruto de unas circunstancias extremas y extrañas que no conocíamos. Pero, ¿qué hemos aprendido como sociedad? Nada.

724 no es un número, aunque a muchos se lo parezca. Setecientos veinticuatro son las vidas que ayer, de golpe, dejaron de ser. Son familias rotas, futuros truncados, esperanzas mutiladas y sueños robados. Son hijos que quedan huérfanos, y abuelos que terminan solos en el más triste de los ocasos. Seguramente también hay padres y madres despidiendo en contra de la naturaleza a un hijo sin el consuelo de un mísero abrazo. Pero es que no son solo ellos. Son además los 59.805 fallecidos oficiales que llevamos, más los treinta mil que desvelan las estadísticas pero que no cuentan para el gobierno porque carecían de diagnóstico vía PCR. ¿Y qué? Es tan sencillo de calcular como recopilar los datos medios de defunciones anuales y ver cómo en 2020 se dispararon todos los parámetros. Ahí es donde reside la cara más cruel del COVID-19.

Y este año ha empezado de la peor de las maneras, aunque no creo que nadie pueda decir que esto no se veía venir. A alguien se le ocurrió que había que salvar la Navidad, y ningún dirigente tuvo el valor necesario para obligar el cerrojazo y prohibir las reuniones familiares y de allegados, porque aquí es así como funcionamos: a golpe de pito y bajo amenaza de multa. Y a veces ni por esas. Pues por querer salvar el día de Nochebuena conozco a gente que lleva un mes intubada en una UCI y con pronóstico grave. Desde las altas esferas nos pasaron la pelota de la responsabilidad a los ciudadanos con un guirigay de reglas, horarios y excepciones. Los médicos se cansaron de advertir del colapso hospitalario que vendría, pero los comerciantes y hosteleros también lo hicieron de su ruina. ¿Quién prima sobre quién? Al final los políticos nos dejaron hacer, apelando al sentido común que tan poco común es, y muchos se pusieron la venda en los ojos creyendo que con nuestros seres queridos estamos realmente a salvo. Que brindar ahora con un amigo no es correr ambos un riesgo o que la familia está por encima de cualquier ataque virulento que pueda llegar, como si los lazos afectivos fueran la vacuna perfecta. ¡Ay! Es tan humano eso de pensar que a uno no le va a pasar… Pero pasa. Y después de lo visto en las fiestas navideñas queda de manifiesto que no sabemos funcionar sin que papá Estado nos lleve bien sujetos de la mano. Somos como esos niños rebeldes que no aceptan ayuda ni consejos, pero que cuando caen al suelo lloran desconsolados implorando a su madre porque no se saben levantar. El desastre se agrava cuando el papá Estado que nos ha tocado tampoco tiene ni idea de cómo gestionar ni esta crisis ni ninguna y claro, así nos va.

No basta con decir que parece que el número de contagios ya está descendiendo si cada tres minutos se registra un positivo en este país, ni tampoco es suficiente escudarse en que la incidencia disminuye diez puntos cuando marcamos registros de más de 800. Este tipo de noticias lo único que consiguen es mandar un mensaje equivocado de tranquilidad enmascarada y promover que la gente se relaje porque «parece que esto ya va a mejor». Estamos todos muy cansados y nos queremos agarrar a un clavo ardiendo para podernos relajar, pero creo que no es precisamente un acierto querer hacer pasar por buenos unos datos que en absoluto lo son, y distan mucho todavía de serlo. Ayer fueron setecientos veinticuatro.

Lo que me aterra de verdad es que, con la situación que estamos padeciendo, con el agotamiento emocional, moral, mental que sentimos… Con la desazón, el miedo, la incertidumbre, el desconsuelo que nos embarga… Con todo, todavía haya gente con voz y voto insinuando que ahora lo que toca es salvar la Semana Santa. No, perdonen, lo que hay que salvar son vidas y poner todo el empeño en ello. Estas setecientas veinticuatro personas y tantas miles más no dejan de retumbarme en el alma y, como a mí, a todos aquellos que todavía conservamos algo de sacrificio y responsabilidad.

Abrazos robados

Vienen malos tiempos otra vez, tiempos duros, aunque en realidad nunca se fueron. El consuelo del verano, del clima agradable y de la cierta manga ancha que nos dieron desde las instituciones palió, de alguna manera, esa sensación de ahogo y resignación que sufríamos desde que el catorce de marzo se declaró el estado de alarma que nos confinaba a todos en casa. Nunca habíamos vivido algo así, ni siquiera lo podíamos imaginar (incluso ahora sigue pareciendo en muchos sentidos irreal). Aquel sábado por la mañana todos los españoles estuvimos pegados a la televisión asistiendo, entre el desconcierto y el temor, al anuncio presidencial de lo que iban a ser las siguientes semanas. Porque sí, iban a ser unas semanas…

En el imaginario colectivo la llegada del verano se presumía como el fin de todos los males, así que optamos por verle el lado bueno a una primavera diferente rescatando los juegos de mesa y horneando pasteles, recurriendo a las videollamadas para compartir una cerveza virtual con familiares y amigos, queriendo convertir el encierro obligado en una oportunidad para estar con nosotros mismos y nuestros convivientes de una manera en la que la vida, tan ajetreada siempre, no nos permitía estar. El mundo se había detenido, literal. La naturaleza respiró y nosotros con ella; las relaciones que debían fortalecerse lo hicieron y las que ya venían agotadas, empezaron a morir en los silencios prolongados. La escala de valores se reajustó para entender que lo que cuenta suele ser lo más ordinario, justo lo que acostumbramos a olvidar, lo que damos por hecho. Aplaudíamos a las ocho cada tarde como un ritual cargado de ánimo, recuperamos el sentido de comunidad y parecía que lográbamos empatizar con el sufrimiento ajeno. Dijeron que de esta saldríamos mejores…

Llegó junio con su desescalada exprés y las prisas por vivir, por retomar todo aquello que se interrumpió en marzo, atenuó las medidas de seguridad que hasta entonces habíamos mantenido con talante férreo. Salimos como toros de los toriles en cuanto nos abrieron la veda, y tristemente demostramos que eso de la responsabilidad ciudadana no es un bien tan común como sería deseable. El verano no fue el bálsamo esperado, aunque en las noticias se afanaban por hablar de turismo seguro para intentar salvar la economía, y muchos aprovecharon para disfrutar de las vacaciones mirando hacia otro lado.

Ahora el otoño nos devuelve el bofetón de la irresponsabilidad mantenida con creces. El sistema sanitario está al borde del colapso de nuevo y las cifras de contagios y fallecidos no dejan de aumentar cada día. Suenan campanas de confinamiento severo otra vez mientras vamos jugando al despiste con el toque de queda y algún cierre perimetral. Es desolador ver cómo se vacían las calles, cómo se bajan las persianas de la cultura, del comercio, de tantos negocios, cómo se duerme la vida… Qué bella palabra, por cierto.

Sin embargo, la vida no es solo reunirte con tus amigos en el bar de la esquina, o viajar en vacaciones, o perderse sin rumbo un fin de semana, o salir sin tener que mirar ni el reloj ni con quién cualquier madrugada. Que también, y lo echamos de menos, y cuesta acostumbrarse a la monotonía que impera y desespera. Mucho. Pero lo que rompe de verdad el alma no es la restricción a la movilidad y al hacer lo que nos dé la gana en todo momento, aunque algunos se tomen esta pérdida temporal de libertad como un castigo caprichoso. Lo que en realidad te rasga hasta las entrañas es la restricción a las emociones. Cuando un arrumaco es sinónimo de peligro, cuando un beso puede ser una trampa mortal, cuando estar con tu gente supone un riesgo para la salud… Surge el miedo, la incertidumbre, el deseo contenido, cierta culpa y una tremenda impotencia. Querer y no poder, no deber. El sacrificio de proteger y protegernos lidia con la necesidad humana de tenernos. Sabemos que es preferible así, que ahora es lo correcto, pero sentimos que así no se puede vivir, no tanto tiempo. Nos falta la vibra de los nuestros, esa que no llega a través de las pantallas a pesar de regalarnos las mejores sonrisas, esa que nace franca en la cercanía, en el contacto, en la mirada. El calor de verdad, el matiz de la voz al natural, el gesto cómplice, una caricia espontánea. Al fin y al cabo, la vida, el amor, lo que merece la pena, se teje suave entre besos y abrazos. Y esta pandemia es tan inmensamente cruel que nos los ha robado.

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