La gente que merece la vida

Me gusta la gente que pregunta cómo fue tu primer día de lo que sea, la cita médica que te inquietaba o la entrevista de trabajo que estabas esperando. Los que se acuerdan del detalle que contaste una vez de pasada sin darle la menor importancia, y te lo refieren en el momento más inesperado. Quien leyendo un libro o tras ver una serie te la recomienda porque cree que te puede interesar. Aquellos que envían mensajes para sacarte sonrisas y pensarte feliz. Los mismos que proponen cines, playas, cafés y cenas de la forma más sencilla, sin tener que cuadrar tanto la agenda. O verse de forma espontánea en el bar de la esquina solo por las ganas de compartir un rato de terapia gratuita. Esa gente que dedica tiempo sin mirar el reloj. Qué gran regalo, y cuánto nos cuesta.

Me gustan quienes se preocupan por ese asunto que sobrellevas como puedes, por todo lo que a veces acuchilla el alma. Y me encantan los que se quedan a escuchar de verdad, entre el silencio y más allá de las palabras. Aunque delires, aunque divagues, aunque te calles. A pesar de las contradicciones y los vaivenes emocionales. A los que no les asusta la oscuridad de tus días más malos, porque saben apreciar los instantes luminosos de los más buenos. Los que evitan las típicas frases hechas para quedar bien. Por cumplir, por seguir. Los que no se aprovecharían jamás de tu lado vulnerable. Esos que diríamos son de fiar.

También me gusta la gente que tiende la mano en los arrebatos, las locuras, los miedos, las dudas, las alegrías o las penas. Y que lo hace de forma activa, real. Que observa, respeta, acompaña y no juzga. Aquel que se involucra de forma suave y constante, sin que tenga que suponer un estorbo para nadie, sin que haya detrás alguna estrategia.

Me gustan los que demuestran que están aunque pasen el tiempo, los daños y las circunstancias. Y que si deciden alejarse no dejan vacíos por llenar con dudas, misterios ni cábalas. Quienes no juegan con los sentimientos ni se escudan tras ellos para tirar con bala pretendiendo que no haya consecuencias. Apuesto por la gente que es capaz de decir oye, que te echo de menos, así, con el corazón en la mano, sin que suponga un esfuerzo. ¿Qué hay de malo en desnudar las emociones si desnudamos los cuerpos sin tanto ritual?

Me gusta toda esa gente, la buena, la auténtica, la de verdad, porque cuando llega a tu vida deja de ser justamente gente y se convierte en mucho más.

Un baile sobre el Nilo

—Esta luz es distinta —murmura para sí apoyada en la barandilla del barco, mientras respira el aire fresco que le acaricia la cara, aliviándole el calor—. Es la luz más bella que he visto nunca…

Hace una semana que navega por el río Nilo y no deja de maravillarse con el paisaje que se presenta ante sus ojos. Un paisaje como sacado de otro tiempo, superviviente de la historia, fiel testigo también, que cambia cada vez que lo observa, aunque otros ojos dirán que siempre es lo mismo. Una sucesión de palmeras en la orilla y dunas doradas más atrás, antesala del desierto. De vez en cuando, algunas poblaciones dispersas, con sus casas de adobe o, con suerte, de ladrillo a medio construir. Los minaretes de las mezquitas se elevan hacia el cielo, desde donde el muecín entona el Adhan para recordar a sus fieles que es la hora del rezo. Un cántico musulman que ella desconoce, pero que le resulta muy familiar.

El barco está próximo a una de las esclusas que corta el Nilo para salvaguardar su desnivel. De la ciudad cercana le llega un crisol de voces alborotadas mecidas por el viento. No alcanza a verlos, pero puede imaginarse a los jornaleros cargando las alforjas de los burros hasta los topes y a los vendedores callejeros tratando de engatusar a los más incautos. «Un euro, un euro… Hola… Barato, amigo». También a las mujeres ataviadas con sus ropas, algunas tapadas por completo, otras solo cubriendo el cabello con el hiyab, comprando con prisas en el mercado. Luego están los turistas montados en calesas que sortean a toda velocidad el caos de los caminos llenos de polvo, y los que pasean en grandes grupos guiados como borregos, entre asustados y asombrados.

Los pescadores salen a faenar bien temprano para evitar el sol abrasador del mediodía. Por eso a esta hora ya no queda más que alguna faluca de recreo desafiando en su tamaño a los cruceros, y otras tantas capitaneadas por buscavidas fluviales que tratan de conseguir clientes a bordo llamándoles la atención desde el agua, en un acercamiento de lo más peligroso, para ofrecerles un despliegue de chilabas y demás telas coloridas jugando al regateo.

«Mira, amiga. No compromiso. Prueba vistido. Regalo para madre, suegra. Novio también. Tú mirar chilaba bonita. Buen presio, amigo. ¿Cuánto queres pagar?»

Ella sonríe al verlos, pero ya los conoce y ahora no tiene ganas de tanta algarabía, así que busca un rincón más tranquilo cerca de la popa donde poder desconectar. La cubierta del barco es un ir y venir constante de viajeros y trabajadores, fiel reflejo de lo que es el propio país. Una tierra fascinante y llena de vida, aunque a veces puede llegar a abrumar.

—Sí… aquí mucho mejor.

Se agarra a la baranda con las dos manos, echando la cabeza hacia atrás para llenarse los pulmones de naturaleza y de tantos aromas que se encuentran y la embriagan. De repente uno, entre todos ellos, la sacude por completo. Cierra los ojos ante la belleza de esa luz anaranjada del atardecer sobre el río y se deja llevar por el olor dulce de un té con hierbabuena que le acaricia los recuerdos… Sabe que él está a su lado. Siempre lo está.

—Te estaba buscando, habibi… —Unos brazos la rodean cariñosamente por la espalda, devolviéndola al presente. El beso suave en el cuello le provoca un ligero temblor en las piernas. Sonríe con la mirada ahora puesta en el horizonte, símbolo de lo eterno, bajo el refugio amoroso de quien acaba de conocer. Hay tanta paz en este lugar del mundo que ella se siente flotar mientras el Nilo baila a sus pies.

Una mujer sola

—¿Sola? —me pregunta el camarero con cara de asombro cuando pido una mesa para sentarme a comer.

—Sí, sola —le respondo. Noto en esa décima de segundo su extrañeza seguida de su compasión. Pobre chica sola…

Me consigue la peor mesa, la más fea, la menos ubicada, porque claro eso de ir sola no merece más. Cuando me ofrece la carta me advierte de que la primera página la tengo vetada:

—Son platos para compartir y…, ejem, claro…

—Claro, vengo sola —termino yo por él con una sonrisa que lo incomoda.

Las pizzas son buenas en este lugar. Sin embargo, decido pedir una ensalada para que a lo de sola no pueda añadirme también un gorda. Eso sería ya el remate final.

Mientras espero desde mi lugar privilegiado me doy cuenta de la cantidad de miradas que estoy suscitando. Miradas curiosas, extrañas, compasivas… ¿Por qué me miran tanto? ¿Tan raro es ver a una mujer llegar sola a un restaurante? ¿Es que no tenemos las mismas necesidades vitales? No soy la única persona que está comiendo aquí sin compañía, hay por lo menos tres hombres más en la misma situación, pero no veo que nadie se fije en ellos ni que ningún camarero les compadezca su soledad. Seguramente porque son hombres de negocios.

La ensalada llega rápido y, cuando me dispongo a empezar, algo me retumba.

Come, pero no tanto. Abstente del postre, por supuesto. ¿Te lo vas a acabar? Ponte a dieta, cuida esa celulitis, embadúrnate en cremas. ¡Estás esquelética! Pareces demacrada, ¿te pasa algo? A los hombres les gustan con un poco de carne. O ya no. O tal vez sí. Haz deporte, pero no te pases o parecerás masculina. Cuida la apariencia. Presume tus curvas. ¡No tantas curvas! Arréglate, que se note que te quieres. ¿Ya no lo haces? Inténtalo. ¿A dónde vas tan maquillada? Viste bien, sé elegante. ¡Anda, si te has subido en los tacones!, ¿es que tienes una cita? Sé natural, ellos las prefieren así. Pero cúbrete las manchas, las estrías y las cicatrices. ¡No te da vergüenza! Mantente bronceada, pon color en tus mejillas, sonrójate como una niña. Blanquéate los dientes. Alisa las arrugas. Lucha contra el envejecimiento. Por favor, acepta la edad que tienes. Presume tus canas, pero así no, con más gracia. Córtate el pelo. No te lo cortes, no se ve femenino. Muéstrate joven. ¿Y esa ropa? ¡Vas haciendo el ridículo!

—¿Todo bien, señora? ¿Señorita? —El camarero me saca de mis pensamientos.

—Sí, gracias… —respondo algo desconcertada.

De pronto, no estoy a gusto. Retomo la ensalada sintiendo un peso extraño sobre mis hombros. Ya ni siquiera tengo ganas de comer. Algo en mi interior me empuja con rabia, me enfada. Pero…

¡No! No seas borde. Y ahora, ¿qué te pasa? Estás en esos días, ¿verdad? Otra vez los cambios de humor. Sonríe más, que estás más bonita. ¿Por qué le sonríes tanto? ¿Acaso estás coqueteando? ¡Tú siempre igual! No des el primer paso. Sí, atrévete, sé una chica moderna, no te quedes esperando. Pero espera, mujer, no vayas a parecer necesitada. Muéstrate sexy, sensual. Sorpréndelos. Mímalos. Deséchalos. Ten experiencia, aunque no mucha, a ver qué van a pensar… Sé inocente. Dulce. Y provoca. Eso les gusta. Acorta la falda, aumenta el escote. ¡Cuidado! No enseñes tanto, no digas tanto, no des tanto, no esperes tanto. Así nunca te querrán para nada serio. ¿Qué pretendes? ¡Te lo estás buscando! No juegues con fuego. Arde. ¿Mucho sexo? Puta. ¿Tan poco? Menuda mojigata. Sé divertida. Desinhibida. Modosita también. No bebas demasiado. Pierde el control. Pero no se lo hagas perder. O será tu culpa lo que pase.

Un nudo en la garganta me impide seguir probando bocado. Aparto la ensalada y espero a que el camarero, que no me ha quitado ojo de encima en todo este rato, se acerque de nuevo. Sin embargo, no lo hace, a pesar de sostenerme la mirada. Le indico con un gesto que me traiga la cuenta, por favor. Asiente satisfecho, no sé por qué. Y eso me molesta.

Me invaden unas terribles ganas de llorar. Sí, hoy estoy sensible. Y cansada. De parecer demasiado, o muy poco. De no saber qué ser, ni quién. Agotada de cada prejuicio que se va inmiscuyendo entre las rendijas de nuestro ser, sibilino. Del estereotipo, de la pretensión, de lo esperado, de lo políticamente correcto, de la justificación. ¿Por qué?

Pago la cuenta y salgo del restaurante sin demora. Me estoy ahogando. El aire frío me azota en la cara y lo agradezco aliviada. Cierro los ojos y respiro hondo algo parecido a la libertad.

Libertad… Claro, ¡eso es!

Entonces sonrío. Y levanto la cabeza y piso fuerte mi camino. Yo no soy una mujer sola en un restaurante tratando de encajar en los interrogantes de alguien más. No soy lo que ven ni lo que imaginan. No soy nada de lo que piensan. Yo soy muchas mujeres a la vez, cada una diferente, en constante evolución. Como tú. Como todas. Como siempre deberíamos ser: libres de etiquetas, moldes y corsés.

Sí. El próximo día me pediré la mejor pizza, postre incluido y café.

Los viejos

Fue un hombre joven. En algún tiempo que quizá él ya ni recuerda, lo fue. Ahora sorbe medio ausente y con dificultades una taza de café mientras sus hijos comparten trivialidades ajenos a su presencia.

Lo observo con ternura, aunque se me inundan los ojos de lágrimas al pensar en lo que conlleva la vejez. Esa vejez torpe y temblorosa que se convierte en invisible para el resto y solitaria para quien la vive. La vejez que se deja a un lado de la mesa y de la conversación. Como si no existiera más allá de ese tintineo tembloroso que de vez en cuando él hace sonar con la cucharilla. A mí me parece que es una forma de reclamo, en cambio los hijos no se percatan.

Me cuesta calcularle la edad, pero más de 80 lo curvan seguro. Esa década que, una vez alcanzada, se transforma en una prórroga donde salir victorioso es la excepción a la norma. Unos años en los que parece que ya está todo hecho y no queda más que esperar… Como quien asume una gran verdad sin cuestionarla. Sin embargo, yo me pregunto si, llegados a ese punto, los viejos se sienten realmente así en su fuero interno o es la sociedad la que los empuja a verse de tal manera: inútiles, inservibles, como un estorbo con fecha de caducidad.

Es verdad que las capacidades, todas, van menguando con más o menos prisa. Que se pierden reflejos, movilidad, rapidez, agilidad en general. Eso en el mejor de los casos. Hay quienes pierden hasta la memoria y con ella a sí mismos. ¿No deberíamos, entonces, seguir estando ahí para tratar de recordarles quiénes son? ¿Quiénes fueron? Cuando el ser se reduce a un solo sentir.

—¡Mira la que has liado! —le recrimina uno de los hijos al tener que limpiar con una servilleta los restos del café derramado sobre la mesa.

Me imagino cuántas veces él le dijo lo mismo siendo niño y arregló cada uno de sus desastres con paciencia infinita… Adivino un punto de tristeza en su mirada cuando la recorre con lentitud por el local tratando de evitar la de su propia familia. La de cualquiera que solamente vea en él a un viejo al que ahora toca regañar.

—Venga, papá, vámonos, que a al final a tu paso también llegaremos tarde y no puedo perder toda la mañana contigo —apremia el segundo hijo, y a mí se me retuerce esa última palabra en el alma.

Le cuesta ponerse en pie, pero noto el esfuerzo que hace agarrado a la silla para sostenerse sin ayuda. Como si la dignidad que le han arrebatado estuviera ahí mismo, en su capacidad para levantarse. Uno de los hijos se ha acercado a la barra para pagar, tiene prisa. El otro le sacude a su padre las migas del cruasán que como arañitas se le han quedado enredadas en la lana del jersey. Él balbucea molesto algunas palabras que no alcanzo a entender. Su hijo le ayuda a ponerse el abrigo y respiro la desesperación que emana cuando tropieza con los dedos trémulos de su padre que batalla con la cremallera.

—¿Ya o qué? Va, hombre, va…

Me da un poco de rabia escucharlo resoplar así y encaminarse hacia la puerta dejando a su padre atrás. ¿Haría yo lo mismo? Un nudo en la garganta me aprieta, pero la conciencia me susurra tranquila. El primero aguarda fumando en la puerta. Los cigarrillos tampoco pueden esperar.

Lo veo alejarse con pasos cortos y el cuerpo echado hacia adelante, cansado. Todo lo que abulta es por la ropa, no obstante, sé que en otro tiempo donde hoy bailan pellejos se apretaron impetuosos los músculos. La juventud. La vida. Esa vida que a los viejos ya no les permitimos tener.

Y, lentamente, se va.

El amor nunca se acaba

Se me rompió el corazón. Lo supe en el mismo instante en que sucedió.

Había sido una mañana más dentro de la normalidad de aquellos últimos días tan poco normales. Trabajé, como hoy, media jornada. A primera hora de la tarde salí a recoger los roscones de Reyes y a comprar un décimo de lotería rozando el larguero, a ver si el sorteo del Niño nos traía suerte. Encuaderné mi recopilación anual de textos para regalártela como de costumbre cada 6 de enero. Envolví los regalos pendientes y me puse a redactar una carta de esperanza a mi rey mago favorito, que no era otro más que tú.

Pero la carta nunca vio la luz.

De repente, un frío intenso me recorrió entera y algo en mi interior me susurró que esas palabras de esperanza ya no tenían razón de ser. Qué extraño, pensé, nunca me había sentido así al escribir. Apagué el portátil y empecé a deambular por la casa. De pronto no me apetecía estar sola. Temblaba y solo quería refugiarme en un abrazo. Tuve miedo de mi instinto, o de lo que fuera aquello que sentí, porque sabía que eras tú.

La luna crecía tímida y anaranjada en el cielo del atardecer. Es curioso, ni siquiera sé por qué la miré, y no se me olvida. De la calle me llegaba el griterío de los niños que correteaban ilusionados rumbo a la cabalgata del barrio, como había hecho yo toda la vida, a pesar de los años cumplidos. Los observé tras los ventanales. Noche de Reyes, papa, qué noche tan mágica. Pero los nervios me impidieron sonreír, y seguí aguardando como leona enjaulada.

Los malos presagios nunca me mienten y la noticia no tardó en llegar. Aún resuena como un eco aquella frase partiéndome en dos, mientras me agarraba con temor y desconcierto a la encimera para no caer. Entonces sentí el crujido seco del alma. Todo lo que había sido seguro, mi vida tal y como la conocía, se desvanecía ahora a mis pies.

Tras el shock inicial que me mantuvo entera para poder soportar el ritual de la despedida y compartir con quienes también te quisieron el homenaje al gran hombre que fuiste, llegó la brutal soledad con el derrumbe de absolutamente todo. Me sentí frágil como un castillo de naipes… y tan distinta. Se abría ante mí un abismo incierto, un nuevo camino en el que tú ya no me acompañarías. No al menos de la manera en la que siempre habías estado. A mi lado.

Comenzaba mi duelo por ti.

El dolor me caló literal hasta los huesos. Lo pude palpar. Lo sentí físicamente en la opresión del pecho, en las cervicales agarrotadas, en la mandíbula apretada, en esa fatiga inexplicable, en las noches de insomnio y en las marcas de la piel. Los suspiros aparecieron como si mis pulmones necesitaran una válvula de escape. Por algo dicen que nacen del aire que nos sobra por la persona que nos falta. Las lágrimas se abrieron paso a través de un sendero tortuoso que no tuve más remedio que comenzar a andar, aun sin saber cómo.

Y ya ha pasado un año. Me parece mentira.

Al principio, la incredulidad me mantuvo resistente a aceptar que te había perdido. Como si de alguna manera esperara despertar de una pesadilla que no cesaba, aferrada a la rabia del porqué. Sin embargo, el pluscuamperfecto no ayuda y poco a poco ese enojo fue dando paso a una tristeza abrumadora. He sentido el silencio de tu voz en las paredes, el vacío de un hogar que a mí me pareció que ya no lo era sin ti. La ausencia me ha apuñalado sin piedad en las reuniones familiares, pero es sobre todo la rutina la que más atormenta.

Estaba tan acostumbrada a nuestro día a día…

Que he descubierto que es justo eso, el recuerdo agradecido de cada momento que me regalaste, lo que me ayuda a salvarme de la pena y el dolor que todavía siento. Porque es mentira que un año baste para sanar un duelo. Pero es verdad que el tiempo ayudará a serenar poco a poco el sufrimiento si nos permitimos sentir, llorar y avanzar. Me atrinchero a menudo en el laberinto de la memoria porque me gusta revivir con alegría tus carcajadas, tus bailes, los chistes, las ideas de bombero, cada anécdota, ese magnífico humor negro… ¡Hay tanto que contar, papa! Que solo puedo dar las gracias por haber sido tú, y no otro, mi padre.

Gracias por los vídeos que grabaste en mi infancia y que ahora son mi mayor tesoro. Por hacer que me desternillara de risa con cada cuento inventado antes de dormir. Por llevarme a hombros, en brazos y de la mano. Por las fiestas de cumpleaños y Las Mañanitas que solo me entonabas a mí. Por transmitirme la ilusión de la incertidumbre ante cada regalo. Por las noches de Reyes que hiciste mágicas y que quisiera poder seguir conservando, a pesar de todo. Por los veranos en la playa de mi vida. Por llevarme por cada rincón de tu Melilla e impregnar el poso de la tierra en mí.

Gracias por dejarme ser en la adolescencia y aceptar que te saliera rebelde y del Real Madrid. Por presumir cada uno de mis logros sin habérmelos impuesto ni exigido. Por hacerme sentir valiosa pero no presuntuosa, sin alardes. Por todas las historias que me repetiste y las que seguro te guardaste. Por tu capacidad de estar en la retaguardia. Por no buscar nunca el conflicto, por permitirme volar a mi aire, aunque quizá a veces te costara. Por hacerme reír hasta las lágrimas y por sacarme de quicio con tu cabezonería. Por confiar en mi talento y animarme a seguir siempre para adelante. «Porque vendrán tiempos mejores», aseguraste en la misma UCI…

Gracias por haberme dado tanto y seguir dándomelo, ahora de una forma distinta. Si alguien sabía disfrutar al máximo y contagiarnos optimismo, ese eras tú. Y, ¿sabes?, creo que en realidad eso es lo importante, lo que queda. Somos los momentos que luego se convierten en memorias. Si además hay amor de por medio, entonces nos volvemos inmortales. Porque el amor, como sentenció ayer uno de tus nietos, es lo único en esta vida que nunca se acaba.

Por eso yo siempre seré tu Tinita, y tú nunca me abandonarás.

Gracias por esta vida juntos, papa. Te quiero por toda la eternidad.

P.D. Sé que te gustaría saber que 2022 se llevó, entre tantos otros, a Paco Gento, a Olivia Newton-John, a Pablo Milanés, a Javier Marías, a Gorbachov, a la Reina de Inglaterra, al Papa emérito y a Pelé. Gente destacada, ya lo ves. Además, Putin invadió Ucrania desencadenando una guerra que perdura; la inflación alcanzó los dos dígitos y mantiene los precios disparados; el calor batió récords en verano y el COVID sigue entre nosotros, aunque ya no le hacemos tanto caso. En lo futbolístico, Argentina ganó el Mundial y por fin Messi pudo levantar el trofeo que le faltaba. Sé que te hubieras alegrado. No tanto con nuestro desempeño, caímos contra Marruecos en octavos. Y tu Barça… pues no ganó nada, pero ese desastre tú ya lo venías anunciando…

Adiós, 2022

Le digo adiós a un año que empezó de la peor manera posible: arrebatándome a mi padre en la que para mí había sido siempre la noche más mágica de todas. La noche de Reyes. Aquel día todavía llegaban a mi móvil mensajes cargados de buenos deseos y esperanza. La resaca típica de estas fiestas, rebosante de amor y fraternidad, a mí me quebró en dos. Supe en ese instante que, por mucho que lo intentara, no podría tener un año feliz. Apenas había echado a andar y ya quise que se terminara. Que todo se apagara. Incluida yo.

No ha sido fácil. No lo es. 2022 ha sido muy duro, triste y doloroso. Me ha obligado a verme a mí misma de una forma distinta, hasta ahora desconocida. Me ha enfrentado sin compasión a una pérdida para la que no estaba preparada y para las consecuencias que vinieron después: la falta de energía, de ilusión, de ganas. La pérdida de mi propia identidad, aferrada a una mitad que ya no seguirá sumando, pero que me lo dio todo. Esa parte de mí que era mi padre. Mi raíz, que siempre será.

2022 ha sido cruel en el silencio y la ausencia. Me ha colmado de lágrimas muchas madrugadas y también a plena luz del sol, buscando un horizonte borroso en cualquier playa. Me ha sacudido todos los recuerdos, incluso aquellos que de tan dormidos pareciera que nunca existieron. Cada instante vivido ha resurgido de una forma extraña, a veces grandioso, otras salvajemente despiadado. He tenido que ir acomodando cada emoción según nacía, para no morir asfixiada por todas ellas. Ese ha sido un valioso aprendizaje, sin duda.

Porque sí, este 2022 de oscuridad y desaliento me ha dejado unas cuantas lecciones en la retaguardia. Que estamos de paso, por ejemplo. Y que cada momento cuenta, por insignificante que parezca. Cada risa, cada detalle, cada palabra, cada gesto, cada caricia. Al final, solo queda lo bueno y es el amor lo que de verdad perdura. El amor cotidiano, ese que se escurre entre las pequeñas cosas. El amor que no se ve de tan ligero, pero que va fortaleciendo suavemente el alma como una inversión a futuro. Porque cuando el corazón se rompe, el amor que nos queda y el recuerdo del que fue, lo hilvana otra vez.

He aprendido lo que es la resiliencia sin alardes ni charlatanería de gurús motivacionales. Cuando no tienes fuerzas para levantarte una mañana, cuando quisieras acurrucarte bajo tu edredón durante horas, cuando sientes que tu mente ya no rinde, que tu capacidad está al límite y que te has convertido en una bomba a punto de estallar en cualquier momento… Te dejas llevar y sucumbes, con rabia o con llanto. Entonces te liberas un poco y das otro paso más. Y así, despacio, como puedes, vas encajando tu vida a las nuevas circunstancias, tambaleándote por ponerte en pie.

Este año también me ha enseñado a vivir. Aunque sea con el alma rota en mil pedazos, con lágrimas velando los ojos o con muecas tristes simulando sonrisas. Me ha regalado momentos felices, quizá los más felices ahora que sé lo que esconde la otra cara de la moneda. Ese dolor tan profundo que se filtra por cada poro, para siempre. Por eso puedo decir que lo que he disfrutado en estos meses lo he hecho con toda la intensidad posible. Viajes, detalles, abrazos, visitas, momentos, personas… Y familia, siempre la familia. Mi red de supervivencia, mi ejemplo a seguir.

Hoy, a unas horas de finalizar mi peor año, agradezco a todos los que han transitado, y lo siguen haciendo, este arduo camino conmigo. Sé que no ha sido fácil subirse a mi montaña rusa, pero este proceso me está mostrando la importancia de ser y a valorar a quienes están. Lo reconfortante de un mensaje inesperado preguntando qué tal, de una llamada lejana que se siente aquí al lado, de un mail extenso cargado de emociones, de un par de palabras apretadas, de una noche de besos y cervezas, de un café improvisado. Gracias a quienes aun sin formar parte activa de lo cotidiano, me han demostrado todo su cariño. También a los que han llegado a mi vida en un momento tan complicado como este, en el que a veces siento que no soy yo misma, y apuestan por quedarse ofreciéndome una mano amiga. A quienes estuvieron y siguen estando, pacientes e incondicionales. Y a los que pensé que me agarrarían fuerte y, sin embargo, me han soltado, gracias por aligerar mi equipaje de afectos que no eran reales.

Sé que un mal año no termina cuando le arrancamos la última hoja al calendario y soy consciente de que este 2023 que asoma no será piadoso conmigo en sus inicios. Pero mientras los latidos nos lo permitan, caray, vamos a vivirlo.

¡FELIZ AÑO NUEVO!

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