Presagio, gloria, infierno

Fue una sensación extraña. Siempre había sabido que poseía cierta sensibilidad intuitiva, la vida se lo había demostrado en más de una ocasión. Y de dos. Además, para su desgracia, cuando no intuía, soñaba. ¡Y caray si acertaba! Algunos no la creían, por supuesto. Decían que sus premoniciones eran fruto de la casualidad o de pensamientos recurrentes y ansiosos que en algún punto tenían que hacerse realidad. Pero ella estaba muy convencida de esa especie de don, o más bien de tortura, que la perseguía desde bien pequeña cuando el subconsciente le adelantaba lo que estaba por llegar.

Aquella tarde el bus iba atestado de gente, pero ella había conseguido acomodarse en un hueco junto a la ventana. La claustrofobia era menos perceptible viendo el paisaje pasar. Se colocó los auriculares y dejó que la música sonara en modo aleatorio. No tenía muchas ganas de escoger tema ni estilo, solo quería dejarse llevar con el ir y venir del tráfico, imposible a esas horas. Se conocía el camino al dedillo: las paradas, los semáforos, incluso las caras de quienes la rodeaban… Cada día la misma rutina.

No veo nada,
No sé si estoy o no,
No distingo la realidad de la ciencia ficción,
Busco entre mis cosas
Y todo es pura contradicción,
Cada molécula de mí solo piensa en huir…

Una letra distinta le llamó la atención. Cuántas veces había imaginado cómo sería largarse, dejarlo todo atrás, empezar de nuevo, tomar otro rumbo. Volar. ¿Estas cosas las pensaba todo el mundo? En cualquier caso, ella era consciente de que nunca lo haría. Seguiría sumergida en ese bucle de confusión que a veces la aturdía de tanto dar vueltas sin resultado. Se dejaba vencer por los vaivenes del destino, o lo que ella quería creer como tal. Seguramente era una postura cobarde. O la más rápida para atajar los demonios de todo aquello que la atormentaba en soledad, lo que no confesaba, lo que anhelaba en lo más hondo de su ser. Pero es que a veces una ya no tiene ganas de batallar y es más sencillo mirar para otro lado, dejarlo pasar.

Cinco segundos para la fusión:
Salgan corriendo, aborten la misión.
Paradoja espacio temporal,
Entre mis piernas este clima tropical…

Sonrió. Qué buena canción, se dijo. El reflejo del cristal de la ventanilla le devolvió unas mejillas sonrojadas por el recuerdo de las noches de cenas, besos y velas, con las piernas justamente enredadas. Una corriente eléctrica le bajó por el vientre hasta desembocar en una marea de emociones, las mismas que le provocaba él al clavar su mirada verde indescifrable justo antes de acariciarle los labios con los suyos. Hacía tan solo unas horas de todo eso y ya lo echaba de menos. Suspiró un bocado de amor resignado, no le quedaba más remedio que seguir esperando y alejar los malos augurios que la invadían cuando se sentía extraña y feliz. Su mundo onírico no cejaba en su empeño: abre los ojos, ten cuidado, protégete…

De pronto, un crujido seco la partió en dos. Pero ¿cómo…? Se incorporó para poder ver mejor tras el amparo que le proporcionaba el autobús, que ahora parecía asfixiarla. El bofetón de realidad le retumbó en el alma. Quiso correr. Quiso llorar. Quiso gritar. Y, sin embargo, se quedó paralizada. Ahí estaba su sueño, ajeno a ella, a tan pocos metros de distancia, agarrado a otra mano, riendo con otra risa, abrazando un futuro que nunca sería suyo.

He ahí el presagio de su gloria caída de nuevo a los infiernos.

Se nos rompió el amor

Cantaba la gran Rocío Jurado aquello de se nos rompió el amor de tanto usarlo…

Como aquella pasión desbordada, creciente en cada poro de nuestra piel. El deseo que empezó siendo curiosidad y acabó esclavizándonos el uno al otro. Fuimos como esa droga que atrapa y envuelve en un éxtasis desconocido. Pero no hay droga buena. Y así nos quisimos, con más cuerpo que alma. Como fieras que se arañan y se lamen luego sus heridas. Como niños ingenuos que no piensan nunca en el mañana.

Se nos rompió el amor de tan grandioso…

Porque nos amábamos sin censura en nuestra cápsula de miradas, caricias y silencios. No necesitábamos más cuando los labios húmedos de ansia se rozaban y los suspiros volaban libres. Por fin juntos. La espera impuesta explotaba con más fuerza las ganas de entregarnos por completo. De tenernos. De ser solo nosotros dos. Y era hermoso cerrar los ojos en cada abrazo cómplice, dejarse llevar sin medida ni tregua. Sonreíamos al mirarnos como quinceañeros descubriendo el mundo.

Por eso, jamás pensamos nunca en el invierno, pero el invierno llega aunque no quiera…

Las palabras a medio decir. Las verdades a medio contar. Los celos encubiertos. Los miedos al descubierto. Las lágrimas que empezaron a surcar la misma piel por donde antes habían caminado los besos. El sentir de más, ¿cómo no hacerlo? Apelar a la razón para alejarnos y no poder hacerlo del todo. La tortura de vernos simplemente pasar, ensordecidos por los latidos de nuestro corazón agitado. El peligro de respirar de nuevo el mismo aroma y sentir las piernas flojear. Querernos demasiado sin poder romper las cadenas que siempre nos ataron, aunque no quisiéramos verlas. Huir, callar, hablar, darnos, volver…

Estuvimos tantos años jugando a amarnos que al final, como un cristal que siendo frágil también hiere, se nos rompió el amor y terminó matándonos a los dos.

Una piel extraña

Las horas y la luna jugaron a favor. También las copas, claro. Y los bailes casuales sin intenciones. O quizá con ellas. La música dejó al descubierto el compás torpón de nuestros cuerpos al son de la madrugada. Nos reímos, acalorados, y buscamos algo de frescor bajo aquel cielo tupido de nubes. El alboroto de la fiesta llegaba amortiguado al jardín y agradecimos la bajada de decibelios.

Dejamos que el silencio nos acompañara unos minutos sin sentirnos incómodos. Algunas parejas se besaban no muy lejos de allí, cómplices del alcohol y la penumbra. Un comentario travieso me hizo sonreír y probablemente me sacó los colores. Qué cosas tienes, te dije. Tú sonreíste también. Apuramos nuestras bebidas entre bromas. ¿Volvemos?

El primer escalofrío surgió tras el roce fortuito de nuestras manos de regreso a la fiesta, pero ambos quisimos ignorarlo. Como muchos de los invitados ya se despedían, aprovechamos la oferta de la amiga de una amiga de otra amiga para acercarnos en su coche hasta casa. Se nos hizo fácil decirle que sí, y se nos hizo lógico proponerle que nos dejara en un único punto para evitarle dar vueltas. Ese punto fue tu casa.

Serviste un par de copas que terminaron quedándose a medias sobre la mesita del salón. Nos recostamos en el sofá y comentamos lo divertido de la velada. En un momento dado, mientras yo hablaba, te agachaste para desabrocharme las sandalias de tacón y me las quitaste con suma ternura. Estarás más cómoda así, ¿no? Te miré con curiosidad y me sentí una Cenicienta a la inversa. Por alguna extraña razón tenerte a mis pies me pareció de lo más provocador, pero no dije nada.

Retomamos la conversación y poco a poco, sin sopesar las consecuencias, nos fuimos acurrucando de forma natural, como si lleváramos toda la vida haciéndolo. Los cuerpos se acomodaron el uno al otro con un estremecimiento reflejo. Así le cedimos la palabra a los gestos que, lentos, recorrieron nuestra piel por encima de la ropa primero, por debajo después. Los dedos se enredaron suaves en el cabello antes de entrelazarse entre sí.

Nuestros labios se mantuvieron al límite en sus escasos centímetros de distancia, prolongando el deseo, preservando también lo poco que nos quedaba de cordura. Los alientos se fundían a la par que nuestras piernas bajo mi vestido, hasta que no pudimos contenernos más. Desatamos los besos largos, las caricias descubridoras, el destello ardiente en las miradas. El silencio roto por los susurros al oído y el rumor del placer… Ya no había vuelta atrás.

Al abrir los ojos me vi abrazada por los ligeros rayos de sol mimándonos. Y por ti. No quise despertarte, por si al hacerlo ambos el embrujo se esfumaba. Te observé, dormido a mi lado, y con la yema de mis dedos tracé líneas difusas por tu rostro, tu cuello, tus hombros, tu espalda, tu pecho. Una amalgama de olores invadía mis sentidos atrayéndome como un imán que me apretaba contra ti. Aquella sensación era como estar en casa, un lugar al que ya no iba a poder dejar de pertenecer. Al fin había encontrado mi refugio en una piel, la tuya, que hasta apenas unas horas antes tan solo era una piel extraña.

La chimenea

La luz ámbar del fuego ilumina suave la estancia, concediéndole calor a esta fría noche de marzo. El ondear de las llamas en la chimenea se vuelve hipnótico a sus ojos mientras el silencio se adueña de ellos. Solo el chisporroteo de los troncos ardiendo los saca de vez en cuando de su ensueño. Eso, y los roces casuales que sus dedos se dan sin querer, queriendo. Una tímida sonrisa le sigue a cada uno, sin apartar la vista de ese fuego. Un fuego que los envuelve, que los seduce, que los atrapa.

—¿Qué piensas? —pregunta ella, relajada.

—¿Tú? —responde él, curioso.

—Pues no sé… Que me gusta estar aquí, así, lejos de todo—se atreve—, contigo.

Él sonríe y la mira, entre pícaro e inquisitivo. Ella se sonroja. Sus mejillas acaloradas resaltan el color de sus ojos, que parecen más brillantes y oscuros esta noche, y el de sus labios carnosos, abiertos ligeramente intentando quizá buscar un argumento mejor.

—Y a mí —suspira él, siempre más parco en palabras, mientras se recuesta sobre ella apoyando la cabeza en su regazo, rompiendo la escasa barrera de centímetros que los separa—. Cuéntame cosas.

A ella le encanta tenerlo así, acurrucado en su cuerpo, confiado como un perro panza arriba listo para ser acariciado. Le revuelve el cabello con ternura, jugando con sus remolinos traviesos. Podría decirle que le quiere, nada más simple y revelador que eso, pero ¿será suficiente? Lo observa desde arriba, desde esa perspectiva de poder otorgado únicamente por la postura. Se miran largo rato, confesándose con gestos delicados todo lo que callan sus almas a veces tranquilas y otras atormentadas. El fuego que resplandece en sus pupilas no proviene solo de la chimenea, aunque los enmarque de forma especial en esta madrugada.

—¿Y qué quieres que te cuente? ¡Siempre te cuento cosas! —responde ella, risueña—. ¿No te aburres de escucharme?

—¡Pues claro que no, loca! —protesta haciéndose el ofendido—. Me gusta saber todo de ti, ¿que no te das cuenta?

Sí, sí se da. De eso y de cómo la mira esta y todas las noches que se pueden tener. Y de cómo lo hacen también esos días cuando, rodeados de gente, se buscan como gatos al acecho, entre el sigilo y el misterio, ajenos al qué dirán. Porque ellos se ven de esa manera única y extraña que solo una perfecta conjunción de amor y deseo es capaz de provocar.

Ella comienza su relato de cotidianeidad con dulzura, como quien le narra un cuento a un niño antes de dormir. Nada importante en realidad: rutinas, quehaceres, dudas, planes. Cualquier tema ocurrente, cierta provocación y alguna broma por medio después. Así pasan las horas, entre palabras, caricias y cómodos silencios.

El fuego mengua pidiendo más leña. Él se levanta para avivarlo y ella siente un escalofrío espontaneo recorriéndole la piel. Afuera la noche se difumina lenta mientras el rocío cala. Busca un par de mantas y se acuesta sobre la alfombra, junto a la chimenea.

—Ven, abrázame.

Bailan los destellos de un ardor creciente en sus miradas antes del primer beso. Los labios se palpan cautelosos, saboreándose sin prisa. Poco a poco se encuentran las lenguas, mientras las manos buscan el calor de los cuerpos bajo la ropa, que osada se desliza dejando al descubierto cada centímetro de piel. Los dedos, ágiles, corretean curiosos por los recovecos del placer. Las respiraciones se entrecortan y se aceleran por momentos. Se contemplan sin pudor y sonríen. Se saben seguros de una pasión desmesurada que están obligados a contener. Pero no ahora, no aquí, no juntos y a solas.

Él la recorre entera, despacio, agitando su mar. Ella lo hace palpitar en su boca en una plácida tortura. Se enredan sus piernas, prisioneras de tanto deseo. Él la observa ahora desde su atalaya de poder mientras ella se deja admirar antes de atraerlo magnética hacia sí. Se funden sin censura el uno en el otro, apretándose rítmicamente en una febril danza de caderas al compás de sus besos. Sentirse, eso es todo por ahora. Amarse, antes y después.

Una última sacudida de placer los conduce al abismo. En esas décimas de segundo se lo dicen todo, incluso lo que ni siquiera saben que se quieren decir. Después se rinden cansados, jadeantes, desarmados. La lumbre sigue desprendiendo formas de luz que se sombrean ahora en sus cuerpos perlados. Juegan a intentar trazarse las siluetas efímeras mientras sus latidos se sosiegan y sus respiraciones se relajan. Abrazados, se miran a los ojos en silencio, sonrientes, indagadores. No es la primera vez que se descubren tan vivos en una llamarada, pero quizá hasta este momento nunca se habían visto de verdad reflejados el uno en el otro, mecidos por el fuego de una chimenea, protegidos en la paz de la montaña.

A son de mar

Barco a la deriva entre tus dedos, furiosa, salvaje.

Perdida.

Latente de esperanza, muerta de miedo.

Ansiosa, incauta.

Me marea el vaivén de la indecisión, me aferro a cada ola sin remedio.

Busco la orilla a veces, surcando la salvación.

Pero de nuevo dejo atrás esa tierra firme, tediosa, yerma.

Y me hundo en el peligro…

Tu terreno.

Tengo sed de ti.

Húmedo deseo me embriaga azotándome la calma.

Y regreso, regreso, regreso…

Porque no hallo en el cielo estrellas más bellas que tus lunares,

ni constelación que me alumbre como haces tú.

Quiero ser gaviota errante y anidar sobre tu cuerpo,

magia eterna los besos que agitan mi mar sereno.

Instinto, razón, anhelo.

Tu boca, mi perdición y mi consuelo.

452936618d83dee89526556e9b5c3c77

Mi manera de vivir

—Y tú de mayor, ¿qué quieres ser?

—¿Yo? Mmm, escritora… —contesté tímidamente.

Se produjo un silencio. Vi su cara de asombro, incrédula, incluso puede que vislumbrara cierta mueca de rechazo, aunque a los ocho años no supe definirlo con certeza.

—Ya, pero… ¿y de verdad? —insistió la niña.

Entonces supe que mi decisión era demasiado rara, o aburrida, como para sorprender a aquellos ojos inquietos que esperaban una respuesta acorde con su carácter.

—Ah, pues no sé, peluquera, o maestra, o actriz…

Cualquier cosa más llamativa, pensé, o más normal. Y me guardé para mí aquellos tesoros en forma de letras que garabateaba en un diario rosa de candado. En la adolescencia los relatos de fantasía infantil dejaron paso a otros más crudos, más reales, más íntimos. Cambié los diarios por libretas corrientes donde garabateé confusiones y deseos, incertidumbres, esperanzas, ilusiones. Emborroné folios por doquier, archivé memorias y daños, me rebelé y me revelé. Y conforme fui creciendo hice de esa necesidad de expresión una costumbre, o quizá fuera al revés. Busqué en el periodismo la oportunidad de hacer de mi pasión oficio, aunque alguien me dijo que era demasiado literaria para lo que requerían las noticias. Después, la vida me llevó por otros caminos donde los números se impusieron. Sin embargo, esto no melló en mi afán por escribir, al contrario, lo potenció. Sentí cómo aquella niña de ocho años me gritaba cada vez con más fuerza quién era, qué quería, y lo que un día, por vergüenza, se calló. Y empecé a darme cuenta de que mi amor por las letras siempre estuvo ahí, inherente, casi inconsciente en mi manera de ser y sobre todo de pensar. Comprendí entonces que podría no hacer muchas cosas en esta vida, pero nunca podría dejar de escribir.

Porque escribo para poder entender. Para amar y que me amen. Para saber, para conocer. Por miedo. Para sobrevivir. Por costumbre, para matar la costumbre, por vivir otras vidas y revivir la propia. Escribo para acallar mis demonios y para darle alas a mi imaginación, para no perder la cabeza, y para permitirme perderla.

Escribo para asimilar mis emociones, para no sentirme sola, para no dejar escapar un solo instante. Escribo desde las entrañas lo que no puedo hablar, para ponerme orden, para dejarme llevar. Escribo para creer, para luchar, por inconformismo, como un modo de reivindicar, por justicia quizá. Escribo para soñar, para huir de la realidad, para salvaguardarme del qué dirán. Y, sin embargo, escribo desnudándome el alma, a veces atrincherada, otras demasiado expuesta y liberada.

Escribo para calmar el desasosiego, aliviar el dolor y sumirme en el placer. Por temor a muchas cosas, incluidos los afectos, el olvido, la pérdida, el fracaso. También escribo para explorar mi delirio, la lujuria que vive en mí. Para colarme por los laberintos de la mente e intentar entrar en los de quienes me leen. Escribo para que no se me olviden las cosas, para homenajear el pasado y la memoria, para aprender de los errores, para ponerlos sobre papel alejándolos así un poco más de mí.

Escribo por vicio, por afición y por aflicción. Escribo por cabezonería y para empoderarme. Por egoísmo y egocentrismo, puede que incluso por cierta vanidad. Escribo para ver hasta dónde puedo llegar, por exigencia, por perfección, por reconocimiento, por prestigio, por valor. Escribo para estrangular las palabras y los sentimientos, para dejarlos cantar, bailar, posarse sobre mi piel, morar en mi persona. Escribo porque a veces prefiero la coraza del papel con sus infinitas rectificaciones que el suicidio irreverente de unos labios inoportunos. Lo hago en mí y contra mí, como una guerra interna entre intelecto y corazón donde quien manda es puramente el momento y la intuición.

Escribo para indignarme, para llorar, patalear y luego curarme. Puede que lo haga por timidez y para salvarme. Escribo por impulso, por entretenimiento, porque lo disfruto. Lo hago para seducir y para maldecir, para crear y recrear, para no dejarnos morir.

Escribo para ponerle nombre a lo que me rehúye, para tomar conciencia de mi realidad y la de otros, para encontrar respuestas a veces a ninguna pregunta. Escribo para encontrarme. Lo hago también para doparme de sensaciones y lo utilizo como antídoto de demasiadas cosas. Escribo para equilibrarme, para estar en paz. Quizá lo hago también por cierta insatisfacción, para llenar vacíos o porque, simplemente, no tengo alternativa.

Sé que no escribo por elección, sino que lo hago por pura necesidad, porque a veces es demasiado potente el estallido de imaginación que corretea por mi conciencia y de alguna forma me tengo que desahogar. Escribo para ser un poco más feliz y porque creo que al final, cuando solo existe el silencio, el sabor de aquellas palabras que fueron dichas, rasgadas, escritas y amadas, siempre permanecerá. Escribo, en definitiva, porque es la forma más cercana a la libertad que conozco. O quizá simplemente lo hago porque, si no es así, no sé ser de otra manera.