Naufragio

Abro con esfuerzo los ojos en medio de la oscuridad. Todavía no ha amanecido y hace frío. Tengo frío. Las mantas me envuelven, pero el calor me rehúye. Tiemblo. Siento los párpados pesados, doloridos. Los vuelvo a cerrar. Me cuesta respirar, las lágrimas de anoche se han hecho escarcha en mis fosas nasales. Tengo los labios resecos, se quejan sus grietas formadas de madrugada con mi propia sal. Entonces no, no lo he soñado.

Me palpo la cara, buscando más señales de realidad, confusa. Surcos de afluentes sin cauce me cruzan las mejillas y se pierden por mi cuello. El cabello revuelto como las sábanas, la almohada húmeda y viscosa como mis heridas, supurando decepción y rabia, miedo, incertidumbre, pena. Deseo.

Silencio. Las calles siguen dormidas, no sé ni qué hora es, ni cuánto tiempo he conseguido apaciguar los latidos que anoche me retumbaron hasta enloquecer. Más bien poco, a juzgar por mi estado de lentitud y desconcierto. Aún trato de entender qué pasó, cómo pudo ser.

Necesito ir al baño y comprobar si una pesadilla puede ser verdad. Si esta lo es. La imagen que me devuelve el espejo me hace flaquear. Una mujer de ojos hinchados y tez cadavérica me devuelve una triste mirada. Esa no soy yo. Y sin embargo, cuánto se me parece. Un escalofrío nace en mis pies desnudos al contacto con el mármol del suelo. Siento náuseas. Voy a vomitar.

Nunca me ha gustado la fragilidad de un cuerpo sumiso arrodillado ante el inodoro, pero no me queda más remedio que hacerle una repulsiva reverencia. El estómago escupe cruel en un cortejo fúnebre todas las mariposas ejecutadas que yacen en mi interior. Que ya no volarán más. Lloro por ellas y su ingenuidad.

Abro el grifo del agua caliente para llenar la bañera. Casi nunca la utilizo, la vida no nos deja ni tiempo para esos pequeños placeres. El vapor inunda poco a poco la estancia, empañando los cristales en un vaho persecutorio. Dibujo un corazón y le pongo tu nombre. Sé que eso también se desvanecerá.

Me desnudo sin prisa, recreándome en la belleza del cuerpo femenino y odiándome por ella. Ese es el único tesoro que muchos anhelan, y esa es mi terrible condena. Vuelvo a temblar de frío. Alcanzo a dedicarme una mueca vacía antes de que la neblina me borre. Estoy tan delgada.

Resignada, me sumerjo. Se me eriza el vello por un segundo, al contraste, pero pronto me adapto a la temperatura infernal. Me quedo largo rato inerte, acallándome, mecida por este mar improvisado. Cierro los ojos y dejo que los recuerdos felices me penetren suaves en un intento vano por salvarme. De ti, de mí, de todos.

Sin darme cuenta, las lágrimas han empezado a brotar de nuevo y se funden como ríos en un océano de fracasos, soledad y mentiras. Inhalo una bocanada de desesperación y me hundo por completo en esta bañera redentora. Oigo como un eco el sonido del agua desbordándose porque el grifo sigue abierto, y no me importa. Mi alma pide clemencia mientras me arrastra con furia este roto corazón. Sonrío levemente, quizá, en medio de una cruenta batalla de emociones y supervivencia, aunque tampoco estoy muy segura de eso. Yo solo quería que me quisieras…, pienso, y me dejo llevar.

Vencida, ya no soy más que silencio y efímeras pompas de jabón.

Entre todos la mataron

Estoy, creo que como casi todos, consternada con la noticia del suicidio el pasado sábado de Verónica, la empleada de IVECO que se quitó la vida después de que circulara por la empresa un vídeo suyo de contenido sexual grabado hace cinco años. Y me pregunto cómo tuvo que ser la impotencia, el sufrimiento y la desesperación tan extrema que sintió la joven para que quitarse la vida fuera su única opción. Y me pregunto también qué grado de responsabilidad tienen las partes implicadas, desde el primer sinvergüenza que lanzó el vídeo hasta toda la sociedad en su conjunto, pasando por aquellos que por el camino le dieron a ese maldito clic sin pensar en las consecuencias que eso podría acarrear.

Porque no, nadie pensó en ella. Nadie. Verónica, de 32 años y madre de dos hijos pequeños, tampoco pudo pensar y lo que tiempo atrás probablemente fueron unos segundos de placer le ha costado ahora la vida. ¿Por qué? ¿Es justo criminalizar a la mujer por su sexualidad en pleno siglo XXI? Burlarse, jactarse, mancillarla. Una guarra, eso es lo que seguramente pensaron todos los que entre risas compartieron el vídeo y se acercaron a su departamento con el morbo en la mirada y un hay qué ver, qué calladita se lo tenía la zorra, qué cosas le gusta hacer. Y la siguiente pregunta es: ¿y si las imágenes hubieran sido de un hombre? ¿Existiría ese acoso? ¿Esa estigmatización? Probablemente la historia hubiera sido muy diferente y el protagonista de turno hasta se hubiera pavoneado de ello. Porque está bien visto. Porque es un hombre, un triunfador, un auténtico macho. Qué asco, y qué pena, que todavía seamos así de primitivos. Queremos creer que vamos hacia una sociedad avanzada, progre y feminista, pero en realidad somos una pandilla de etiquetas y prejuicios anclada en el pasado.

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Le echamos la culpa a las redes sociales, a internet, al WhatsApp, a la tecnología, de este tipo de situaciones sin darnos cuenta de que tras todo eso estamos nosotros. Nosotros y nuestro mal uso. Nosotros y nuestra curiosidad desmedida por lo ajeno. Nosotros y nuestras carencias. Nosotros y nuestros juicios de valor. Nosotros y nuestro deporte de élite: el criticar. Es muy fácil ahora compartir cualquier cosa y hacerla viral, lo tenemos todo tan al alcance de la mano que asusta. Y es por ello precisamente que se nos va de las manos. Lo que ha sufrido Verónica no es más que un tipo de acoso sexual que por desgracia ni siquiera está bien regulado: el acoso digital. Y de ello no tiene la culpa el WhatsApp (que sí, a veces también lo carga el diablo) sino el desgraciado que un día fue su amante y que por despecho, celos, ira, lo que sea, cinco años después se la tenía guardada. Probablemente porque ella no quería nada más con él: había rehecho su vida, era esposa, madre y feliz. Y él, que no lo podía soportar, buscó la manera de hacerle chantaje hasta no poder más. Qué ruin tiene que ser alguien para actuar así, pero qué común es cruzarse con gente que no asume un «no», un «hasta aquí».

Estamos muy pendientes de cómo los niños y los adolescentes se desenvuelven en internet puesto que son a priori más vulnerables a los peligros que puede entrañar el mal uso de las redes sociales, pero nos olvidamos muchas veces de nosotros, los adultos. No, no lo sabemos todo ni somos plenamente conscientes de la monstruosidad de este mundo digital que va atesorando un pasado imborrable en muchos casos. Y el pasado, ya se sabe, siempre vuelve. En este caso la sexualidad, como todo, también está cambiando hacia nuevas formas y conceptos gracias a la facilidad que los dispositivos electrónicos ofrecen para grabarse en pareja, o en soledad, o como a cada uno le dé la gana, si lo hace o si no. Y esto nos ha llevado a un nuevo tipo de juego que, si se usa desde el respeto y el consentimiento mutuo, puede abrir nuevos campos al placer y a la diversión en la pareja. Pero cuando lo que un día se hizo en un estado de complicidad se utiliza después como arma arrojadiza para algún tipo de venganza y nadie puede parar ni penalizar eso entonces estamos ante un grave problema. Y verónica lo estuvo. Y su marido. Y esos dos niños ahora huérfanos. Y toda su familia y amigos.

Ella no se suicidó. Ella huyó hacia adelante porque no supo hacia dónde huir en una sociedad hipócrita que lapida a una mujer por disfrutar de su sexualidad mientras ensalza al hombre por hacer exactamente lo mismo. Nosotras tenemos que sentirnos avergonzadas de nuestro cuerpo y ser pudorosas ante el placer. Que el sexo es cosa de hombres y de putas, no de mujeres decentes que se levantan a diario para ir a trabajar, que cuidan con devoción a sus hijos y son las mejores amigas, hijas y esposas. Todas ellas no disfrutan, no juegan, no se divierten, no prueban, no desean, no tocan ni se tocan, no gimen ni llegan al orgasmo, no toman la iniciativa, no provocan, no se apasionan. Cuánta doble vara de medir, cuánta impotencia, cuánta insensatez, cuánta falta de empatía, cuánta cobardía, cuánta crueldad.

Verónica es víctima de la herencia de una sociedad machista que aún tiene mucho que mejorar. Del despecho, de los celos, del rencor. De la no asimilación de un fracaso, de una ruptura, de un adiós. Es el claro ejemplo del dolor que puede causar algo que nos tomamos como banal. El problema no está en que alguien comparta este tipo de material erótico con quien así lo tenga consensuado, sino en la utilización que el destinatario haga de él en lo que ahora se denomina una «pornovenganza», destruyendo no solo ese pacto inicial de respeto e intimidad que en un momento se dio, sino acabando incluso con su vida. Porque, como dice el refrán, entre todos la mataron y ella sola se murió.

 

 

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