No es sólo fútbol

«El Mundial es una especie de estado de gracia universal, o eso creemos, sublimado por la ilusión de cada nuevo partido que ya va a empezar». Juan Esteban Constaín, escritor colombiano.

Y sí, para qué vamos a engañarnos, todos los que somos aficionados al fútbol esperamos cada cuatro años impacientes e ilusionados el inicio del Mundial. Días antes comenzamos a memorizar el calendario de partidos, calculamos la diferencia horaria entre nuestro país y el anfitrión, hacemos cábalas y apuestas, y nos interesamos por equipos que antes apenas hemos visto jugar. Pero ahora esas Selecciones más o menos conocidas se convierten en rivales y queremos saberlo todo de ellas. Cómo son en el tú a tú, cuál es su mejor baza y qué credenciales históricas presentan en este tipo de competiciones. Nos implicamos de tal manera que durante un mes el fútbol se convierte, creemos que con todo derecho, en el tema de conversación principal alrededor del mundo muy a pesar de todos aquellos que no comparten esta emoción, que se sorprenden y que nos critican desde ese absurdo altar de intelectualidad. Perdón, pero un mes cada cuatro años no es mucho pedir, déjennos gozar de este opio en paz.

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Y así estamos ahora todos los seguidores universales drogándonos diariamente convertidos en directores técnicos desde el sofá de casa o con suerte desde la grada, ajustando la alineación del equipo, aprobándola o criticando esas locuras de entrenador que todos en algún momento tienen (para bien y para mal). Y llega el día D y la hora H. Ya están los 22 jugadores posicionados en sus respectivos campos, separados por ese árbitro que no sabremos si será justo, aliado o enemigo. Una milésima de segundo en silencio antes de escuchar el pitido inicial. Rueda el balón al son de tus propios latidos. Noventa minutos que pueden ser eternos o apenas un suspiro. Noventa minutos para tocar el cielo o caer en un infierno. Noventa minutos en los que aplaudes las jugadas, alientas, te cabreas, les das algún que otro grito instructivo a tus jugadores y chillas uys y ays en todas sus posibles entonaciones. El mono de goles empieza a notarse conforme avanzan los minutos y el último tramo del partido a veces se vuelve tan mágico como insoportable: que no pite el árbitro o que pite ya. Puedes pasar de la alegría a la decepción en tan sólo un segundo; amas y odias a tu once sobre el terreno de juego varias veces durante el encuentro y el sube y baja de emociones es tal que difícilmente se puede explicar: o se siente o no se siente. Porque el fútbol es así: radical, impulsivo, disparatado, orgásmico.

Ya lo decía Gabriel García Márquez cuando lo calificaba como el más bello espectáculo. Pocas cosas en esta vida conjugan emoción, riesgo, nervio, alegría, furia, rabia, tristeza, éxtasis, locura y diversión en poco más de una hora como lo hace el fútbol. Por eso el Mundial se convierte en la excusa perfecta para todos los amantes del deporte rey que necesitamos y gustamos de ese opio que algunos con burla todavía denigran. Pero es que el Mundial no es sólo fútbol: es convivencia, es aprendizaje, es respeto, es cultura, es entrega y humildad. Y el fútbol no es sólo fútbol: es darse la mano antes y después de cada choque, es la lealtad a un sentimiento, es la magia de lo inesperado y el surrealismo de lo imprevisible. El fútbol mueve masas, crea ilusiones, acelera corazones. Y sí, es probablemente la cosa más importante de las cosas menos importantes, como dijo Sacchi. Pero por favor, ¡no te termines nunca!

Y ahora, ¡que siga el espectáculo!

 

 

Islandia, el David contra Goliat

Ayer no fue un buen día para mí en lo que a fútbol se refiere y hoy todavía colea la pesadumbre y el enfado por la derrota de España ante Italia. No jugamos bien, eso es un hecho, hicimos una primera parte de pura vergüenza e Italia nos pasó por encima sin piedad. Llevaban mucho tiempo gestando su propia vendetta, agravada por la humillación de aquel 4-0 en la final de la última Eurocopa, y al fin encontraron el momento tras 22 largos años sin superarnos en partido oficial.

Mal momento para nosotros, que empezamos el torneo con muy buenas sensaciones, con la esperanza de que la vigente campeona de Europa había olvidado su fracaso en Brasil para resurgir de nuevo con su particular ‘jogo bonito’ que tantas alegrías nos dio. Iniesta, el rey, volvía a llevar la batuta del equipo y enseguida cotizamos más en las apuestas y en las propias aspiraciones. Hmire-como-quedaron-los-octavos-de-final-de-la-eurocopa-2016_367261asta que llegó Croacia con sus Modric, Rakitic, Perisic y demás ics para ponernos patas arriba el camino «fácil» y complicarnos tontamente la vida. Y sí, mamma mia la Italia!

Aunque en la segunda parte sacamos garra, los errores en fútbol se pagan y ya estábamos más que sentenciados. Nos volvimos a casa con el sabor amargo de la derrota, la humillación de ese segundo gol a bocajarro en el 91′, y la tristeza de ver cómo se termina nuestro ciclo diciéndole adiós a la mejor generación de la historia, que difícilmente se volverá a repetir. Ahora lo que queda es seguir adelante, renovar jugadores y proyectar un nuevo estilo de juego que nos ponga otra vez entre los mejores, donde debemos estar.

Pero la noche no acabó ahí. Triste y todavía con mi camiseta pegada a la piel no podía creerme la sorpresa, hasta el momento, de esta Euro: Inglaterra hacía también las maletas al ser derrotada por una increíble Islandia. Mal de muchos, consuelo de tontos. Dicen.

Islandia. Esa «tierra de hielo» de poco más de trescientos mil habitantes al sur del círculo polar Ártico repleta de glaciares y volcanes de nombre impronunciable. Islandia, ese pequeño país que estuvo a punto de morir en 2008 y que hoy es un ejemplo a seguir sobre cómo se pueden hacer las cosas de otra manera y salir adelante con solvencia. Islandia, que ha devuelto los 1.800 millones de euros que le prestó el FMI antes del tiempo previsto y que desde 2011 acumula cifras de crecimiento económico estable. Islandia… Quién nos lo iba a decir.

Los holandeses ya padecieron la desdicha de quedar fuera de la Euro en la fase de clasificación precisamente en manos de ese equipo humilde que bien podría ser el representante de cualquier pequeña ciudad europea. Portugueses y húngaros se las vieron y se las desearon en la fase de grupos para rascar un empate, y a los austriacos los mandaron también a casa. Ahora le ha tocado a la poderosa Inglaterra decir adiós. La inventora del deporte más bonito del mundo hace tiempo que dejó de leer las instrucciones, pero nadie se esperaba que un «segundón» la dejara fuera en octavos de final. Doble Brexit en cuatro días no será fácil de digerir… Poor English.

Pero ésta es, en definitiva, la grandeza del fútbol, y precisamente en Inglaterra esta temporada vivieron uno de esos milagros que no lo son tanto: el Leicester se proclamó campeón de la Premier por su dedicación y esfuerzo diario. Por su pasión, su ambición, sus ganas. Y sobre todo, por su modestia. Estoy convencida de que Islandia, como todos esos «segundones» que este año tienen cabida por primera vez en la Eurocopa, darán un giro de tuerca (que ya están dando) para hacernos entender al resto que los equipos más allá de sus nombres los conforman sus personas. Que una cura de humildad siempre es necesaria, que los de abajo siempre luchan más y que nunca hay que subestimar a un contrario.

Si no, recuerden a David contra Goliat.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I ♥ FUTBOL

 

logo-puma-love-football-hardchorus-1Soy mujer y me gusta el fútbol. Pero no me gusta ahora que parece que se lleva eso de que las mujeres compartamos afición con los hombres para que se nos vea incluso «sexies» también en formato deportivo. A mí me gusta el fútbol desde bien pequeña, cuando en los parques me iba detrás de los mayores buscando el balón y en el patio del colegio montábamos equipos después de comer. Todo niñas y en horas de recreo, ¡lo que yo hubiera dado por tener una extraescolar de fútbol! Seguramente lo habría disfrutado más que el baloncesto al que fui, y no fui.

Me gusta el fútbol desde que a los Reyes Magos les pedía la equipación que nunca tuve. Creo que pensaban que era una tontería, total, yo era una niña… ¿Por qué me iba a gustar ese deporte tan masculino? A día de hoy creo que todavía existe esa mentalidad por mucho que hayan cambiado las cosas y el fútbol femenino sea cada vez más visible incluso en los medios de comunicación. Pero aún y así, falta mucho por hacer, y sobre todo, muchas ideas machistas por erradicar.

A mí me gusta el fútbol y lo disfruto. Recuerdo la primera vez que lloré de emoción ante la TV: el 15 de mayo de 2002, el día en el que el Real Madrid ganó su novena copa de Europa en Glasgow. Empecé a temblar con la volea de Zidane casi al descanso y me puse de pie mientras el Bayer Leverkusen encerraba a los blancos en su área en los minutos finales. Iker Casillas comenzó aquella noche su leyenda con tres paradas imposibles que le dieron al conjunto merengue el título. Él lloró, yo lloré, y todos los blancos lloramos. Tenía 15 años.

He vivido y sufrido muchos otros partidos catalogados como históricos, tanto del Real Madrid como de la Selección Española, pero si tengo que destacar alguno me remonto a la final de la Eurocopa de 2008. En aquella cita, impensable años atrás cuando nunca pasábamos de cuartos, cuando el campeonato de 1964 ya nadie lo recordaba, cuando éramos el patito feo que siempre volvía a casa antes de tiempo, nos hicimos grandes gracias a la mejor generación de futbolistas que han dado las canteras de este país. Aquel 29 de junio y frente a la siempre poderosa Alemania, «el niño» Fernando Torres se hizo hombre marcando el único gol del partido que nos dio el triunfo soñado. Aquella noche en Viena por fin lo hicimos posible y nos lo creímos de verdad.

Dos años después, con un cambio de entrenador y algún retoque en la plantilla viajamos a Sudáfrica con la mochila llena de esperanza e ilusión. Ir como campeones de Europa nos daba un plus mediático y mucha más confianza en nosotros mismos, y al compás de las odiosas vuvuzelas y sufriendo en cada partido una cardiopatía más severa, ¡LO LOGRAMOS! El orgullo patrio y sobre todo la humildad de un equipo de jugadores amigos nos dio el premio más alto al que una Selección puede aspirar: ser campeones del mundo.

Ese domingo caluroso de julio, envuelta en mi bandera y con la cara manchada de rojigualda lloré como nunca había llorado de emoción en un partido. Quizá haber crecido escuchando a mi padre decir en su pesimismo que se moriría sin ver a España campeona de un Mundial hizo de aquel momento algo todavía más único: verlo tan emocionado como yo no tuvo precio. Aquel minuto 116 y el «Iniesta de mi vida» es de esas cosas que una jamás se cansa de ver, recordar y volver a sentir. ¡Nada como ver a tu país coronarse rey del mundo!

Pero como a nosotros nos gusta seguir haciendo historia, dos años después volvimos a demostrar quién seguía mandando en Europa y ante una Italia destrozada revalidamos el título consiguiendo lo que nadie ha conseguido nunca hasta la fecha: ganar tres campeonatos de Selecciones consecutivos.

En 2013 también nos plantamos con garra en la final de la Copa Confederaciones pero la anfitriona Brasil nos pegó duro con tres goles que nos impidieron batir un nuevo récord. Con la desilusión de la derrota pero con la satisfacción del trabajo bien hecho volvimos a casa con la medalla de subcampeones. Sin embargo, 2014 nos dio el peor revés, de nuevo en tierras cariocas, cuando ni siquiera conseguimos superar la fase de grupos del Mundial. La humillación a la campeona no tuvo límites y desde casa hubo quien, como es costumbre en nuestro país, le quitó mérito a todo lo anterior. Pero no señores, que un batacazo no empañe tanta gloria.

Ahora los aficionados al fútbol tenemos otra cita: una nueva oportunidad para salir a por todas y seguir sumando emociones y sufrimientos. A falta de unas horas para el debut de España en esta Eurocopa 2016 y con algunos partidos ya disputados lo que más me importa es que todo discurra de la mejor manera durante el torneo, que nos permitan a todas las aficiones participantes disfrutar de un mes de fútbol y nada más que fútbol, al margen de amenazas y vandalismo de guerrilla. Que el deporte sea lo más importante y que los altercados que algunos indeseables se empeñan en cometer sean simplemente la anécdota desagradable a un ambiente saludable y deportivo. Que como dijo aquél, «el fútbol es lo más importante de lo menos importante», y al fin y al cabo esto es simplemente un maravilloso juego.

 

El número dos

Ahora que los futboleros estamos bailando entre el nervio y la pasión el cierre de las competiciones del curso, pasando revista al trabajo realizado durante el año y esperando con ganas ese colofón final que nos eleva o nos hunde, me planteo la similitud entre el deporte y la vida. Entre la competición y la ambición. Entre ser el primero y ser el resto.

Y no hay peor lugar que el segundo.

Por muchos esfuerzos que hagas, por muy lejos que intentes llegar y aunque le pongas hasta el corazón, la bofetada del segundón no tiene consuelo. Sí, es cierto, no fue tan mal, lo importante es participar. Pero ese alivio deportivo no calma cuando sabes que quizá podrías haberlo hecho mejor, tú podrías tener el primer lugar. El de la gloria y el honor.

Pero cuando estás en el lugar del casi, del ni chicha ni limoná, a las puertas del cielo rozando el premio sin poderlo alcanzar… Ese maldito puesto que con el tiempo nadie recordará se te enquista en las entrañas mientras esperas una nueva oportunidad para dar más, para dar mejor, para ganar.

No es tan diferente de la vida. Todos queremos ser campeones, no vinimos a este mundo a participar, a verla pasar, a vivirla a través de los demás. La vida es nuestra carrera de fondo más importante, con sus caídas, sus miedos y sus ya no puedo más. Todos queremos portar de vez en cuando la corona de laurel, incluso los que predican más humildad. A nadie le gusta ser el número dos ni el cero a la izquierda, mucho menos que otros te releguen a ese lugar.

Segundo plaloserto, comodín, plan B. No queremos ser eso aunque a veces sin darnos cuenta caigamos varios puestos en la lista y decidamos por un tiempo conformarnos porque ya no tenemos más ganas de luchar. Soltamos las riendas y nos dejamos llevar, nos ajustamos a ser ese «dos» sombrío al que nadie presta atención, el que no tiene cabida en los momentos importantes, ése al que le dan la palmadita para intentarlo conformar. Casi con la indulgencia de un «ya te llamaremos» mentiroso el número dos pasa sus días sin pena ni gloria sabiendo que es lo suficientemente bueno como para mantenerse ahí, como para que lo busquen y necesiten de él, pero no tiene el estatus social que se lo reconozca y al final la recompensa siempre se la lleva otro.

Hasta que un día el eterno segundón se cansa y da un puñetazo sobre la mesa. Aut Caesar aut nihil. Ya no más estar detrás y ver cómo las atenciones le pasan rozando. Ya no más hacer el trabajo sucio y estar a disposición de intereses ajenos. Ya no más cinco míseros minutos de gloria y 23 horas de silencio desleal. Que ser segundo nunca fue sinónimo de rendir pleitesía ni vasallaje. Que el número dos no vive a la luz como el primero, pero tampoco se merece mentiras de consuelo.

Si no se puede ganar, cambia de competición. Pero no te conformes con ser siempre el comodín, un plan B ni la segunda opción.

Y eso aplica en el deporte, en el trabajo, en las relaciones personales y en la vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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