Una mujer sola

—¿Sola? —me pregunta el camarero con cara de asombro cuando pido una mesa para sentarme a comer.

—Sí, sola —le respondo. Noto en esa décima de segundo su extrañeza seguida de su compasión. Pobre chica sola…

Me consigue la peor mesa, la más fea, la menos ubicada, porque claro eso de ir sola no merece más. Cuando me ofrece la carta me advierte de que la primera página la tengo vetada:

—Son platos para compartir y…, ejem, claro…

—Claro, vengo sola —termino yo por él con una sonrisa que lo incomoda.

Las pizzas son buenas en este lugar. Sin embargo, decido pedir una ensalada para que a lo de sola no pueda añadirme también un gorda. Eso sería ya el remate final.

Mientras espero desde mi lugar privilegiado me doy cuenta de la cantidad de miradas que estoy suscitando. Miradas curiosas, extrañas, compasivas… ¿Por qué me miran tanto? ¿Tan raro es ver a una mujer llegar sola a un restaurante? ¿Es que no tenemos las mismas necesidades vitales? No soy la única persona que está comiendo aquí sin compañía, hay por lo menos tres hombres más en la misma situación, pero no veo que nadie se fije en ellos ni que ningún camarero les compadezca su soledad. Seguramente porque son hombres de negocios.

La ensalada llega rápido y, cuando me dispongo a empezar, algo me retumba.

Come, pero no tanto. Abstente del postre, por supuesto. ¿Te lo vas a acabar? Ponte a dieta, cuida esa celulitis, embadúrnate en cremas. ¡Estás esquelética! Pareces demacrada, ¿te pasa algo? A los hombres les gustan con un poco de carne. O ya no. O tal vez sí. Haz deporte, pero no te pases o parecerás masculina. Cuida la apariencia. Presume tus curvas. ¡No tantas curvas! Arréglate, que se note que te quieres. ¿Ya no lo haces? Inténtalo. ¿A dónde vas tan maquillada? Viste bien, sé elegante. ¡Anda, si te has subido en los tacones!, ¿es que tienes una cita? Sé natural, ellos las prefieren así. Pero cúbrete las manchas, las estrías y las cicatrices. ¡No te da vergüenza! Mantente bronceada, pon color en tus mejillas, sonrójate como una niña. Blanquéate los dientes. Alisa las arrugas. Lucha contra el envejecimiento. Por favor, acepta la edad que tienes. Presume tus canas, pero así no, con más gracia. Córtate el pelo. No te lo cortes, no se ve femenino. Muéstrate joven. ¿Y esa ropa? ¡Vas haciendo el ridículo!

—¿Todo bien, señora? ¿Señorita? —El camarero me saca de mis pensamientos.

—Sí, gracias… —respondo algo desconcertada.

De pronto, no estoy a gusto. Retomo la ensalada sintiendo un peso extraño sobre mis hombros. Ya ni siquiera tengo ganas de comer. Algo en mi interior me empuja con rabia, me enfada. Pero…

¡No! No seas borde. Y ahora, ¿qué te pasa? Estás en esos días, ¿verdad? Otra vez los cambios de humor. Sonríe más, que estás más bonita. ¿Por qué le sonríes tanto? ¿Acaso estás coqueteando? ¡Tú siempre igual! No des el primer paso. Sí, atrévete, sé una chica moderna, no te quedes esperando. Pero espera, mujer, no vayas a parecer necesitada. Muéstrate sexy, sensual. Sorpréndelos. Mímalos. Deséchalos. Ten experiencia, aunque no mucha, a ver qué van a pensar… Sé inocente. Dulce. Y provoca. Eso les gusta. Acorta la falda, aumenta el escote. ¡Cuidado! No enseñes tanto, no digas tanto, no des tanto, no esperes tanto. Así nunca te querrán para nada serio. ¿Qué pretendes? ¡Te lo estás buscando! No juegues con fuego. Arde. ¿Mucho sexo? Puta. ¿Tan poco? Menuda mojigata. Sé divertida. Desinhibida. Modosita también. No bebas demasiado. Pierde el control. Pero no se lo hagas perder. O será tu culpa lo que pase.

Un nudo en la garganta me impide seguir probando bocado. Aparto la ensalada y espero a que el camarero, que no me ha quitado ojo de encima en todo este rato, se acerque de nuevo. Sin embargo, no lo hace, a pesar de sostenerme la mirada. Le indico con un gesto que me traiga la cuenta, por favor. Asiente satisfecho, no sé por qué. Y eso me molesta.

Me invaden unas terribles ganas de llorar. Sí, hoy estoy sensible. Y cansada. De parecer demasiado, o muy poco. De no saber qué ser, ni quién. Agotada de cada prejuicio que se va inmiscuyendo entre las rendijas de nuestro ser, sibilino. Del estereotipo, de la pretensión, de lo esperado, de lo políticamente correcto, de la justificación. ¿Por qué?

Pago la cuenta y salgo del restaurante sin demora. Me estoy ahogando. El aire frío me azota en la cara y lo agradezco aliviada. Cierro los ojos y respiro hondo algo parecido a la libertad.

Libertad… Claro, ¡eso es!

Entonces sonrío. Y levanto la cabeza y piso fuerte mi camino. Yo no soy una mujer sola en un restaurante tratando de encajar en los interrogantes de alguien más. No soy lo que ven ni lo que imaginan. No soy nada de lo que piensan. Yo soy muchas mujeres a la vez, cada una diferente, en constante evolución. Como tú. Como todas. Como siempre deberíamos ser: libres de etiquetas, moldes y corsés.

Sí. El próximo día me pediré la mejor pizza, postre incluido y café.

Sola

persigue_a_la_luz122Está sola. Completamente sola en el mundo. Son las cuatro de la madrugada de un día cualquiera y las calles están desiertas. Hace frío, se le cuela la humedad por debajo de la ropa, le cala los huesos. El cielo está tan tapado que ni siquiera la luna la acompaña esta noche. Todo es niebla a su alrededor, un espeso manto blanquecino que no le deja ver mucho más allá. Tampoco sus lágrimas ayudan, es cierto.

Camina sin rumbo ni ganas. Camina sola, sin miedo. Le da igual cuándo llegar o a dónde ir y ni siquiera teme los pasos que suenan tras ella. Nada le importa, por unos instantes solo quiere sumergirse en esa oscuridad que la acecha desde adentro, que le apaga tan tristemente el alma, de la que parece que nunca puede escapar.

Cien metros, eso es todo. Seguir o regresar. Enjugarse la desdicha, levantar la mirada, dejarse llevar. No. No puede. Está harta. Harta y tremendamente cansada de ser quien no es. De fingir, de aguantar, de dejarlo todo pasar. Agotada de verse frente al espejo chocando contra una realidad que ya no le pertenece, que quizá nunca lo hizo. Desesperada, ahogando en gritos mudos su deseo, mancillando el amor que deposita en quien la descerraja. ¿Para qué? Ya ni la risa la salva, ya ni el embrujo la atrapa.

Es tarde. Ha perdido demasiado tiempo esta noche. Solo quiere volver a casa.

 

 

El mar en sus labios

Cuando abrió los ojos aquella mañana y lo miró durmiendo a su lado se sintió tan atrapada que quiso huir. ¿Por qué ahora? Después de todo no era la primera vez que despertaban juntos tras una noche frenética. Había habido muchas de ésas, incontables, inconfesables. Y sin embargo aquella mañana algo cambió. Quizá no fue de inmediato, quizá ese desasosiego, ese hastío, venía gestándose tiempo atrás pero para ella no habían sido más que señales difusas que intentaba apartar de su mente, puede que también de su corazón.

Se levantó despacio, no sabe si por miedo a ser descubierta o por la desazón de llevar a cabo su plan. Decirle adiós no era fácil, quizá por eso pensaba aprovechar ese momento para salir sin decir nada. Sí, como una cobarde. Pero cuántas veces quiso hablar, cuántas cosas intentó decir sin que la entendieran, sin que le prestaran atención, sin tan siquiera una bronca o una réplica. O quizá es que nunca nadie le dijo lo que ella quería oír, lo que sentía que merecía, y ya se había cansado de eso. De ser la parte perdedora, la segunda en el podio, la que nunca recibe los honores. Ya se había cansado de ese hábito que durante años la mantuvo lejos de la exclusividad siendo la que dándolo todo no pedía nada a cambio. Se acostumbraron a esa mujer todos los que jugaron entre sus piernas y al final ella también se acomodó a ser quien probablemente no era. Al fin y al cabo lo pasaba bien.

Pero aquella mañana algo en su interior se le rompió. Sintió que se le quebraba la esperanza de que por una vez las cosas iban a ser diferentes, de que él daría los pasos necesarios, de que apostaba por un futuro sin mentiras, sin engaños, sin secretos, sin terceros, sin huidas. Pero se dio cuenta de que eso nunca sería posible, salir de la comodidad establecida era probablemente una quimera y ahora la que huía era ella. A tientas recogió su ropa del suelo y salió de puntillas de la habitación. Lo miró por última vez bañado por la tenue luz que dejaba entrever la persiana bajada hasta la mitad y con mucho esfuerzo le lanzó un beso al aire y le susurró un tímido adiós.

ti-al-mareRespiró hondo al llegar a la calle sintiéndose libre y aterrada. Lloró tras los cristales de sus gafas de sol pero mantuvo la cabeza alta y comenzó a caminar sin rumbo. Ya estaba fuera, ¿a dónde iba? El sol de la mañana le calentaba la piel pero ella sentía frío. Un frío intenso y hueco recorriéndole el cuerpo, haciéndola temblar. Tuvo que sentarse en un banco antes de poder continuar andando, le flaqueaban las piernas y las lágrimas ya no le dejaban ver tras los cristales empañados. Tenía que serenarse y calmarse, no la podían ver así, maldita alma en pena, respira.

Pensó en si lo que estaba haciendo era lo correcto y en si a estas alturas él ya se habría dado cuenta de su partida. Quiso enviarle un mensaje, quizá le debía una explicación, pero el temor a volver atrás le hizo recapacitar. Se puso en pie y ahora con más rabia que tristeza se fue directa a la estación central. La suerte quiso que un tren parado en el primer andén fuera directo a la costa, sin demora. Así que casi sin pensar pagó su billete y subió. Le daba igual el destino mientras pudiera ver el mar…

El tren empezó a traquetear cada vez con más ritmo mientras se alejaba de la estación, de aquella ciudad, de su prisión. Se quedó absorta mirando el paisaje, primero las fábricas, después los campos, más allá el Mediterráneo. No pensó en nada, sólo quería sentir paz y callar las voces beligerantes en su interior. Esas voces que le decían vuelve, te quiere. Calma, no desesperes. Todo cambiará. No, no lo hará. Esa guerra de emociones que la seguía aturdiendo, confundiendo, martirizando. Cerró los ojos y se dejó mecer por el vaivén, adormilándose, agotada. Cuando el tren llegó a su destino bajó con rapidez en busca de ese espigón que conocía bien, en la playa de su infancia. Quizá la inercia la había llevado hasta allí, quizá fuera la necesidad de refugiarse incluso de sí misma en los recuerdos felices de su niñez.

Inspiró el aire que provocaban las olas al chocar contra las rocas, mezcla de sal y dulzor. El fuerte olor a mar se le colaba por la nariz y se le agarraba al paladar, pero le gustaba. Sumergió los pies en el agua y se acarició las piernas con las yemas de los dedos, dibujando caminos de gotas, formas etéreas que no significaban nada. Se quedó largo rato allí sentada, quieta, en silencio, descifrando la línea del horizonte, intentando adivinar qué había más allá. Otros lugares, otras tierras, otras personas. Puede que un viejo amor. Sonrió. El amor… Siempre de vuelta a él. Y en esa sonrisa melancólica notó un intenso sabor a mar en sus labios. Una lagrima salada le recordó que lo que escuece un día sana y eso no es muy diferente a lo que ocurre con las heridas del corazón.

 

 

 

A %d blogueros les gusta esto: