¡Es que soy millennial!

Dice mi fecha de nacimiento que soy Leo. La hora dice que tengo el ascendente en Libra y la luna vete a saber, quizá la tengo en Valencia (o eso opina a veces mi madre). El horóscopo chino, que es el que se rige por los años, determina que soy Tigre. Y ahora ese mismo año resulta que también dice que soy millennial. ¿Millennial? Me parece que eso ya no tiene nada que ver con el Zodiaco, creo que es más bien una etiqueta que engloba a toda una generación de eternos adolescentes…

«Millennial: término para definir a los nacidos entre las décadas de los ochenta y de los noventa (en concreto 1982-1996) y que alcanzaron la edad adulta ya en el cambio de milenio» (de ahí su nombre). A esta generación también se la conoce como Generación Y, por correlación con la anterior que era la X, que venía a su vez de la Baby Boomer. A nosotros nos sigue la Generación Z, nacidos entrados los 2000. Y luego ¿qué vendrá? ¿Vuelta a empezar con el abecedario?

millennials

Pero nosotros los millennials ¿quienes somos en realidad? Dicen que somos esa «generación Peter Pan» que retrasa al máximo la llegada a la edad adulta, o mejor dicho, a la responsabilidad adulta que vemos reflejada en las generaciones predecesoras. Somos madurescentes: retrasamos la vida familiar, nos pensamos mucho eso de tener una hipoteca, preferimos viajar. Queremos un buen puesto de trabajo acorde con nuestra creatividad, el máster que estudiamos y el talento que tenemos; buscamos en realidad un reconocimiento social y ya no sólo una insatisfecha estabilidad económica que nos permita anclarnos a lo material, aunque seamos cada vez más materialistas. Somos la generación mejor preparada hasta la fecha pero la que más difícil lo tiene para entrar en el mercado laboral. Somos los que cogen sus maletas y se van, porque quieren o porque no tienen de otra, aunque eso ha pasado siempre y en peores condiciones, también es verdad. Somos emigrantes con Visa y móvil, bueno, pues no estamos tan mal.

Queremos ser felices y recuperamos a los antiguos romanos adoptando su «carpe diem» como máxima actual. Sin embargo, necesitamos cientos de gurús del buenrollismo, libros de autoayuda, artículos positivistas, frases optimistas en vinilos decorativos y tazas motivacionales para el desayuno… Y aún y así siempre nos falta algo, nunca estamos satisfechos.

Somos los que nacimos libres con la tecnología y en la edad adulta nos hemos convertido en sus esclavos. Fuimos los primeros en abrirnos una cuenta en Facebook y los primeros ahora en empezar a cerrarla… Ya no le vemos tanto sentido, otras redes están ganando la batalla. Somos los que maquillamos el currículum en Linkedin y nos enteramos de las noticias por Twitter o en la versión online de esos periódicos que no sabemos cómo hojear. Somos los que opinamos de todo detrás de las bambalinas virtuales, la generación más interesada en la política y en los asuntos sociales, la que más se reivindica pero la más alejada en cambio a los partidos y a las asociaciones tradicionales. Somos una multitud de opinión plagada de egos individualistas.

Leemos novelas en kindles (aunque yo siempre preferiré el olor de un libro en papel) y no podemos ir a dar la vuelta a la manzana sin conectar los auriculares del iPod. La tablet releva al portátil y los ordenadores de sobremesa nos parecen demasiado remotos, demasiado encorsetados, demasiado estáticos. El móvil es parte de nuestra anatomía y la inmediatez de respuesta, de opinión, de comunicación es parte de nuestro carácter.

Pero también somos la generación que vivió su infancia en los noventa, cuando todo esto de hoy era bastante diferente. Dragon Ball, Oliver y Benji o Pinky y Cerebro era lo que veíamos después del ‘cole’. Pesadillas fue nuestra primera colección literaria; luego llegó Harry Potter. Los Simpson la serie de animación por excelencia unida a la irreverente South Park que veíamos casi casi a escondidas. ¿Dibujos infantiles malhablados? Perdón, ¿infantiles? Somos la primera generación adulta que sigue viendo dibujos animados. La misma que creció con las precuelas de Star Wars pero que se hizo incondicional de toda la saga y cuenta los días para el estreno del Episodio VIII. Somos esa generación que ha hecho de los superhéroes una fuerza cultural y de los videojuegos está haciendo un deporte. Porque con nosotros llegó la PlayStation, niños. Aunque antes de la Play tuvimos una consola Sega en la que jugábamos a Sonic y también una Game Boy ¡en color! para entretenernos en los viajes.

Somos la generación que coreografió los bailes de las Spice Girls y forró sus carpetas con las fotos de los Backstreet Boys. Lloramos con la muerte de Jack Dawson más que con la del millar de náufragos reales del Titanic y todavía hoy reivindicamos que había sitio en la maldita tabla, ¡Rose! Somos los que nos sabemos al dedillo cada capítulo de Friends y los que seguimos echando una lágrima cuando muere Mufasa. La factoría Disney nos quiso convertir en princesas pero Pixar llegó para contrarrestarlo.

Dicen que somos millennials pero tenemos un pasado en el que los móviles eran como ladrillos, o incluso no había móviles. ¿Que cómo puede ser? Cuando era pequeña no teníamos línea fija en el apartamento de la playa y si había una urgencia llamaban a la vecina. Las cabinas telefónicas tenían sentido y las madres te llamaban a gritos desde el balcón, no te escribían un whatsapp para que subieras a cenar. Somos la generación que para usar internet tenía que desconectar la línea de teléfono y escuchar el chisporroteo del módem para saber que aquello se estaba conectando, lento pero seguro. Ni fibra óptica ni miles de gigas. Wikipedia no existía, lo más novedoso entonces era la enciclopedia Encarta en CD que sustituía a los grandes tomos de la Larousse que siguen adornando muchas estanterías en las casas, acumulando polvo.

Somos la generación que recuerda vagamente los casetes de Nino Bravo, de Mocedades, de los Beatles y de Perales en el coche de sus padres; pero que creció poniendo CDs en un discman efímero, que pirateó descargas musicales y que ahora escucha en streaming la música comercial pero vuelve a coleccionar vinilos de sus ídolos porque es más auténtico. Hipsters. Somos los mismos que dejamos de ir al videoclub en la adolescencia y ahora nos pasamos horas viendo Netflix desde cualquier dispositivo. Somos appdictos y sin embargo todavía imprimimos las entradas que compramos vía web. Por si acaso.

Somos, en definitiva, los que estamos entre lo viejo y lo nuevo, los últimos supervivientes de una forma de vida analógica, los primeros en caminar solos por la vida digital. Tenemos los suficientes recuerdos como para saber que antes esto no era así pero no concebimos otra manera de ser, de estar, de relacionarnos con el mundo que no sea a través de la tecnología. Guardamos álbumes de fotos en papel como un tesoro que sólo disfrutaban los implicados; ahora compartimos fotos de todo para todos, los conozcamos o no, les importemos o no. Caemos en la pose con suma facilidad, pintamos momentos felices, desayunos bonitos, atardeceres de cuento. Sólo los pintamos. Los vivimos tras el objetivo pero ¿los sentimos? A veces me parece que no como antaño.

Los millennials somos una generación boomerang, de altibajos, desconcertada en el cambio, aferrada y tecnológica. Innovadora para unas cosas, tradicional para otras. Reivindicativa del abrazo auténtico que estamos perdiendo, deseosa de interacción, falta de comunicación real, necesitada de aprobación. Sentimos que tenemos que vivirlo todo tan intensamente que a veces dejamos de vivirlo, nos abruma la impaciencia y la necesidad de (de)mostrar. Si no nos adoran, no adoramos. Si no nos quieren, no queremos. Si no nos contestan, no contestamos. Si nos ignoran, pues más ignoramos. Caemos en la provocación y en el orgullo con facilidad pasmosa, malinterpretamos mensajes escritos y enviados, le buscamos los tres pies al gato. Estamos dejando de lado los cafés y las miradas, las conversaciones importantes, por los teclados.

Y sí, es cierto, es que soy millennial y la primera que cae en todo eso, en la tecnología, en la moda, en la pose y en el hashtag. Pero igual que caigo me paro a pensar y me da miedo sentir que vamos a la deriva de la fachada y de la hipocresía, y que por querer estar tan conectados en un mundo ficticio al final estemos demasiado alejados de lo que cuenta de verdad. Lo que me consuela es pensar que el bagaje de nuestra infancia en los noventa seguirá estando ahí para recordarme que los teléfonos se pueden apagar para cenar con alguien, que todavía quedan momentos íntimos, que lo mejor nunca es lo publicable, que la autoestima no se mide en likes, que los amigos son más que los seguidores y que lo importante es ser y estar, no sólo (a)parecer. Y eso, por muy millennial que sea no me lo van a cambiar.

 

 

 

Autor: Cristina CG

(De)formación periodista, me cubro y descubro según las circunstancias. Acumulo vivencias y archivo recuerdos. Tropiezo, caigo, escribo y me levanto. CRISTINA CG.

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