Tempus fugit.

O lo que es lo mismo: el tiempo vuela. Irremediablemente, sin que podamos darle pausa o rebobinar o acelerar pisando a fondo a nuestro antojo, sin tregua. Lo sabemos, el tiempo avanza como la vida y sigue avanzando sin ella. Nosotros sólo estamos aquí de paso.

Qué vértigo, ¿no? O qué alivio. O qué miedo. O qué gran oportunidad. O qué pena. Que todo llega y todo pasa, que esto es efímero pero certero, que es real aunque parezca un sueño,que no hay mal que cien años dure, que…

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Que el tiempo, sí, vuela. Aunque nos parezca que no avanzamos en ningún sentido, que nada cambia, que lo de hoy es lo de ayer y muy probablemente será lo de mañana. Pero no es cierto, todo es un constante cambio. En una décima de segundo te flechas de alguien, en un minuto pierdes el tren, en una hora llegas a París. En un parpadeo te saltas un semáforo y en un instante la vida gira o se rompe. Pero no lo pensamos porque estamos programados para creer en la eternidad de nuestra presencia a pesar de saber de la caducidad de la misma, qué curioso. Supongo que se trata de un mecanismo de defensa ante la idea de que todos vamos a morir, o de un mecanismo de resorte ante precisamente esa misma idea. Como aquello de ver el vaso medio lleno o medio vacío todo depende del cristal con el que se mire.

Por ejemplo un año. Un año con sus 365 días y sus 365 noches, ahí es nada. Un año que a futuro se nos presenta como un tiempo considerable y holgado para llevar a cabo todos nuestros planes pero a pasado se convierte en otra pequeña muesca vital, nada más. O nada menos, porque depende de cómo haya sido un año puede representar al final una vida entera.

Dicen que los momentos malos se nos hacen muy largos y los buenos muy cortos. En parte es verdad. No es lo mismo las tres horas de tu película preferida que esa cosa tan tediosa que estás viendo un domingo por la tarde sin saber muy bien por qué. Ni es lo mismo la semana de exámenes que la de vacaciones. Ni los nueve meses de ilusión por verle la carita que esa maldita noche de llantos en vela que parece no tener fin. Y no es lo mismo la letanía de 116 minutos sin gol que la fugacidad de tres días consecutivos sin dormir celebrando aquel maravilloso Mundial. Todo eso es cierto, los momentos pasan más o menos rápido según la calidad de los mismos, pero eso son sólo los momentos. Porque en líneas generales esto a lo que llamamos vida corre a una velocidad de miedo y lo que sucedió hace ya más de 10 años se resume en un sorprendido y temeroso «¡pero si parece que fue ayer!»

Es precisamente al echar la vista atrás cuando nos damos cuenta de este tempus fugit que impera y desespera. Entonces llega alguien y te pregunta si este tiempo se te ha pasado rápido y contestas que sí, claro… Pero sabes muy bien que esa no debería ser la cuestión. La pregunta que nadie hace y que realmente descubre la única respuesta importante para valorar el propio tempo de nuestra vida es si, además de rápido, ha pasado feliz.

Deja de contar.

Deja de contar los días que faltan para irte de viaje, deja de hacer marcas en el calendario, deja de contar las horas en el trabajo.

Deja de dividir raciones y contar calorías, no calcules los gramos, deja de contar peldaños y de padecer kilómetros.

Deja de contar likes y visitas, no cuentes el número de seguidores ni de amigos sociales.

Deja de contar pecados ajenos y no culpes por faltas desconocidas.

Deja de contar latitudes, deja de contar vínculos virtuales, deja de contar nudos mentales.

Y ponte a disfrutar los días que faltan para irte de viaje, exprime las marcas del calendario, aprovecha las horas en el trabajo.

Sírvete buenas raciones y saborea calorías, olvídate de los gramos, escala peldaños y avanza kilómetros.

Agradece los likes y visitas, ponle nombre a tus seguidores y mima a tus amigos vitales.

C(ó)mete tus propios pecados y aprende de las faltas que ya conoces.

Acércate a esas latitudes, intensifica los vínculos palpables, desata los nudos y lucha por tus fantasías reales.

Deja ya de contar(te) cuentos y vive la vida antes de que sea demasiado tarde.

Baila conmigo.

Baila la espera en esta sala de estar.

Báilame entre las piernas tus ganas de jugar.

Baila el deseo de una estrella fugaz.

Báilame la lengua sobre este nuevo lunar.

Baila cada día que vives tan lejos de mí.

Báilame entera cuando estés de nuevo aquí.

Baila la ruleta que siempre apuesta por ti.

Báilame el riesgo y la suerte de volverte a sentir.

Baila la lluvia al caer del cielo mojando tu piel.

Báilame el agua lo justo para seguir anhelando mi sed.

Baila esta noche de magia el recuerdo de la primera vez.

Báilame esta vida contigo, como entonces prometimos hacer.

Yo me fui a México.

Dijo Hemingway que nunca hay que escribir sobre un lugar hasta que se está lejos de él. Supongo que por eso de la perspectiva y la distancia emocional. Supongo también que para buscar una forma objetiva de hacerlo, aunque la objetividad no exista. De cualquier manera, me tomé a pecho su idea y nunca escribí ni una palabra del lugar que tanto me dio. Hoy, lejos de la que considero mi otra tierra, me tomo la licencia para empezar a plasmar lo que aquello fue, lo que todavía es, lo que sé que siempre será.

Un día hice mis maletas y me subí a un avión. No, no fue así a lo loco, en realidad lo medité, aunque lo justo. Y digo lo justo porque hay cosas que no se tienen que pensar demasiado, no al menos cuando sientes de una forma tan segura que es un paso que tienes que dar. Llevaba ya un tiempo mareada en la vida y eso, unido a otros factores (desempleos, amores, crisis existenciales…) me impulsó a tomar la mejor decisión que hasta hoy he sido capaz de tomar. Me convertí en emigrante de mi patria, en inmigrante de la que me acogió.

Y así, con miedos pero sin dudas, me fui a la tierra del tequila, el sombrero y el mariachi. A una tierra de cactus, desierto y calor sofocante. A un país inseguro y violento en el que la droga corre por las calles igual que por las venas. Me fui a un lugar en el que se lloran desaparecidos y no se encuentran soluciones, donde hasta la policía es cómplice y partícipe de corruptelas. A una nación donde dicen que te matan por menos de nada, condenada a estar «tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos».

Yo me fui a México. Al México de los estereotipos y los noticieros.

Y me encontré un país donde la gente es cálida y amable hasta la exageración. Donde también se bebe pulque y mezcal y las cervezas están aderezadas. Donde se baila cumbia, banda, salsa y lo que haga falta. Me encontré una tierra fértil y diversa, donde llueve más de lo que nunca me pude imaginar y donde la temperatura es tan variable que los cambios de armario estacionales no existen. Viví en una de las ciudades más grandes del mundo y no me sentí perdida, insegura ni sola. No sentí más temores que los habituales en cualquier gran urbe conocida o no, y jamás tuve percance alguno. No consumí ningún tipo de droga ni tampoco la vi correr. Pero supongo que, como en todas partes, el que busca encuentra. Hallé un país que goza la vida porque entiende muy bien la muerte, donde se disfruta el placer y se celebra hasta la derrota. Una tierra fuerte y alegre, cargada de matices y contrastes. Un pueblo absolutamente surrealista y mágico.

Eso es lo que descubrí. El México que merece la pena, el de verdad.

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«Si usted conociera México… ¡Es maravilloso! Pero lo más notable es su gente. Es muy difícil explicarlo, pero tienen valor y dignidad, no les asusta morir. Y lo que es más importante, no les asusta vivir. Les preocupa el hoy, no lo que pueda ocurrir el día de mañana. Supongo que los yankees dirán que eso es pereza, pero yo creo que es el sentido de la vida.» (The Alamo)

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