Jaque mate

Despertó por la mañana, si es que a eso se le podía llamar despertar, con un profundo sabor alcalino en la boca y los ojos enrojecidos, como cuando antaño se perdía en las noches saltando de fiesta en fiesta, bebiendo humo y tragos a partes iguales. Sin embargo esa mañana no fueron las copas de más, ni las canciones ni los cuerpos sudorosos bailando frenéticos a su alrededor los culpables de su aspecto demacrado. Aquella mañana le abofeteó en la cara la cruda realidad.

Dos días antes fue cuando lo soñó. Inquieta en su cama, se revolvía entre las sábanas queriendo escapar de aquellas imágenes que el subconsciente le escupía sin consideración, entrelazando momentos vividos, recuerdos y fantasías. Y, luego lo supo, también la premonición. Leyó un mensaje en su sueño, una frase lapidaria que la hizo despertar de golpe. No, no puede ser. Corrió a encender su teléfono y esperó a que se activaran todas las notificaciones: nada. Respiró el aire contenido durante esos segundos eternos y rió aliviada. ¡Qué tonta! Se tumbó en su cama, tratando de entender por qué de repente mientras dormía le aparecían compañeras del colegio olvidadas, viajes no realizados, estancias bien ubicadas, gente desconocida y emociones desgarradas. Y él, por supuesto, siempre él. Y ahora también ese mensaje estúpido que con temor siempre esperó y que por suerte nunca llegaba. Le quitó importancia, al fin y al cabo los sueños sueños son y probablemente aquel cóctel inconsciente no era más que el resultado de darle vueltas a esa cabecita suya tan loca y a tantos días de deseos y de espera.

Pero aquella dilación tan densa no podía traer nada bueno y en el fondo lo sabía, el instinto no acostumbra a fallar. Aunque ella insistía, se sacudía las malas vibras, pensaba en positivo, quería creer… Luego también lo maldecía, claro, y al final siempre lo excusaba. Y así, el círculo se fue estrechando hasta que se sintió demasiado perdida, profundamente asfixiada. ¿Por qué de repente estás tan callado?, se preguntaba. Tuvo paciencia, controló los tiempos, no quiso ser pesada, varió los temas, lo prendió con ganas, desaceleró lo incómodo y volvieron a las charlas triviales. Pero llega un momento en el que la partida tiene que avanzar. Fue entonces cuando se hartó y pidió explicaciones, y de nuevo recibió más silencio. Cobarde, pensó, algo no va bien, pero ¿el qué? Ayer esos planes que trazamos seguían siendo buenos; ayer todavía deseabas estar entre mis piernas como un loco; ayer no pasaba nada de lo que está pasando hoy. Ayer sólo era una premonición.

Se martirizaba pensando, sí, pero ni una lágrima derramó. Se repetía aquello de que no tener noticias es una buena noticia, aunque sabía bien que en su caso no aplicaba. Se afligía alegando que a veces la mejor respuesta es el silencio, o que el silencio en sí ya es una respuesta. Pero cuando el silencio es forzado e incomprensible se vuelve tan ensordecedor que resuena en los tímpanos, rompe la garganta y duele en el corazón.

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Entonces en esa madrugada veraniega tan parecida a aquella primera, en la soledad de su cama y sin poder dormir, el silencio se rompió. ¡Por fin!

Pero cuando desbloqueó el teléfono la sonrisa se le heló al comprobar en su pantalla que el mensaje de su pesadilla estaba ahí: corto y conciso, sin lugar a dudas ni margen de error. Jaque mate. El nudo contenido en su garganta durante los últimos días bajó hasta su estómago y lo estranguló. Quiso vomitar, antes incluso que llorar. Respondió con toda la dignidad que pudo conservar, sintiéndose en realidad más sucia que triste.

Después intentó dormir pero no consiguió más que un duermevela de escalofríos y opresión en el pecho. Le quemaba el aire, la mente le estallaba, le gritaba con rabia el alma… Humillada, ultrajada, utilizada. Se sintió de la peor de las maneras porque no lo vio venir, ¿cómo hacerlo? Siete días antes no había ni un atisbo de sospecha, al contrario. Y ahora le temblaban los dedos tecleando esa palabra maldita que nunca quiso teclear, ese puto adiós que le haría naufragar. Fue ahí cuando le brotaron las lágrimas al sentir que sus últimos años finalmente cedieron y se le derrumbaron, pero se durmió antes de poder pulsar enviar.

Despertó por la mañana, si es que a aquello se le podía llamar despertar, con un profundo sabor alcalino en la boca y los ojos enrojecidos de tanto llorar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me dueles, México 

«A México no se puede ir». Esta sentencia, casi amenazadora, me encontré ayer en boca de varias personas tras conocerse el terrible asesinato de la española desaparecida hace días en la capital mexicana. Me cayó como un jarro de agua fría.

Ante todo vaya por delante mi pésame a sus familiares y mi absoluta consternación por lo ocurrido. Viendo cómo han transcurrido los hechos pone los pelos de punta pensar que le puede pasar a cualquiera, también a ti que vives allí o a mí que voy y vengo, por qué no. La proximidad emocional o el paralelismo con las circunstancias es lo que realmente te sacude el alma y te hace reflexionar. Porque esta vez no fue el temido y asumido narcotráfico…

Parece que cuando las tragedias suceden en lugares que ni nos van ni nos vienen pasan inconscientemente a un segundo plano. Los ajustes de cuentas, los crímenes en los pueblos perdidos de la sierra y las penurias de gente con la que nada aparente nos relaciona siempre suelen verse de otra manera. Distante en lo personal y egoísta en lo humano, sí. Sin embargo cuando esa desgracia se torna factible en tu propio mundo da más que pensar. Y eso es lo que me sucede con este caso, que sin conocerla a ella, sus circunstancias crean empatía. Al menos a mí, que tengo amigos trabajando en Santa Fe y viviendo en Polanco, y que yo misma he paseado por ambos lugares, como por muchos otros de la inmensa ciudad, con tranquilidad pero con ciertas precauciones. Y si es por conocer conozco hasta Toluca, lugar donde fue encontrado el cadáver. Que la chica fuera española y se confesara además enamorada de México (como leí en algunos lugares) me acerca más si cabe al dolor, la rabia y la indignación.

México no es un país seguro. Homicidios, desapariciones, secuestros, extorsión… El último informe presentado por la asociación Alto al Secuestro cifra en 7.846 el número de raptos desde que comenzó la legislatura de Peña Nieto en 2012 hasta ahora, lo que equivale a una media de seis secuestros diarios en el país, siendo en este aspecto el Estado de México el más complicado con diferencia. Pero a esas cifras hay que sumarle los crímenes del narcotráfico, las desapariciones que no se esclarecen (nadie olvida a los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014), los asesinatos a periodistas y las extorsiones a empresarios. Sin duda alguna, «a México no se puede ir».

Y sin embargo, lo defiendo. Quizá porque no he tenido nunca por fortuna percance alguno. Porque me niego a aceptar que un país con tanto potencial sea incapaz de decir basta ya. Me niego a que la imagen más allá de sus fronteras sea la de un lugar en el que te matan por menos de nada, aunque por desgracia a veces ocurra. Me niego a ensombrecer con la crueldad de unos la bondad de tantos otros mexicanos que aman y luchan por su país, que nada tienen que ver con la violencia y que la detestan como tú y como yo. Que la condenan y que se manifiestan, pero que tienen un problema de raíz tan grave y profundo que sin darse cuenta lo asumen como intrínseco y siguen adelante como si nada un día más. Me niego a estigmatizar a mi México lindo y querido, pero con la voz que me permite el haber vivido y conocido ese maravilloso país hago un llamamiento para que sigan saliendo a la calle, pidan explicaciones y no toleren que las cosas simplemente son así porque así son.

Ay México… Cuánto te quiero y a veces cuánto me dueles.

 

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