Dice el refranero popular que «a quien Dios no le da hijos, el Diablo le da sobrinos». Aunque el origen de esta frase se remonta al interés que antiguamente generaba aquel tío que quedaba sin descendencia y cuya herencia se disputaba entre los sobrinos que le mostraban afecto por simple provecho, hoy en día la utilizamos para referirnos al afecto e incluso a las responsabilidades que obligatoriamente conllevan los sobrinos, esos niños que tú no has decidido tener pero que llegan para formar parte de tu núcleo familiar y por tanto de tu vida lo quieras o no. ¡Y vaya que lo forman!
Es cierto que tú como tío o tía no influiste en su llegada ni llevan más de ti que cierta carga genética por un lazo consanguíneo más o menos fuerte. Y sin embargo, aunque no son de ti, una vez los tienes ya no puedes imaginar vivir sin ellos ni recuerdas cómo era todo antes de su llegada.
A mí Dios, la vida, el tiempo o las circunstancias todavía no me han dado hijos pero el Diablo ya me ha regalado ocho sobrinos. Ochos maravillosos soles que iluminan hasta los rincones más sombríos del alma y que le dan felicidad hasta a los momentos más dolorosos con una simple sonrisa. Mis niños son lo más bonito de este mundo, pero sé que todos diréis lo mismo, y con absoluta razón. Los que todavía no tienen a esas personitas revoloteando alrededor ni saben del sentimiento que generan siendo tan diminutos incluso desde antes de nacer a veces me preguntan a cuál de ellos quiero más, como si el amor se pudiera elegir o cuantificar. Imposible. Cuando nace el primero crees que siempre será él, o ella. Pero cuando nace el octavo y el amor sigue siendo el mismo entiendes que pocas cosas en la vida puede haber tan puras como ese tipo de sentimiento tan infantil como auténtico.
Hoy no escribo un artículo ni un relato al uso, hoy me apetece escribir en calidad de tía, o mejor dicho de «tita», por y para ellos.
Alex: el primero, el mayor, el que nos revolucionó a todos con su llegada. El único bebé de la familia durante tres años, el consentido. Preadolescente ya, a días de cumplir 12, introvertido, independiente, prudente. Culé que me rivaliza con argumentos y me provoca con cánticos, se ruboriza si le pregunto por niñas a las que (dice) que ni siquiera presta atención (todavía).
Mireia: la primera niña, de rasgos dulces pero carácter fuerte. Empática y atenta a las emociones ajenas, hogareña y a la vez atrevida para probar cosas nuevas y forjarse así sus gustos y opiniones. Absolutamente sincera en sus críticas y halagos, danzante, mimosa y terca, mi pequeña leona.
María: mi otra nena, rabo de lagartija, inteligente, hábil, rápida. Charlatana, cantora y expresiva, de enormes ojos negros y despiertos. Preguntona, memoria de elefante, observadora, protectora.
Javier: tímido y responsable, hoyuelos pícaros y ojos inmensos e inocentes. Futbolero al máximo. Trabajador pacífico, no busca bronca pero tampoco le pises su terreno: colérico de cinco minutos, gato manso después.
Eric: el inventor de travesuras legendarias desde que empezó a caminar. Curioso, intrépido, noble, sentido. Persistente en sus objetivos, extrovertido, cariñoso y adulador. Conquistador nato, muy difícil decirle que no.
Alejandro: entre futbolista y pescador. El que me enseñó a ser mamá sin serlo, amoroso, tranquilo, imaginativo, pensativo y cuestionador. Niño bonito que a veces parece sacado de una película por su forma de hablar, preguntar y ser. «¿A que sí, tita?» Adora a los superhéroes y claro, también a su papá.
Pablo: risueño y feliz. Un guerrero nato que me enseña la importancia de lo que de verdad cuenta: las pequeñas cosas, una sonrisa y un abrazo. Y sobre todo, el ahora. Divertido, bailongo, marchoso, expresivo, efusivo, entusiasta. Cabezota también, avanza superándose sin parar.
Carlos: el pequeño sinvergüenza. Cara de pillo, levantamiento de ceja, un gran conversador a sus flamantes estrenados 4 añitos. Astuto, ocurrente, gracioso. Carácter seguro, no duda en imponerse si es necesario, mi pimientita.
Pero qué va a decir de ellos su tía que tanto los quiere, ¿verdad? Los ocho son únicos y son sus risas, sus preguntas, sus trastadas y sus abrazos lo que muchas veces te recomponen de verdad el alma. ¿Por qué? Porque los niños son lo que ves, sin dobles sentidos, con todo el amor todavía intacto y sin pizca de corrupción. Ellos no saben jugar a esas estrategias que de adultos nos hieren y nos matan, ellos muestran lo que sienten y no conocen la mala intención.
Ellos son mis ochos amores, mis ocho soles.