Despierta, mi bien, despierta…

Salud para los míos. Ni siquiera para mí. Siempre para ellos. Supongo que por eso de saberme joven y creerme indemne. Ese fue mi deseo al soplar las velas en mi último cumpleaños. Aunque no tenía que pensarlo demasiado cuando las llamitas resplandecían temblorosas sobre la tarta y yo cerraba los ojos para parecer concentrada, porque hace años que vengo pidiendo lo mismo. Salud y tiempo de calidad, por encima de todas las cosas.

Aquel fue un día feliz. La familia reunida alrededor de una buena barbacoa al aire libre, apaciguando el sofocante calor entre tintos y cervezas. Nada sorprendente dadas las fechas. Al llegar al postre organizamos una ronda para soplar velas y recuperar así las celebraciones que el COVID, otra vez, no nos había permitido disfrutar. Los niños, encantados con su dosis inesperada de protagonismo, recibieron sus regalos pendientes. Y mi madre y yo los nuestros, el mismo día que compartimos las dos desde que decidí llegar a este mundo justo para felicitarla. La tarde siguió entre chapuzones en la piscina, anécdotas y muchas risas. Todo estaba bien, respirábamos tranquilidad. Aquella noche me acosté con un dígito más y la ilusión desbordándome. Este va a ser un gran año, pensé.

Pero ¿acaso no lo pensaba siempre? La crueldad de las expectativas. 

Las cosas se empezaron a torcer pronto por culpa de algunas promesas rotas y un par de bofetones de realidad que aniquilaron por completo cualquier atisbo de ensoñación que pudiera sostener. Me quedé desnuda y tiritando ante un exceso de futuro que de pronto me carcomía. Sumida en un maremágnum emocional inesperado, junto con la resaca pandémica de los últimos dieciocho meses, de pronto me vi contras las cuerdas de lo que era la ansiedad. Como una funambulista, decidí agarrar mis riendas en la medida de lo posible para tomar algunas decisiones que quería haber tomado tiempo atrás. Vivir sola era un reto en todos los aspectos y claro que daba vértigo. Pero también era uno de los pasos necesarios para acomodar mi propia estabilidad, reconectar conmigo misma y volverme a proyectar. Y sí, eso me ilusionó de nuevo.

Hasta que mi mundo empezó a tambalearse de repente, tras una cena cotidiana. Le siguieron días de incertidumbre salvaje en los que me encomendé a cualquier dios, poder, fuerza sobrenatural o médico que me escuchara. Recé con fervor desconocido en cada iglesia que encontré a mi paso hasta que la esperanza se dejó ver. Me agarré a un hálito de vida sabiendo que se podría, igual que lo hizo él. La remontada fue espectacular, digna del campeón que era. Todo regresaba a su sitio, incluida su tozudez casi infantil y el sonido de su risa. Tejimos planes con la seguridad de cumplirlos y esas infatigables ganas de vivir que lo caracterizaban. Lo malo había pasado. Volvíamos a respirar a las puertas de una Navidad a la que solo le pedíamos paz.

Sin embargo, el destino aguardaba feroz la noche de Reyes, cuando se me desgarró el corazón con el suyo en un instante que jamás olvidaré.

Las cabalgatas teñían de magia las calles mientras yo, aturdida, trataba de procesar la noticia…. ¿Cómo era posible?

No fui capaz de despertar de aquella pesadilla, y parte de mi ser murió también.

No, no ha sido un año fácil desde que lo sumé a mi cuenta particular. Qué va. Ha sido el peor de mi vida y no voy a maquillarlo, por mucho que haya gente que aún se sorprenda. Es cierto que logré el reto que me propuse, aunque no como lo imaginé. También he disfrutado de ratos agradables y sencillos, sin energía para más. Y no me importa. Sé que llegarán días mejores y que conseguiré sacar un importante aprendizaje de todo esto, con el tiempo. Pero aún no es ese tiempo. Todavía estoy tratando de recomponer cada una de las piezas que saltaron por los aires. Paso a paso, por favor. Sigo inmersa en un duelo que me araña el corazón por la ausencia más tremenda que he sentido nunca. Por mi padre que no está.

Porque este veinticuatro de julio, por primera vez en mi vida, él ya no me cantará Las Mañanitas…

Pero yo cerraré los ojos frente a la tarta y con su recuerdo soplaré una vela más.

El día en que tú naciste
nacieron todas la flores,
y en la pila del bautismo
cantaron los ruiseñores…

Estas son Las Mañanitas
que cantaba el rey David,
hoy por ser día de tu santo
te las cantamos aquí…

Despierta, mi bien, despierta
mira que ya amaneció,
ya los pajaritos cantan,
la luna ya se metió…

¡Que ya tenemos una edad!

Cuando le vas sumando muescas a la década de los treinta sin que aparentemente el ambicioso listado de cosas por hacer que escribiste a los veinte se esté cumpliendo según los plazos previstos te invade una extraña sensación de angustia y agobio que tiene mucho más que ver con la sociedad, o lo que se supone que ésta espera de ti (por favor, ¡que ya tienes una edad!) que con lo que implica de por sí cumplir años.

A mí me encanta, para qué te voy a engañar. Sigo siendo un ser infantil y cándido cuando se acerca mi cumpleaños y vivo emocionada por ello desde unos cuantos días antes, lo reconozco. Para mí, el calendario podría detenerse ese día porque es EL DÍA y hasta me parece que el sol brilla con más fuerza (bueno, vale, en julio a lo mejor es lo normal…). Pero resulta que cuando ya tienes un 3 en tu haber empiezan a surgir de la nada checklists extraños y teorías absurdas de lo que debes hacer y de lo que, ojo aquí, YA NO PUEDES HACER. Por favor, ¡relax! Déjenme disfrutar de mi día, de mi vela de más, de mis deseos (in)alcanzables, de mis proyectos personales, de mis miedos, de mis dudas, de la alegría de poder celebrar una nueva vuelta al sol con toda mi gente cerca. No vengan con sus cuentos chinos y morales a amargarnos la existencia por todo aquello que se supone que tendríamos que haber logrado simplemente porque ya tenemos una edad.

Por ejemplo, un trabajo. Y no cualquier trabajo, sino ése para el que estudiaste una carrera y un máster que además te costó un pastón y que ya dudas hasta de su existencia. El trabajo que soñabas, si soñabas con alguno, tendría que haber llegado ya a tu vida porque el tiempo empieza a correr en contra y parece que si no estás en la rueda indicada ya nunca lo podrás estar (algo así como pasa también con el amor, dicen). Pero a ver, un momento, ¿tú has visto cómo está el mercado laboral? A los treinta nos tenemos que dar con un canto en los dientes si tenemos un trabajo más o menos estable y no andamos vagando por ahí perdiendo el tiempo que con estos años ya empieza a ser oro. Qué triste y qué poco utópico conformarse, pero es la cruda realidad. ¡Y encima sin exigencias! Nos movemos en una especie de limbo profesional y mileurista que no da para (casi) nada. Que sí, viajamos, salimos, y tal… Malditos millenials que nos quejamos por todo. Pero es que después todavía nos esperan en casa papá y mamá.

Y este es otro asunto interesante. Claro que se vive de lujo bajo el techo y las atenciones de tus progenitores. Ropa lavada y planchada como por arte de magia y además nadie cocina mejor que tu madre (y lo sabes). Pero seamos sinceros, ¿qué treintañero no quiere estar ya lejos de ese radar parental, aunque signifique llevar alguna arruga de más en la ropa y sobrevivir a base de congelados y latas de comida? Nadie dijo que independizarse fuera fácil, pero al menos que nos den la oportunidad. Ah no, espera, que con mil euros mensuales (¡y alabados sean, eh!) el alquiler se ríe de ti en tu cara: ¿a dónde te crees que vas con esto, pobre infeliz? Luego nos salen los del gobierno, el que sea, diciendo que somos los europeos que más tarde nos emancipamos, nos casamos (o no), tenemos hijos (o no), y un largo etcétera de cosas en las que vamos históricamente a la cola (menos en la donación de órganos, ahí sí somos los primeros del mundo, porque los españoles seremos tardíos pero muy generosos).

Todo esto se complica aún más si encima llegas a estas alturas de la vida más solo/a que la una. No tener pareja a una cierta edad parece que empieza a ser sospechoso (¿¿pero de qué??) e incluso a generar lástima (y luego vamos de modernos…). Igual es que tienes un carácter inaguantable o algún tipo de problema mental que te impide formalizar una relación aceptable para traer hijos a este mundo. Porque claramente tus relaciones esporádicas no son prueba de nada más que de tu propia inestabilidad. La gente juzga sin saber, como viejas del visillo, por lo que creen que ven. Y lo que ven es que todavía no has amarrado a nadie (o engatusado, vaya usted a saber) y el arroz ya se empezó a cocer (y si eres mujer los comentarios son mucho más salvajes, qué raro ¿no?). Pero es que… Cómo va a ser posible que por haberte entregado antes a alguien con toda tu alma y sin éxito, ahora lo que necesitas es sanar para entrar de nuevo con más seguridad al ruedo. Cómo va a ser que prefieras esperar con cierta cautela (¿o recelo?) antes de cambiar tu corazón magullado por el primer piropo que se cruce en tu camino (que, además, ahora están hasta prohibidos). O cómo va a ser que todavía no hayas conocido al/la indicado/a para ti con lo mono/a que eres, o que simplemente no te dé la real gana de tener pareja en estos momentos. No, es que cómo va a ser eso, POR FAVOR. Lo que te pasa es que eres antisocial, difícil, raro/a… Porque el problema siempre eres y serás tú, por supuesto.

Y así te plantas con un año más y sin pareja estable (o sí), despertando en casa con tus padres (o no), haciendo números sabiendo que no puedes independizarte (¿o cómo lo lograste?), mirándote al espejo y no viéndote tan mal (entonces, ¿tendré una tara emocional?) y yendo a trabajar por una nómina de mierda supervivencia mientras maldices al despertador cada mañana. Y echas la vista atrás, a aquellos felices veintes en los que el futuro se presumía prometedor, y te das cuenta de que ese futuro ya está aquí. Pero, ¿sabes qué? Yo prefiero estos treintas a aquellos veintes. Y sí, mi listado de metas sigue teniendo vacíos y temas pendientes, pero eso significa que no es más que un borrador en el que todavía puedo definir qué quiero y cómo lo quiero. Que puedo volver a sentir esas cursis mariposas en el estómago como la primera vez, que aún puedo construir mi refugio perfecto y que la lucha por convertir mi pasión en profesión no ha hecho más que empezar. Porque trabajar por lo que nos ilusiona es lo que nos da las mejores alegrías y que todo llega cuando tiene que llegar. A ver si nos vamos enterando de que lo que supuestamente nos marca la (soci)edad no es ni mucho menos el Santo Grial: ¡lo primero ERES TÚ! Tú con tu felicidad, la que sea, y no el qué dirán.

Los veintes son locos e irresponsables, sí, pero los treintas te enseñan cómo funciona esto llamado vida y créeme… ¡ES MUCHO MÁS APASIONANTE!

Paso-años-alegría-22

El destino siempre llega…

¡Soplemos las velas y disfrutemos del camino!

 

(Que ya tenemos una edad…)

 

¡Gracias 2018!

Un año más de nuevo poniendo sobre la mesa las cartas de lo que ha significado este año que ya toca a su fin. Un año que comenzó con mucha fuerza y a la vez con tremenda incertidumbre de lo que me podía deparar pero sobre todo con muchas ganas, como cada uno de enero. Parece como si el calendario nos diera por estas fechas una tregua y nos dijera respira, todo va a estar bien, yo ya formo parte del pasado, un nuevo año está por comenzar. Y con ello, nuevos retos, nuevas esperanzas, mejores ilusiones.

Doce meses dan para mucho y sería difícil resumir aquí cada una de las vivencias que me han marcado este 2018 pero si tuviera que definirlo de alguna manera diría que es el año en el que me he sacudido muchas pulgas. Puede que ya desde el 2017 viniera despojándome de lastres que me impedían avanzar pero estoy convencida de que este 2018 me deja mucho más ligera en algunos aspectos. Madurez, determinación, crecimiento. Todo eso unido a la experiencia que solo el tiempo es capaz de brindar me hacen despedir este año con una gran sonrisa por las metas alcanzadas y por las que están por llegar.

Echar la vista atrás de vez en cuando es necesario para poder poner en perspectiva todo lo que hemos conseguido en nuestro propio camino. Es cierto que a veces desespero y me pregunto cuándo me va a llegar a mí todo eso que sobrevuela a mi alrededor sin alcanzarme por completo. Pero en este 2018 también he aprendido a dejar que las cosas fluyan porque es precisamente el tiempo lo que me ha enseñado a no forzar la máquina. Quizá voy más lenta en algunos términos pero creo que eso me está ayudando a saber lo que merece la pena y lo que ya no. Así que no me queda más que darle las gracias a este año que se nos va por todo lo que me ha aportado.

Gracias 2018 por todos esos momentos de risas, complicidad y amistad que me has concedido. Gracias por toda esa gente que se mantiene a mi lado independientemente de cuán lejos o cerca esté. Gracias por las personas que se preocupan, que preguntan, que se interesan. Gracias por los amigos de siempre y los más recientes. Gracias por cruzarme en el camino con gente increíble que me enriquece día a día. Gracias por mi familia que sigue ocupando todas las sillas otra Navidad más y gracias por esos ocho soles que la vida me ha regalado y que siguen haciéndome la tía más feliz del mundo. Gracias por el amor que no duele y por la pasión que pervive siempre en mí. Gracias por las lágrimas que me han enseñado a valorar las sonrisas. Gracias por darme alguna que otra bofetada de realidad para poder poner los pies en el suelo y gracias también por no cortarme las alas cuando he querido volar.

Gracias 2018 por haberme mostrado la toxicidad de las relaciones que no funcionan y por haberle arrancado finalmente la piel de cordero a cualquier intento de lobo feroz. Gracias por haberme dado la fuerza suficiente como para que ya no me importe lo que antes era un mundo y gracias por hacerme una mujer más fuerte cada día. Gracias por darme el carácter necesario para manejar mejor las situaciones que antes me superaban y gracias por ayudarme a mantener a raya a la gente invasiva. Gracias por darme paciencia para lo que realmente importa y determinación para soltar amarras de lo que ya no. Te pido 2019 que no bajes la guardia.

nuevo-ano-2019-reemplazar-2018-concepto-playa-mar_52701-16.jpg

Gracias por los viajes que han seguido permitiéndome conocer nuevas culturas, lugares, rincones y personas valen realmente la pena. Gracias por el mejor reencuentro que pude tener este año y gracias por acortar distancias cuando más lo necesitaba. Gracias por haberme dado valentía para afrontar todo lo malo y para dejar entrar todo lo bueno. Gracias por rescatar algunos viejos amigos del baúl de los recuerdos y darme cuenta de que nada ha cambiado. Gracias también por esa gente que me ha cerrado de golpe la puerta dejándome sin derecho a réplica, tirando a la basura tantos buenos momentos, despreciando una amistad y olvidando lo más importante. A pesar de todo no guardo rencor así que a quien este año ha decidido dejar de estar también le doy las gracias por todo lo vivido y por haberme ayudado a ser quien soy, hasta hoy.

Gracias por todos aquellos que se siguen sumando a este blog y que comparten sus experiencias, emociones y reflexiones conmigo. Gracias por todos los que me alientan en este mundo de las letras y mil gracias por quienes afirman ser un poco más felices cuando me leen, porque a mí esas palabras sí que me hacen inmensamente feliz. Gracias por los mensajes, las llamadas, los detalles de un día cualquiera. Gracias por los cafés a solas y a medias, y por ése que es tan único y especial. Gracias por las películas que me han tocado el alma, por las lecturas que han abierto brechas en mi corazón. Gracias por las emociones que no me abandonan y por los sueños que me susurran cada vez más fuerte en mi interior. Gracias por las mañanas de sol y por las mágicas noches de lluvia. Gracias por las charlas que nunca terminan y por las amigas que olvidan mirar el reloj. Gracias por las citas improvisadas, por los encuentros inesperados, por la cándida adolescencia, por las canciones a todo pulmón y los bailes descompasados. Gracias 2018 por haber sido punto final para tantas cosas y punto de partida para muchas otras, pero sobre todo gracias por haber seguido colmándome a mí y a los míos de vida y de felicidad.

Estamos preparados para un buen rato más.

¡¡Feliz 2019!!

 

Estás justo a tiempo

Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer… Así cantaba el famoso bolero con aire nostálgico el paso de una noche que quisiera haber sido eterna. Así rogaba, entre la lágrima contenida y el dolor, que aquello, lo que fuera que le hacía sentir bien, no se terminara jamás. Que el tiempo se detuviera ahí, que por favor no avanzara. Pero si hay algo seguro en esta vida es que el tiempo, por mucho que nos empeñemos, pasa. A veces para bien, pues dicen que cura heridas. A veces para mal, cuando ese maldito reloj no nos da tregua y nos obliga a decir adiós antes de lo que nos gustaría.

Queremos creer que el tiempo nos esperará, que nos dejará hacer, que nos regalará una nueva oportunidad. Pero sabemos que no, que es tan fugaz como imprevisible y que sin darnos cuenta nos castiga por no saberlo aprovechar. Porque es cierto, a veces perdemos el tiempo. Esperando, buscando, analizando, preguntando, sopesando. Aterrados, paralizados, inmóviles. El tiempo nos asusta por su rapidez, su fugacidad y su desinterés. El tiempo está ahí para saberlo gestionar, para gozarlo, para disfrutarlo. Porque un día, sin más, ese tiempo se nos acaba. Se nos van los ratos con esas personas, las conversaciones que no tuvimos, las palabras que no supimos pronunciar, las promesas que no llegamos a cumplir, los sueños por los que íbamos a luchar. Todo eso que no hacemos se lo lleva consigo el tiempo. Y para eso no hay vuelta atrás.

Pero aunque es cierto que el tiempo no se detiene por nada ni por nadie, hay que entender que no todos tenemos los mismos tempos y que intentar que así fuera no sería justo en ningún caso. La trayectoria vital de cada persona es diferente y exigirnos metas según la edad que tenemos es un auténtico error. Ahora toca esto, después vendrá lo otro. Ya deberías haber hecho aquello, no deberías seguir haciendo lo demás. Y el peor de todos: yo a tu edad… Tú a mi edad ¿qué? Probablemente habías hecho mil cosas que a mí me faltan por hacer pero ¿cuántas de las que he hecho yo hiciste tú?

TIEMPO-uros-jovicic-322314-1024x683

La relación edad-temporalidad no siempre nos funciona como socialmente se espera que lo haga. No todos terminamos una licenciatura a los 22, encontramos nuestro trabajo ideal a los 25, nos independizamos a los 28, nos casamos a los 30 y tenemos el primer hijo a los 32. Supuesta estabilidad conseguida, objetivo cumplido. Y aunque hay personas que cumplen esa especie de regla establecida porque las circunstancias les son favorables para ello, otras lo hacen forzando la máquina como si se tratara de algún tipo de reto. Pero si hay que forzarlo, ¿no será que todavía no es nuestro momento?

Hay quienes tardan años en encontrar un trabajo que les resulte gratificante o lo suficientemente solvente, una pareja con la que construir un proyecto común o un lugar ideal para vivir. Algunos quieren alargar una juventud que saben que un día sí o sí se terminará explorando, viajando, conociendo. Otros prefieren dedicar esa misma juventud a compartir con sus hijos esa inagotable energía de los veintes. A veces las decisiones que tomamos nos llevan a alargar o acortar esos tiempos pero muchas otras veces el azar, las circunstancias, los momentos que no podemos controlar son los que nos guían por un camino u otro sin que la cuestión biológica deba ser algo que nos tenga que preocupar demasiado ni algo que debamos envidiar de los demás.

Nos han hecho creer que si a cierta edad no hemos llegado a lo más alto, ya sea personal o profesionalmente, es que ya no lo vamos a conseguir. Que si no nos ponemos en marcha pronto ya será demasiado tarde para poder hacerlo. Esa asociación inconsciente que hacemos entre éxito y juventud realmente no nos hace ningún bien. La vida es una carrera de fondo y muchas veces esa necesidad de alcanzar la mejor posición cuanto antes creyendo que de lo contrario ya no lo lograremos se convierte en una losa con la que cargamos conforme vamos cumpliendo años. Pero eso no tiene por qué ser así. Stieg Larsson publicó su primera novela a los 47 años y a los 50 murió de un infarto sin tiempo para poder saborear las mieles del éxito. José Saramago se consolidó como escritor a los 60 tras haber fracasado con varios escritos a los 25 y durante sus últimos años vivió por y para su auténtica y genial vocación, ganando un premio Nobel por el camino. Barack Obama terminó su carrera como presidente de los Estados Unidos a los 55 años y Winston Churchill llegó a Primer Ministro del Reino Unido a los 66. Pelé se consagró futbolísticamente a los 17 años y Bernarda Angulo, una mujer canaria que aprendió a nadar a los 47 años, superó una marca mundial de natación a los 95.

El tiempo pasa, sí, y tenemos que saber aprovecharlo siendo conscientes precisamente de que esto es aquí y ahora. Pero que el paso de los años no se convierta en un impedimento para creer que todavía se puede, para luchar por lo que nos motiva o para dejar de intentarlo por sentirnos «demasiado viejos» o «fuera de juego». Conozco a gente de 30 años que piensa que ya no está para según qué trotes y a gente de 70 que hace planes de futuro con tremenda vitalidad. La biología no perdona pero la mente tiene el poder suficiente como para superar las barreras que nosotros mismos o la sociedad intenta imponernos. Cada uno corre su propia maratón, con sprints, con pausas, con recesos. Unos nos adelantarán y otros quedarán atrás, pero nuestro carril plagado de decisiones, circunstancias y casualidades es el único que nos tiene que importar. La vida se trata de vivirla así que no te agobies porque realmente no has llegado tarde ni tampoco demasiado temprano. Tú tienes tu propio ritmo: estás justo a tiempo.

 

 

A %d blogueros les gusta esto: